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DIARIO DE MOSCÚ (IV)

La lucidez está sobrevalorada

Cuarta entrega del diario de un profesor de lengua y literatura española contratado para dar clases en Moscú, Idaho

Rubén Ángel Arias 21/11/2018

Rubén Ángel Arias

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No es, ni mucho menos, un caso aislado: un profesor de lengua y literatura española es contratado por una universidad de Estados Unidos. El profesor, zamorano de nacimiento y vasco de adopción, hace sus maletas y parte rumbo a Moscú (Idaho): una pequeña e improvisada ciudad en el corazón del lejano oeste. Una isla mínima desde la que escribe sus diarios.

5 de abril

Habría que estar más enfadado con la muerte. Esta es una idea que aparece con insistencia en los cuadernos de Canetti, para quien todo enfado es poco cuando se trata de enfadarse con la muerte. No perdonarle nunca nada, convertirla en la mayor lacra, en la mayor indignidad, alimentar contra ella un rencor profundo, fascinante, incombustible. Enfadarse como quien, de pronto, ha dejado de aceptarla, de justificarla en toda circunstancia y lugar. Este enfado debería ser el mayor, el más grande de los enfados, dice Canetti, el enfado más radical.

6 de abril

Robbe-Grillet contra Nietzsche: “El problema no es el abismo, a fin de cuentas, ¿qué es el Abismo?, ¿la Gran Torcedura, la Trizadura Última, el Risco desde el que todo lo que nace se despeña?, ¿el Síncope?, ¿una especie, suerte, tipo de Demolición, de Caída, de Sumidero Cósmico?, ¿lo que los no científicos llaman –por error u omisión– Entropía?. Nada. Cháchara romántica, runrún somático, adormidera. El hombre mira al universo, pero el universo no le devuelve la mirada. Y eso es todo”.

7 de abril

He colgado un mapa de Estados Unidos en la pared de la entrada y he puesto una pequeña bola del mundo en la mesa de la cocina, que es la mesa en la que estudio y escribo. En el cuarto he colocado un mapa de Moscú y otro de Idaho. Son estas decoraciones por las que tomo posesión de la casa, de la ciudad y del reino. Al lado del frigorífico he pegado una postal de El origen del mundo de Coubert y, junto a ella, algunas fotos de los alrededores que he hecho con una máquina de usar y tirar. Nadie en mi entorno conocía el cuadro de Coubert. Las ocho o nueve personas que han pasado por mi casa han pensado lo mismo, que se trataba de una de mis fotografías. Ahora me arrepiento, me arrepiento de haberles dicho la verdad, me arrepiento de no haber llevado el equívoco hasta el final, hasta las últimas consecuencias.

9 de abril

Experimentado en una reunión de departamento: hay algo muy agradable en esas situaciones en las que todo el mundo habla más de lo acostumbrado. Es un síntoma, muy saludable, de despreocupación.

10 de abril

J. se ha convertido en narrador por obra y gracia de Rita, su nueva vecina, allá en Oslo. Y yo me he convertido en un cotilla por obra y gracia de ella también. Ha pasado a ser nuestro tema de conversación favorito. Nos llamamos para contarnos algo sobre fotografía, recomendaciones mutuas, muestras de aquello en lo que andamos, etc., pero enseguida sale Rita, sacamos a Rita, viene Rita a darnos idioma, hebra, sustancia. Abre las botellas, llena nuestros vasos, derrama su vida en ellos, una vida terrible, accidentada, hecha toda para ser contada.

J. y yo le estamos muy agradecidos a Rita por vivir una vida irrepetible y anticlimática. Una vida que no es trágica ni ejemplar, sino de vaso ancho, a rebosar de un vino magro y rico en heces.

Rita tiene setenta años y “una salud de mierda”, fuma sin parar y bebe, según ella, solo a partir de las doce de la noche.

Ayer apareció en casa de J. sin una pierna.

