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Radiografía del conflicto en las aldeas del Kurdistán turco

La guerra entre el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y el Estado turco regresa a las zonas rurales, donde los 'korucu', paramilitares kurdos que apoyan a los turcos, juegan un papel fundamental en la resolución del conflicto

Miguel Fernández Ibáñez Nusaybin , 21/11/2018

<p>Combatientes del PKK en la montañas Qandil, Iraq. Miguel Fernández Ibáñez</p>

Combatientes del PKK en la montañas Qandil, Iraq. Miguel Fernández Ibáñez

Miguel Fernández Ibáñez

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Ha pasado más de un año desde que estas cuevas fueran abandonadas, pero las pertenencias que allí dejaron los militantes del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) siguen intactas: botellas de plástico, una lata de aceite de girasol, mantas, una alfombra, un cenicero. Resisten el paso del tiempo al igual que la guerrilla que recorre estas montañas desde hace cuatro décadas. Miles de años antes de su aparición, los kurdos ya contaban historias sobre estas montañas. Decían que eran sus únicas amigas, o al menos las más fieles. Y así lo siguen siendo junto a un pueblo en su mayoría connivente con el PKK. Sin embargo, la presión de Turquía ha creado fisuras en la sociedad, dividiéndola en este conflicto que ha dejado más de 40.000 muertes desde 1984. De ellas brotaron los traidores de las montañas kurdas, los héroes del Estado que combaten en tierra hostil. Son los espías kurdos y los korucu, o guardianes rurales, las fuerzas incrustadas en zonas remotas en las que el Ejército turco pierde operatividad.

En Koruköy, una aldea de la provincia de Nusaybin, en la mestiza región Mardin, el movimiento de estos actores se reflejó el 17 de febrero de 2017, cuando un espía informó al Estado de la presencia de militantes kurdos. Como resultado, ese día comenzaron unas operaciones bajo el toque de queda que se prolongaron durante 20 días. En ellas perdieron la vida 7 militantes del PKK, un comando de la región que probablemente habrá sido sustituido por otro, y 39 locales fueron detenidos y trasladados a Nusaybin sin poder consultar a un abogado. Algunos, según denuncian, fueron torturados. Esta operación fue una confirmación más de que las aldeas kurdas volvían a recuperar la importancia primordial que tuvieron en los años 90, cuando la estrategia de tierra quemada del Estado turco dejó 3.500 aldeas desiertas y un millón de desplazados. Muchos de los afectados huyeron para siempre a las ciudades, propicias para la asimilación del Estado, debilitando al PKK en la montaña aunque transformando las dinámicas urbanas.

Precisamente fueron los hijos de esos desplazados quienes tomaron las armas en 2015 en una decena de ciudades kurdas. Supuso una vuelta de tuerca más al conflicto, un extra de 500.000 desplazados más. Pero ya es cosa del pasado, y en el verano de 2016 la resistencia urbana cesó. Pero no el conflicto, que regresó a las aldeas, el centro neurálgico de la guerra asimétrica del Kurdistán turco. Los datos de Crisis Group son contundentes: de las 755 muertes de 2017, sólo 14 pertenecen al ámbito urbano. Y la táctica del Estado es clara: operaciones bajo el toque de queda. En la región de Diyarbakir, las provincias de Lice o Hazro las han sufrido durante incontables jornadas. No son casos aislados. Se reproducen por todo el Kurdistán: Mardin, Hakkari, Bitlis... Por eso no es exagerado decir que en el momento de publicar esta pieza alguna región kurda estará sufriendo los estragos de los toques de queda; jornadas en las que cada persona que esté en el exterior de una vivienda es considerada un objetivo legítimo del Estado. Pueden pasar semanas sin que se permita pisar la calle y, en muchos casos, fallecen animales y se eleva la impunidad. Es la forma en la que Turquía, que cuenta con el poder militar y la legitimidad mundial, corta las vías de abastecimiento y reduce la movilidad del PKK, que cuenta con el apoyo de la mayoría del pueblo.

Entrada a una de las cuevas del PKK en Koruköy.

Entrada a una de las cuevas del PKK en Koruköy.