Rita venía de haber pasado unos días en España, en uno de los numerosos viajes que hace para jugar al bridge. Una noche –entendemos que después de las doce– tuvo un accidente, una caída, un suceso que, contado por ella, me dice J., es normal y confuso, carente de énfasis. Había salido a fumar fuera del casino y al entrar tropezó y rodó por las escaleras. La pronóstico improvisado por uno de los crupieres fue inapelable: pintaba mal, mal de verdad. La llevaron a urgencias y allí le dijeron que iban a tener que amputársela (infección, astillas, problemas de riego, desastre generalizado). Por cuestiones que a J. no le ha detallado –¿el seguro médico, la confianza de verse de nuevo en casa?– decidió que la operación fuera en Oslo, así que se volvió como había ido: en avión.

La escena que viene a continuación hay que imaginarla con detalle. Le habían entablillado la pierna y, para viajar, debía mantenerse en una camilla rígida y plana, completamente horizontal, pero el avión en el que debía volar no tenía un espacio habilitado para este tipo de transporte. ¿Qué hicieron? Lo de siempre (sic), serrar uno de los tabiques del compartimento destinado a las maletas de mano y tumbarla allí, cuan larga era. Y de esa guisa se pasó el viaje haciendo bromas. Bromas sobre la que iba a ser su futura pierna cortada, o, según ella, su futura ex-pierna. Por lo visto, si hay que creerla, contaba la inminente amputación como quien cuenta un divorcio y se queja del papeleo. A todo esto y cada cuarto de hora, pedía una botellita de ginebra a las azafatas que, visto el espectáculo, se comportaron con ella como genios recién salidos de las lámparas. Como traca y fin de función, Rita quería subastar la pierna que le iban a amputar antes de ser amputada, pero, le ha dicho a J., el público no estuvo muy por la labor.

Y eso es lo que Rita le ha contado a J. esta mañana, antes de pedirle que, por favor, le arreglara una de las patas de la cama que al parecer también había colapsado. Rita ha esperado a ver terminada la labor de carpintería, para pedirle a J. que le haga una pata para ella. Le ha dicho que no se preocupe, que ella consigue la madera y el dinero que le pida, pero que la quiere de palo. ¿Para qué?, le ha preguntado J. Para qué va a ser, le ha respondido ella, para pisar las colillas con estilo, como un corsario.

Y todo así. Durante horas.

11 de abril

Lo previo, lo anterior a la escritura es también un producto de la escritura misma. La escritura, como la muerte, ilumina lo que la precede con ese fulgor retrospectivo con el que referimos las últimas palabras de un difunto. Se escribe y al escribir se da por sentado que hay un antes, pero este no es sino un efecto suyo, su producción, su consecuencia.

13 de abril

Los estudiantes están siempre a la espera de unas vacaciones mágicas, de esas que solo nos deparan los incendios, las epidemias, las nevadas abundantes y repentinas, algunos accidentes y las grandes catástrofes.

Hoy he llegado a clase y el aula estaba cerrada. Pero ya antes de intentar abrir la puerta he visto la cara de satisfacción de mis alumnos por todos los minutos que, pensaban, podían llegar a perder gracias a ese mínimo incidente. Como también he visto su cara de chasco cuando he salido demasiado de prisa en busca del bedel y he llegado, poco después, demasiado pronto, siempre demasiado pronto, con la llave.

La promesa y su retirada, el oleaje natural de las decepciones. Con qué facilidad, qué dispuestos estamos a entrar en ese tiempo que, de golpe, se nos brinda suspendido y fuera de horario.

14 de abril

Ayer, E. y yo viajamos a Wenatchee, junto al río Columbia, a visitar a una amiga suya que se llama igual que ella y que también es de Polonia. Esta mañana hemos aprovechado para ir de excursión a la parte más rural de Washington, allí donde solo hay un pueblo de apenas cien habitantes que parece haberse conservado en formol desde finales del siglo XIX. El pueblo se llama Waterville y está junto a una loma desde la que se puede ver medio estado a su alrededor. La loma es insignificante, pero el lugar es estratégico y al verla aparecer detrás del pueblo decidimos dejar el coche junto a la carretera y subir hasta allí. Pero apenas hemos podido disfrutar del paisaje porque enseguida hemos visto a un tipo muy alto y con canas que salía de una de las últimas casas del pueblo y se dirigía hacia nosotros. Llevaba una escopeta de caza al hombro. Al darnos cuenta, E. se ha apresurado a gritarle hola y a levantar la mano para saludarlo. No era la primera vez que se veía en una situación de este tipo y decidió que lo mejor era atajar y mostrarse educada y sorprendida (estos detalles me los ha contado después). Así que le ha dicho hi con tono de ya nos vamos y disculpe usted. Él no ha respondido y ha seguido caminando hasta detenerse a unos diez pasos de donde nos encontrábamos. Entonces ha alzado la barbilla y, ladeando la cabeza hacia el lado en que cargaba el arma, nos ha dicho que no nos conocía, que estábamos en sus tierras y que podía dispararnos sin consecuencias. Ok, ok, le hemos contestado. Disculpe, ya nos vamos. Y nos hemos dado media vuelta y, como Rocinantes, hemos bajado la loma a trote picadillo. Nos hemos metido en el coche y hemos salido casi, casi haciendo rueda. Nos dio repelús mirar atrás, así que no lo hicimos.

Ya de regreso le he preguntado a E. si se había fijado en que el tipo aquel se paró bastante lejos de nosotros. Algo que no entendí, pues si su intención era intimidarnos podía haberse acercado aún más. Era evidente que no teníamos armas y sí mucho miedo. “No quería salpicaduras”, me ha dicho, “si nos disparaba desde más cerca, le íbamos a salpicar”.

15 de abril

Junto al río Columbia he pensado en el encanto ventajista de flotar aguas abajo. En la inteligencia que hay en ese ponerse a favor de la corriente.

16 de abril

Notas decimonónicas de un –inexistente– cuaderno de campo: en el jardín de la entrada y con mucho orden han brotado unos perfectos tulipanes. Tienen unos estambres larguísimos y acabados en punta. Para brotar han tenido que atravesar una pasta uniforme y densa de hojas negrísimas e indiscernibles que, a estas alturas, es lo que todavía persiste y queda del invierno. También hay glicinas, me han dicho, eso que huele tanto son glicinas. Todo surgido y dispuesto sin aviso y con una jovial indiferencia. La pasta que atraviesan estas flores, el olor de las glicinas, la extensión de los estambres.

17 de abril

Leemos para clase 'Vida de Anne Moore' de Bolaño. De un lado, y veo que mis estudiantes lo perciben desde una primera lectura, el cuento produce la sensación de estar ante un texto híperlegible y muy ágil y cuyo acierto reside en una escritura que parece pensada para que la historia avance, sin importar mucho hacia dónde, como quien escribe para sostener la primera línea, en esa confianza, con esa eufórica desenvoltura. Y junto a la velocidad de gran resumidor (el desaliño de su prosa, los grandes atajos): lo visionario. Visionario no solo por las escenas alucinadas que se dan, sino –y sobre todo– por el modo en que lo enajenado y lo delirante han sido inoculados en la deriva vital de la protagonista.

La velocidad y las visiones, he ahí la fórmula que no es fórmula sino pareja de baile.

18 de abril

De los más persistentes empeños académicos está el de querer ver la obra de un autor como un todo cerrado y coherente. Y esto no se debe a los autores mismos, sino al prestigio de la coherencia. Me gustaría llamar a eso la falacia de la totalización o la falacia del encaje de bolillos. Hay autores y hay libros que son leídos como si lo suyo hubiera sido poner de manifiesto un sistema –o cosa redonda y cerrada– de ideas. Los ejemplos son abundantísimos y la idea de sujeto que hay detrás, desconcertante de tan simple.

20 de abril

Hay un tipo en el barrio que va siempre vestido de camuflaje. Suelo encontrármelo casi todas las mañanas fuera de la tienda de empeños que hay al final de Main Street, mirando el escaparate. Parece salido de un bosque anterior, del bosque que ya estaba aquí antes de la llegada de los primeros colonos. Un viajero en el tiempo podría adoptar esta configuración, ser alguien que ha logrado congelar y permanecer para siempre en un mismo y único instante.