Los korucu, 65.000 paramilitares kurdos

En esta lucha, el sistema de korucu se ha convertido en la tercera fuerza armada más importante de Anatolia. Son, en una palabra, paramilitares. Tiene su antecedente en los Regimientos de Caballería Hamidiye, establecidos por el sultán Abdullhamid II a finales del siglo XIX. Estaban conformados mayoritariamente por 30.000 kurdos. Como refleja el centro de estudios DISA, esta milicia sirvió para reforzar el aparato opresivo del Imperio otomano, crear lazos de lealtad con los kurdos, que habían protagonizado infructuosas protestas, generar la sensación de control estatal, y amedrentar las ansias secesionistas de los armenios, quienes protagonizaron levantamientos sociales y, como respuesta, perdieron sus tierras y sufrieron matanzas hasta que fueron deportados de Anatolia y asesinados de forma masiva. Una catástrofe de la guerra para los turcos; un genocidio para muchos países.

Los Regimientos de Caballería Hamidiye protagonizaron crímenes por los que no respondieron ante la ley. Además, como compensación por la ayuda prestada, se quedaron con parte de las tierras armenias. Implementando la manida estrategia del divide y vencerás, aunque esta vez enfrentado directamente a kurdos contra kurdos, esta situación se repite hoy con los korucu, una fuerza paramilitar que es dirigida por la Gendarmería para contrarrestar la influencia rural del PKK. “Este sistema fue diseñado para dividir no sólo a la guerrilla, sino la potencial unidad del pueblo kurdo. Es una de las herramientas violentas empleadas por el Estado, aunque es la que probablemente más haya dividido al pueblo kurdo y, hasta cierto punto, determina las relaciones e intereses tribales en distintas zonas del Kurdistán”, considera Baris Tugrul, experto en los efectos generacionales del conflicto kurdo de la Universidad Hacettepe.

Los datos de Crisis Group son contundentes: de las 755 muertes de 2017, sólo 14 pertenecen al ámbito urbano. Y la táctica del Estado es clara: operaciones bajo el toque de queda

En el pasado, debido a la polémica percepción que generan los korucu, Turquía se planteó terminar con este sistema que data de 1985, meses después del primer atentado del PKK. Su concepción era algo temporal, acorde a la escasa importancia que le daban en Ankara a ese pequeño grupo de militantes marxistas. Pero la realidad era distinta, y en los años 90 el PKK enseñó lo que era: una fuerza militar y social que aún condiciona Oriente Medio. En esta coyuntura, en el año 2000 se regularon los derechos y responsabilidades de los korucu. En 2013, el Gobierno reconoció que el sistema contaba con 65.000 integrantes, de los que casi 20.000 eran voluntarios, que tienen menos derechos que los empleados por el Estado. Y ahora, tras la ruptura del proceso de diálogo en 2015, ya no se habla de desmantelar este sistema, sino de engordarlo: Recep Tayyip Erdogan anunció que su número aumentaría en al menos 5.000. Es un ejemplo más de ese cambio de rumbo del Partido Justicia y Desarrollo (AKP), que el 16 de julio de 2004, a través de su entonces diputado Naci Aslan, describía así al sistema de korucu: “Es un crimen contra la humanidad. No existen este tipo de instituciones en los países democráticos. Es una prueba de que nuestro país aún no ha completado su transición hacia la democracia... No digo que tengamos que echar a los korucu, pero tenemos que quitarles las armas de sus manos. Ellos no permiten que nuestros ciudadanos vuelvan a sus aldeas”.

Los medios turcos a veces retratan a los korucu como civiles, cuando por su participación en la lucha son considerados objetivos legítimos del PKK. Los korucu son generalmente kurdos que, por diferentes motivos, apoyan al Estado. Pero, ¿por qué se enrolan los kurdos para luchar contra los kurdos? Hay quienes han terminado así por la imperiosa necesidad de obtener dinero, para sobrevivir en una región deprimida por la guerra; otros por venganza, poder o creencia en el Estado turco, como reflejan la tradición familiar de los korucu o aquellos que se han enrolado voluntariamente en la campaña en Afrin; y el resto, en cambio, lo hacen por temor a las represalias del Estado. En 1989, el diputado progresista Cumhur Keskin informó de que en Çukurca, en la región de Hakkari, un representante de las fuerzas de seguridad que había reunido a personalidades locales dio el siguiente ultimátum: “Os doy una semana; si no se arman ni aceptan ser korucu os consideraremos simpatizantes del PKK”. Imaginen cuántas veces los aldeanos kurdos habrán escuchado este mismo mensaje, cuántas veces habrán pensado si dejarlo todo y huir o quedarse obligados por unos actores y unas circunstancias que no entienden de objetividad. 