21 de abril

E. me ha regalado una cortina nueva para la ducha. La que tenía estaba amarillenta y enmohecida. En la parte interior y más baja habían aparecido varias manchas de un color negro muy puro. Desde afuera apenas se notaban, la docena de carpas japonesas, amarillas y azules, que decoraban el exterior de la cortina las disimulaban.

Durante los últimos meses, jugando con la cámara, haciendo pruebas, he sacado cientos de fotos a las carpas de la cortina vieja. Si no las hubiera borrado, podría tener ahora una serie titulada, por ejemplo, Desde el retrete o, más filosóficamente, Desde el lugar en sombra o, incluso, aunque menos cierto, Desde el lugar silencioso. Pues desde ahí las hacía, como quien mira una pecera o camina por el interior de un acuario donde todo se mueve a una velocidad desafiante de tan lenta.

La carpa que duerme hubiera sido también un buen título, aunque algo infantil y demasiado obvio. Las carpas eran enormes, como de invernadero o piscifactoría, las azules nadaban hacia la derecha y las amarillas hacia la izquierda, todas de perfil y simétricas y con los ojos abiertos y del tamaño de un puño. Solo una de ellas, de color amarillo, tenía el ojo cerrado. Parecía un error de impresión o un lapsus del dibujante, pues el ojo cerrado le daba un aspecto como de no estar del todo terminada de pintar. Fuera lo que fuese, yo me había empeñado en entender ese ojo cerrado como un guiño de clase, una señal diáfana de la alienación que sufre quien se dedica a dibujar y a imprimir carpas japonesas para las cortinas de los baños. La imagen da para un apocalipsis de toilette: antes del levantamiento definitivo oiremos desde el fondo de las cortinas el rumor de las carpas, el deslizamiento acuático de sus párpados, etcétera.

El caso es que E. me había regalado la cortina y yo la había dejado junto a las toallas a la espera de, no sé, el milagro de su colocación, supongo. Y E. ha obrado ese milagro, quiero decir, esta mañana ha cambiado la cortina. Se ha levantado a las cinco de la mañana a leer un ensayo sobre la resistencia que presentan algunas bacterias al tratamiento con antibióticos y al rato ha ido al baño y ha quitado la cortina con sus carpas japonesas, amarillas y azules, una con el ojo cerrado, y ha colocado la nueva, mucho más sobria, de cuadros verdes y blancos, sin bromas ni desvíos de impresión, sin revoluciones por armar. La tengo delante. Miro esos cuadrados tan limpios y pienso en el cuidado con que E. ha anclado la cortina y ha sustituido también las argollas que la sujetan. El gesto me ha conmovido, esta forma de cuidarme, esta forma de hacer las cosas como si con ello me dijera que merezco una vida mejor. Lo cual no quita para que detrás de todo ello esté la lucha que E. mantiene contra la entropía y sus heraldos negros. Una cuestión de rigor profesional, de escrúpulo investigador y tribunal de la santa higiene. Conoce muy bien cómo la gastan los virus, las bacterias y los mohos, y no va a darles tregua. Lo de la ducha era moho, me ha dicho, pero quién sabe, ha dicho también.

22 de abril

Dice Anthony Burgess, en su biografía de Shakespeare, que si se nos diera a elegir entre dos descubrimientos –una obra desconocida de Shakespeare o una de sus listas para la lavandería–  optaríamos por la enumeración de los calzones.

A partir de la confirmación de un genio en sus obras, lo que anhelamos es acceder a la prosa vitalicia y a los datos desprendidos de su cuerpo.

23 de abril

Así Bioy, en su entrada del 4 de octubre de 1966: “Borges hoy no orinó en la letrina, sino en el piso. Por esta mala puntería, con dolor en el alma lo he desviado de mi baño a otro, que nadie usa”.

24 de abril

Bioy: “¿Qué hacés?”.

Borges (hurgando con las manos, por detrás, pantalones adentro): “Nada: veo si no me olvidé los calzoncillos”.