Adem Geveri, diputado del prokurdo Partido Democráticos de los Pueblos (HDP), incide en esta presión: “El Estado ha utilizado todos sus medios para forzar a los kurdos a ser korucu. Ha amenazando con vaciar sus aldeas. Y los aldeanos, para no quedarse expuestos, no han tenido otra elección, porque si existiera una coyuntura apropiada ningún kurdo con honor tomaría esa puerta de salida. Entonces, utilizando a algunos líderes tribales, se impuso este sistema. Algunos kurdos lo aceptaron, mientras que quienes no lo hicieron fueron expulsados de sus aldeas que, con el paso del tiempo, para que no fueran de nuevo habitables, fueron destruidas y quemadas. Además, en esas aldeas fueron asentados quienes estaban de acuerdo con el sistema korucu. En definitiva, sirve para dividir a la sociedad entre aquellos korucu integrados dentro de una misma familia y quienes se oponen al sistema. Es parte de la guerra psicológica y ejemplifica la dramática coyuntura que viven los kurdos”.

Esta triste realidad la representa la localidad de Roboski, en la región de Hakkari. El 28 de diciembre de 2011 el Ejército turco bombardeó a 37 contrabandistas de esa aldea cuando cruzaban desde Iraq. 34 murieron. Pese a este trauma, al menos un familiar de los fallecidos quiere, según confirma Geveri, convertirse en korucu. “En Roboski muchos ya lo eran. Incluso quienes sufrieron la masacre tenían familiares korucu. Después de ella, el Estado ha incrementado la presión, erradicando el único vehículo para que los locales se ganen la vida, que era el contrabando. Entonces, esas personas tienen dos caminos: abandonar la aldea o convertirse en korucu”, admite Geveri.

Por estas variables, desde la perspectiva del movimiento kurdo, hay korucu buenos, que nunca atisban los movimientos de la guerrilla, y malos, como pueden ser los relacionados con las tribus Bucak o Jirki. Algunos incluso son agentes dobles, y pasan información al igual que en las aldeas que apoyan al PKK hay espías del Estado, aldeanos en apariencia corrientes que, a diferencia de los korucu, que todos saben en qué aldeas viven y por qué lo hacen, no delatan su simpatía.

Interior de una de las cuevas del PKK en el área de Koruköy, en Nusaybin.

Interior de una de las cuevas del PKK en el área de Koruköy, en Nusaybin.

Impunidad

Como sucede en muchos otros conflictos, este tipo de fuerzas son proclives a desencadenar una espiral de venganza e impunidad. Según han denunciado las organizaciones de derechos humanos, los korucu, que para ser juzgados necesitan el visto bueno de las autoridades controladas por el Gobierno, han protagonizado masacres de civiles, algunas por motivos personales y otras propias de las dinámicas de la guerra. En 2009, en la aldea de Bilge, en la región de Mardin, la lucha de poder entre dos clanes korucu terminó con el asesinato de 44 personas. Es la cara b de este sistema que altera la balanza establecida en la región. El 9 de marzo de 1988, 20 años antes del suceso de Bilge, el diputado progresista Hasan Fehmi Günes aventuró las peligrosas consecuencias de este sistema: “El sistema korucu no ha resuelto el problema, sino que causa nuevos. ¿Por qué? Como saben, existe un sistema feudal en la región; hay un sistema tribal que tiene su balanza... Sin embargo, afrontarás diferentes problemas si lo desestabilizas entregando armas a un lado”.

Geveri, una persona afable de imponente envergadura, oriundo de la región de Hakkari, en la frontera con Iraq, el principal feudo del PKK, subraya los problemas generados por este sistema: “De acuerdo con la declaración de 2006 del Ministerio del Interior, los korucu han violado, quemado aldeas, secuestrado a personas, traficado con drogas y torturado a una persona hasta la muerte. ¿Qué se puede decir de un mecanismo que ha generado hasta 5.200 crímenes? Y estos son sólo los oficiales. En esta situación, los aldeanos que tienen el respaldo del Estado han encontrado el camino para aprovecharse de la desigual coyuntura. Quienes carecían de poder en las relaciones locales han aceptado el sistema korucu para ganarlo. Algunos lo vieron como una forma de continuar con el contrabando –actividad tradicional en las fronteras kurdas–, porque el Estado cierra sus ojos cuando son los korucu quienes contrabandean”.

¿por qué se enrolan los kurdos para luchar contra los kurdos? Hay quienes han terminado así por la imperiosa necesidad de obtener dinero

El Estado, como es lógico, ayuda a quienes apoyan su visión en este conflicto. A los korucu les concede empleos públicos, dinero, armas y, según denuncian los medios cercanos al PKK, les permite dirigir acciones ilícitas como el cultivo de marihuana o el contrabando. Es así porque son importantes para condicionar la movilidad de la guerrilla, entregar información y elevar la desconfianza entre los kurdos. Generalmente, ocupan aldeas completas en puntos estratégicos, algunas de las cuales fueron evacuadas en los años 90, aunque también conviven con locales en aldeas de barrios segregados. En ocasiones, debido a su conocimiento del terreno, encabezan las operaciones del Ejército turco. En Semdinli, zona fronteriza con Qandil, feudo del PKK en Iraq, Sason, en las montañas de la profunda Anatolia, en las regiones de Çaldiran, Siirt o en la carretera que une las localidades de Ergani y Dicle, donde las presas son otro objetivo de la guerrilla kurda, su presencia es evidente, con torres de vigilancia que intimidan a los locales. Además, en determinadas zonas están relacionados con el partido Hüda-Par, heredero del grupo Hizbullah turco, una fuerza paramilitar de kurdos ultraconservadores que fue utilizada en los años 90 por el Estado turco. Hoy están alejados de las armas y son un partido legal, pero siguen manteniendo una relación cercana con el Estado, como se demostró en la reválida electoral de noviembre de 2015, cuando no se presentaron a la cita electoral, ayudando a que sus votos fueran a Erdogan.

En esta guerra, el PKK ha sabido adaptarse a los tiempos, ganar la batalla mediática, sobre todo desde que salvó a la yezidíes de una masacre dirigida por el Estado Islámico. En un principio su respuesta a las fuerzas del Estado era contundente, en consonancia con los preceptos de su líder, Abdullah Öcalan. En este grupo de objetivos estaban los korucu y, en algunos casos, sus familiares. No obstante, los líderes del PKK han pedido a los korucu que abandonen al Estado. Aseguran que no habrá represalias por los años de enemistad. Un antecedente que sustenta estas palabras puede ser el caso de Hizbullah, el grupo paramilitar desarticulado que hoy vive en paralelo al movimiento kurdo. Salvo en octubre de 2014, cuando las protestas por Kobane desencadenaron enfrentamientos mortales entre ambos bandos, las represalias se han guardado en el cajón de los olvidos. Pero los korucu, además de desconfiar, no pueden renegar ahora de su bando: no tienen otra opción en la vida una vez que el sustento tradicional, la ganadería y la agricultura, ha sido erradicado por la guerra. Por eso hoy tienen decenas de organizaciones que reclaman una solución duradera si algún día se lograra la paz: eso se traduce en trabajo para una región deprimida y reconciliación en una tierra acostumbrada a la venganza.

“El sistema parece dar sus frutos a corto plazo en términos militares, y quizás el Estado haya impedido un número de bajas más elevada. Sin embargo, a largo plazo significa un problema más para acabar con el conflicto y superar las consecuencias de la guerra. Una de las reglas para acabar con un conflicto armado es el desarme, que es el primer y más sencillo paso para la posterior desmovilización y reintegración. Los korucu significan lo contrario: se arma una parte de la población civil que se convierte en un grupo de autoridad local cuyos crímenes extrajudiciales muchas veces se ignoran. Bajo estas condiciones, sin desarmar a los korucu, no es realista soñar con el desarme y posterior desmovilización del PKK”, destaca Tugrul, quien aventura que la situación de los korucu será “uno de los mayores obstáculos para la paz”: “Una posibilidad es convertirlos en un cuerpo nacional de seguridad kurda bajo un sistema autonómico, como es la Ertzaintza en Euskal Herria. Pero hay una diferencia muy importante: si nos fijamos en las declaraciones del KCK (órgano de dirección de la guerrilla que aglutina, entre otras organizaciones, al PKK), que se podrían considerar como el texto constituyente de la autonomía kurda, las fuerzas armadas del PKK figuran como las unidades populares de protección. Y en una futura mesa de negociación, sobre todo teniendo en cuenta los acontecimientos en Rojava –la región kurda en Siria–, no creo que el PKK acepte la retirada total de su brazo de seguridad”.

Letrina en el interior de una de las cuevas del PKK en Koruköy.

Letrina en el interior de una de las cuevas del PKK en Koruköy.