25 de abril

¿Quién nos dirá de quién, en este after, sin saberlo, nos hemos despedido? Yo recitaba este verso, se lo decía a mi hermano, y el verso era nuestra consigna. El santo y seña de aquellos días oblicuos. Días sin línea divisoria y sin línea argumental. Una novela de trama anoréxica, palúdica.

Mi hermano D. cumple años hoy y acabo de hablar con él para felicitarlo, pero ahora me acuerdo de aquello. Y lo escribo.

No conduzco, no sé conducir y, sin embargo, he trazado las dos curvas más decisivas de mi vida, y no en un sentido metafórico. Era a finales de los noventa y nos movíamos de un sitio con música a otro sitio con música. Todo muy puro, todo de una intensidad intolerable. Ninguno de nosotros había cumplido veinte años y éramos de Sansomendi, ese barrio de gitanos y guardias civiles.

Murieron varios (morimos varios sería más preciso e inverosímil) en accidentes de tráfico, con esa falta de decoro que es morir dentro de un coche que no arde. Con esa falta de épica. Con esa ramplonería. Con esa seca certidumbre. Y durante aquellas adulteradas mañanas de domingo, yo aprovechaba cualquier ocasión para repetirle a mi hermano el verso de Borges deformado. Le decía, hermano, de quién en este after, de quién en esta mañana de grajeas y cartones, de aparcamientos y agua mineral embotellada, de quién, dime, sin saberlo, nos habremos despedido. Y mi hermano miraba alrededor y levantaba los hombros y se volvía hacía mí como esperando, como diciendo esa pregunta no toca ahora, como solicitando un cambio, un relevo de tema en mi cabeza, pero en mí solo estaba Borges y su verso hecho mantra, recauchutado, venido para quedarse. Y aquello, que no tenía ninguna gracia, me ponía de un humor violentísimo y profético.

Era habitual que, sobre las raves que se convocaban en los polígonos de Pasajes y Rentería, viéramos en lo más alto unos pájaros oscuros, aunque tal vez solo estaban sucios, sucios de altura y confundidos. Pájaros que parecían anunciar nuestra llegada, o la llegada de algo que no tenía nada que ver con nosotros, pero que coincidía en el tiempo y en el espacio con nuestra mirada ectoplasmática, con nuestra mirada apantallada y funeral. Serios, de pronto, veíamos los pájaros volando por encima de toda la música electrónica del mundo. Eran familiares y extraños como una amenaza –o eso nos parecían– aunque tal vez solo fueran pájaros deformes y sonámbulos, narcotizados por el sudor de los que, justo debajo, hacíamos que bailábamos.

De aquellas visiones –iguales en todo a madrugadas– me ha quedado una dicha incorregible y un daño sin reparación.

Pero esto lo pienso ahora, porque entonces todo se reducía a un ir y venir con soltura por las dos márgenes del Deba. Ese valle que es un polígono industrial expandido, crecido ahí y después poblado. No queda nadie a mi alrededor de aquellos años, nadie a quien frecuente, sus caras se han disuelto y yo me he disuelto con ellas y nadie ahora podría entender que uno solo ha seguido la línea más recta posible, la que lleva de Borges a Moscú, la que conecta directamente las fiebres de la adolescencia con una vida imperfecta y, a ratos, hermosa.

Vivir es despedirse (¿Séneca, Coelho?). Y en aquellos momentos de tontuna y deslumbramientos en que lo más coherente hubiera sido ponerse a rezar o militar en las filas radicales de algún partido, yo le repetía a mi hermano, arruinadero abajo, despeñadero abajo, hermano mío, querido, dime tú, dime de quién, sin saberlo, en este jardín de rosas químicas, nos habremos despedido. Y mi hermano miraba los pájaros y me decía cállate ya, Rubén, o cállate ya, idiota, que los vas a despertar.

Puede ser por los pájaros o por lo que pasó después que recuerdo con tanta claridad las dos curvas decisivas. Era un amigo quien llevaba el coche e íbamos cuatro con él.