Las cuevas

Estas dinámicas del conflicto han sido relatadas por diferentes personas relacionadas con el movimiento kurdo durante diferentes viajes a Kurdistán Norte, tal y como llaman los locales a esa tierra cuya soberanía es reconocida a Turquía. No es prudente usar sus nombres en algunos casos, aunque inciden en su apoyo al PKK y el temor a una nueva política de tierra quemada. Koruköy (Xerabe Bava en kurdo) quedó vacía durante meses en los años 90. Algunos de los que se fueron nunca regresaron: se quedaron en Nusaybin o emigraron al oeste de Anatolia. Cambien el nombre de las urbes y las dinámicas seguirán siendo las mismas: un cambio de vida, temporal o definitivo, impunidad, paramilitarismo, tierra quemada, toques de queda, escaramuzas en la calle. Una vida en la que nadie pisaba la calle cuando caía el sol. Este recuerdo sigue presente entre los kurdos, que observan con preocupación un conflicto que va más allá de Anatolia. Es Siria, Iraq, Irán. En definitiva, el Kurdistán.

Este año se cumplen 40 años de la fundación del PKK. Sus primeros ataques fueron en Eruh y Semdinli el 15 de agosto de 1984. Ese día se manifestó una guerra que aún continúa

Por el momento, el Estado turco no ha recuperado ese modus operandi de los años 90. No al menos en su expresión máxima, con paramilitares que dejaron centenares de asesinatos y desaparecidos en las regiones kurdas. Pese a ello, sigue activo un interminable bucle en el que la venganza se contagia y se alimenta con cada acción. Es la desmesura propia de un conflicto asimétrico en el que el PKK necesita al pueblo, en mitad de una lucha sin salida, para contrarrestar la superioridad tecnológica del Estado. Es su sustento, la clave que ha permitido continuar con esta guerra durante 40 años. Una lucha, que según Tugrul, no es sólo de liberación nacional, es también de clase social: “La primera chispa que desencadenó el éxito del PKK fue su lucha decidida contra los clanes tribales más poderosos como los Süleymanlar, a quienes derrotaron militarmente, o los Bucak, a quienes no llegaron a derrotar pero sí debilitaron dividiéndoles. Antes de lanzar su guerra contra el Estado, el PKK principalmente dirigió una fase de agitación y propaganda en el Kurdistán rural, ganando la confianza de un campesinado que había vivido toda su vida bajo la opresión de los señores feudales”.

En estas montañas, hasta que se rompió el último proceso de diálogo en julio de 2015, los militantes bebían té y charlaban con los habitantes a plena luz del día. Tenían incluso campos de entrenamiento y cementerios por Anatolia. Todos lo sabían; incluso el Estado. Ahora que la coyuntura bélica ha regresado, los militantes se dejan ver menos e intentan exponer al mínimo a los civiles que colaboran con ellos. Es ahí donde entran las cuevas, esenciales para la intendencia y los movimientos pero sobre todo para reducir el daño colateral de los simpatizantes que les ayudan en sus emboscadas. Algunas de estas cuevas están en laderas de montañas, alejadas de las aldeas, pero otras están a escasos 200 metros del centro urbano. En Koruköy hay al menos tres. Una fue destruida con una bomba que tiraron las fuerzas antiterroristas turcas durante las operaciones. Ahí fallecieron dos militantes arrinconados. Ahora no se ven más que las rocas superpuestas. Pero hay dos cuevas más, en perfecto estado, con las necesidades básicas para que los militantes puedan descansar, resistir un cerco y preparar nuevos ataques. Una tiene una puerta de entrada y la otra una letrina perfectamente sellada, evitando que el olor de las defecaciones se propague. Hay sacos de dormir, estanterías. El plástico delimita y cubre diferentes áreas; es importante para la humedad y la limpieza. En agosto de 2017 esta era la imagen que presencié, pero hoy todo sigue igual: las cuevas, el pueblo y los militantes.

Este año se cumplen 40 años de la fundación del PKK. Sus primeros ataques fueron en Eruh y Semdinli el 15 de agosto de 1984. Ese día se manifestó una guerra que aún continúa. Selahattin Demirtas, el antiguo líder del HDP que fue encarcelado hace más de dos años, aventuró en septiembre de 2015 que sin una solución dialogada dentro de cien años todo seguiría igual. Es decir, la guerra continuaría y los jóvenes seguirían yéndose a la montaña. Eso significa unirse al PKK, una forma de crear lazos de sangre entre la guerrilla y el pueblo. Con anterioridad, Erdogan reconoció que la guerra es fácil, no así la paz. En Turquía, pocos líderes se han atrevido a contradecir el camino más sencillo. Uno fue Turgut Özal, el líder islamista que falleció en extrañas circunstancias en 1993. El otro fue Recep Tayyip Erdogan, una ilusión marchita para el pueblo kurdo, que ya no cree más en él y se siente traicionado en sus propias montañas. 

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Autor >

Miguel Fernández Ibáñez

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