Dos volantazos, uno a la izquierda para evitar el precipicio y otro a la derecha, para enderezar el coche y sacarle a nuestro amigo el pie del acelerador. Eso hice cuando los reflejos y su voluntad lo abandonaron. Al tipo se le cayeron los brazos del volante y eso fue lo que vi. Los ojos se le habían puesto en blanco. El mundo entraba en ellos y quedaba transformado. Me dio tiempo a pensar –aunque pensar no es la palabra– que conducía para un dios. Como un auriga. Nunca he vuelto a ver una mirada como aquella. Y nunca he vuelto a conducir así. Aquellos dos giros evitaron que nos cayéramos al río, primero, y que nos estrelláramos contra las rocas, después. Pasado el susto, recuperado el orden y desendiosado el conductor, nos fuimos a un local de Eibar que abría los domingos a las siete de la mañana.

Cuando llegamos, solo había dos chavales (me parecieron mucho más jóvenes que nosotros) que forcejeaban –alteradísimos los dos– con la puerta del baño, que era muy gruesa y de metal. Los dos muy pasados, en plena euforia, como jugando. En uno de los empujones, el que estaba afuera cerró la puerta sin que el otro pudiera retirar la mano a tiempo. Algo cayó al suelo de azulejos y serrín. Tardé en darme cuenta de lo que era, pues sin detenerse y divertidos por el hallazgo empezaron a golpearlo entre los dos y a pasárselo con los pies. Una pelota diminuta. Un trozo de carne, una falange que sangraba y sobre la que se apelmazaba y teñía el serrín mientras la hacían rodar y la pateaban con decisión. Y no vi más porque tuve que salir a vomitar y a que me diera el aire, a intentar recuperar lo poco de aquella mañana que aún no estuviera tocado por la ketamina o por nuestra estupidez, algo, por mínimo que fuera, que no estuviera dañado aún.

Cuando entré de nuevo, el chico que había perdido una falange estaba tumbado en el suelo, lívido pero consciente, mientras su colega se cagaba en dios y decía buah tío, buah tío. A lo que el otro le contestaba pónmelo, cabrón, ponme el dedo, hijo de puta. Y se reía. Los dueños del local nos aconsejaron que nos fuéramos. Habían apagado la música y llamado a una ambulancia. Pasamos el resto del domingo en un descampado, haciendo todo lo posible por aterrizar. En algún momento, nos quedamos dormidos.

Dos años después, ETA hizo estallar una bomba en la sala Txitxarro. Nosotros hacía mucho que no pasábamos por allí.

26 de abril

No aceptamos un mundo más ancho que lo que un estilo nos propone. El estilo es el umbral de lo verosímil.

27 de abril

Fresán comienza su lectura de Cumbres borrascosas con una cita de Tolstoi que parece escrita para la eternidad, una cita que va a enterrarnos a todos y que contiene una lección que desde Homero hasta, por lo menos, Kafka, se sostiene por sí misma: “Solo hay dos historias para contar. La primera es la historia de un hombre que sale de su casa y se enfrenta a lo desconocido. La segunda es la historia de un hombre que llega a un lugar que no conoce”.

28 de abril

El pueblo de Misuri en el que viven Tom Sawyer y Huckleberry Finn se llama San Petersburgo.

29 de abril

B. pasó la noche en urgencias. Le escribo para ver cómo ha ido la espera y el diagnóstico. A mis 22:37, recibo este mensaje: “Estaba lleno de gente con cabezas rotas, luxaciones, patas torcidas... El mundo se desmorona en la cotidiana alegría de los accidentes domésticos”.

La conversación deriva y acabamos hablando de los planetas errantes. El último mensaje ha sido a mis 00:14, en el que me despido: “Ah. Y piensa otra cosa. Estamos cayendo. No dejamos de caer. Caemos a una velocidad tres veces superior a la del sonido. Y no lo notamos. Rebotamos contra las curvas cerradas de una elipse. La curva del invierno. La curva del verano, después. Para seguir cayendo. A mí esto me relaja, me ayuda a dormir. Creo que nos vuelve un poquito más inexplicables, menos ciertos. Buenas noches”.

30 de abril

Mary Ann Evans (George Eliot), en una carta a su editor, le reconocía que el anciano de Silas Marner surgió del recuerdo de haber visto una vez, cuando era pequeña, a un tejedor de lino con una bolsa a la espalda.

2 de mayo

Uno de los poemas más leídos y más masivamente ignorados es el que abre 'La isla del tesoro'. Es un poema poderoso porque Stevenson es un poeta inmenso y es, además, un poeta enamorado de la vida. Sé lo que digo, sé muy bien lo que significa que la vida te chifle. A Stevenson le chiflaba vivir y su obra es una roca. El poema que está al comienzo de 'La isla del tesoro' es una roca, el tiempo no lo desgasta, el tiempo se estrella contra él y se hace espuma. Stevenson es un poeta muy lúcido al que la lucidez no devora nunca. La lucidez está sobrevalorada, la lucidez es un poco de pringaos. Que la lucidez no te devore, dice Stevenson. Mejor que te devore la vida, dice, que la aventura insobornable de tus días te devore.

3 de mayo

Uno sucumbe, acaba sucumbiendo, cuando, por didactismo, cede y explica un fenómeno echando mano de metáforas. Una prueba de la pervivencia del mito en los hangares de la razón.

He estado leyendo cómo se formaron las ondulaciones del Palouse y la explicación es sencilla y sorprendente: todo empezó con una grieta en mitad de la planicie. De esa grieta –hace catorce millones de años– brotó, primero poco a poco y después de manera abrupta, una cantidad de lava sin precedentes –aseguran– en la historia geológica de nuestro planeta.

La grieta tenía unos veinte kilómetros de longitud y la hemorragia tardó años en cerrarse y cicatrizar. Un mar oscuro de olas densísimas. Un mar en fragua. Roca que emerge y se derrama como un milagro de la temperatura.

¿Y después? Después vinieron siglos de ceniza y polvo que redondearon las formas. Engordó el suelo y se hizo fértil. Llovió y crecieron las espigas. De ahí la experiencia casi náutica de atravesar esta región: un mar en pausa de olas coronadas por el trigo.

4 de mayo

Se escribe mucho y da pudor añadir siquiera una línea más cuando hay ya tantas y tan buenas. Da pudor añadir, sacar al público, exponer la propia mandanga, pero estas son solo las consecuencias –los síntomas periféricos– de la escritura. La escritura o lo que insiste. Este ejercicio de una extrema y anómala irresponsabilidad. 

5 de mayo

El viernes se publicó la tercera entrega de este diario, y B. me ha hecho llegar su opinión y la opinión de quienes estima, todo lo cual me deja “temblando como un niño que comulga / mas sin caber en el pellejo”.

6 de mayo

“Es necesario ser superficial si uno no quiere dejar de ser sincero, gran virtud que exige también valor, pues la profundidad tiene sus comodidades, la profundidad no exige que nos atengamos a ninguna verdad, a ningún hecho comprobable” (Blanchot).

7 de mayo

Ese momento en las películas en que se sube el volumen de la música y se suprimen el sonido ambiente y las voces, y se ve a los personajes reírse en cámara lenta y brindar. 

8 de mayo

Una evidencia: la imposibilidad de escuchar el propio cuerpo. Después de haber leído, en los últimos meses, dos seminarios de Lacan, me digo que el psicoanálisis va de eso, plantea modos de atrapar aquello que ha quedado traducido (desplazado y maltrecho) al entrar en contacto con el lenguaje. El problema que se intuye de fondo no deja de ser instrumental: el psicoanálisis se sirve del lenguaje para levantar una arqueología de los destrozos y las borraduras que el mismo lenguaje ha provocado.

9 de mayo

En el lenguaje siempre es otro el que habla.

10 de mayo

Tirar piedras sobre tu propio tejado con tenacidad, con energía, piedras grandotas, lanzarlas con entusiasmo, con derroche, con –de repente– una alegría feroz porque acabas de comprender que, llegado el momento, el tejado colapsará y se vendrá abajo y dejará pasar algo de luz.

11 de mayo

De Bolaño puede decirse lo que Harold Bloom dice de Baudelaire: sus ideas sobre la literatura eran tan toscas como poderosas.

Cabría añadir que la exageración no excluye el acierto ni el criterio.

12 de mayo

Escucho en una entrevista a un cantante de trap: "No necesariamente hacerlo mejor, sino hacerlo distinto". Y veo en esos dos polos el atolladero del arte en el presente: entre la artesanía de la mejora y la novedad. El mismo atolladero en el que se encuentran todos los productos de la tienda de la esquina.

13 de mayo

La idea de que hay cosas que nos gusta temer, fenómenos ante los cuales el miedo nos deja contemplativos y evocadores, quizá porque el miedo no deja de ser sino una suerte de pantalla metafísica o porque, como a los románticos, lo terrible nos atrae a condición de que entrañe la desmesura y el espectáculo.

14 de mayo

Esta mañana he encontrado dos avispas dentro de casa. Estaban en la repisa de la ventana del dormitorio. Parecían aturdidas y cansadas, como si vinieran de muy lejos. Como si acabaran de hacer un trabajo breve pero costoso y estuvieran recuperándose de la acometida. No se movían o casi no se movían. Hacían flexiones, doblaban las patas y las volvían a estirar. Me pareció que respiraban. Estaban muertas. O en coma. En el coma rítmico y pulsátil de los insectos. Con mucho cuidado las he aplastado con una zapatilla y las he tirado a la basura.

15 de mayo

No sé cómo han conseguido entrar, pero he comprobado que la ventana del cuarto no cierra bien, es corredera, vertical, como una guillotina, y entre las hojas queda un hueco. Me sorprende no haberlo descubierto antes, durante el invierno, con diecinueve y veinte grados bajo cero. Esta es la prueba de las pocas horas que he pasado en casa. El acúfeno me ha mantenido distraído y en movimiento. Ahora que ya no lo escucho, temo que, si pongo la suficiente atención, aparezca de nuevo. Así que cada vez que me sorprendo buscándolo, me pongo a silbar, para distraerme y distraerlo. Nunca había silbado tanto.

He comprobado todas las ventanas de la casa, la puerta de entrada y he cerrado los conductos de la calefacción, que es de aire. Para tapar el hueco, he utilizado cinta adhesiva transparente. Si vuelven a intentar entrar, se quedarán pegadas.

16 de mayo

He vuelto a encontrar dos avispas. Esta vez las he oído entrar en el cuarto y golpearse contra los cristales a las ocho de la mañana. La cinta adhesiva está intacta, luego no es por ahí por donde entran. Me ha costado matarlas lo que han tardado en posarse. Conclusión: soy mejor cazador que detective.

Al volver de dar clase he revisado de nuevo las puertas, las ventanas y los conductos en busca de alguna grieta, de algún respiradero o rendija, pero no he encontrado nada.

17 de mayo

He invitado a cenar a casa a I. y a C., aprovechando que E. ha venido de visita a Moscú. Les he contado lo de las avispas e I. me ha dicho que el avispero podría estar dentro de casa, pues a veces llegan a perforar los tablones y a anidar entre las paredes. Con el tiempo, acaban entrando.

18 de mayo

Para mayor abundamiento, hay plaga de garrapatas. Unas garrapatas de color cobre y grandísimas. Así que cada vez que llego a casa las busco en la ropa y en la piel. Me ausculto. Estoy de caza por mi cuerpo, me digo. Temblad parásitos, temblad. Pero el que tiembla soy yo.

19 de mayo

Un diario que permanezca en la superficie de los acontecimientos. Un diario que no interprete nada, que no lea, que no ceda a la presión del relato, de la anécdota, del sentido. Una escritura de las superficies, muy por encima del dato y del brillo, en contacto siempre con el aire y a punto de perderse en él.

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Rubén Ángel Arias (Zamora, 1978) es geólogo inacabado, técnico superior en química ambiental y doctor en filología hispánica.

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Rubén Ángel Arias

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