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El cante generacional de Rosalía

'El mal querer' comprende, no sabemos si intencionadamente, cómo se rebelan y cómo se expresan (nos expresamos) los jóvenes en las sociedades líquidas

Esteban Ordóñez 5/12/2018

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Los Ángeles, el primer disco de Rosalía, despertaba una emoción concéntrica: escucharlo es caer en una charca y ver cómo el agua replica tu caída con una placidez geométrica cada vez mayor. Era fácil llorar… El mal querer trabaja unas emociones totalmente distintas. No es más Rosalía la de un disco que la de otro, pero El mal querer (con la presencia incalculable de El Guincho) puede ser la célula madre de lo que el nombre de Rosalía irá significando. Intuyo que la mitosis será larga y llegará a superarla. No es una predicción, sino una posibilidad. Si mantiene el tirón, nacerán imitaciones, y habrá un día en que decir innovación en el flamenco será hablar de intentonas de emular la mixtura original de la catalana, igual que durante tantos años se han tocado (a veces con maestría, otras por pura inercia) los caminos que abrieron Paco de Lucía, Camarón o Enrique Morente. No los comparo: solo digo que el flamenco tiende a reducir a axioma lo que un día fue transgresión (los flamencólicos llevan inventando purezas –es decir: mintiendo– al menos desde el siglo XIX). Ese es el motivo por el que muchos miran a Rosalía como se mira a lo ilegítimo. Muchos, incluso, que celebraron otras renovaciones y se aterrorizaron con la idea de que prosperaran otras juventudes después de la suya.

Ese es el castigo mayor: Rosalía es una artista generacional. Este artículo no aborda tanto el hecho musical (de eso ya han hablado, y muy bien, Fernando Navarro, José Manuel Gómez Gufi o Jaime Altozano) como su potencial comunicativo y su significación. Serán tentativas, intuiciones de una lente atrofiada y personal, como todas; es necesario reconocerlo desde el principio.

Rosalía es cante itinerante: asomos marcheneros, badenes caracoleros, pero también vientos de La Paquera, de Fernanda de Utrera... Asume aquellas porciones de cante que eran más narrativas y melódicas que rugidoras, y, cuando adopta alguna de estas últimas, sobre todo en El mal querer (un disco con más compás que Los Ángeles), lo hace para ablandarlas. Hay un porqué, y quizá sea uno de los grandes motivos de su éxito.

Los Ángeles, su primer disco, empieza con una niña que se tropieza mientras lee unos versos que exceden el dominio de la infancia: hablan de puñaladas. Lee sumisa, apurada, trata de obedecer a las palabras letra por letra; está aprendiendo. Quizá haya un mensaje implícito: el flamenco se estudia, la sangre y la herencia son una mística que oculta (y simplifica) esa bella mezcla de trabajo y amor familiar y acompañamiento. Ese mismo tema (Si tú supieras, compañero) termina con una cuerda frotada, maltratada por el puro placer de estirar la voz del nailon y buscar su límite, un juego nada nuevo que recuerda al Live at Pompeii de Pink Floyd, con ese David Gilmour sentadito en el suelo como un australopithecus, probando la arruga amplificada de las cuerdas. Nada nuevo (“está todo inventado”, Rosalía lo ha reconocido alguna vez), pero era necesario para comunicar una intención: la reivindicación del cante y la necesidad de jugar con él con la conciencia de estar por debajo de la letra, de que aprender es siempre no alcanzar.

 

Ningún fenómeno brota por generación espontánea. Lo innato, las emanaciones mágicas son siempre una trampa de los cronistas con prisa. El estilo de voz de Rosalía (la necesidad de su aparición) llevaba tiempo gestándose. Ella ha tocando una tecla nueva y oportuna de algo que ya existía: una tecla que no es de calidad vocal o anchura, sino de carácter. Hay dos artistas, únicas, grandísimas, que pulsan el flamenco con un estilo que empasta con los tiempos: Rocío Márquez y Silvia Pérez Cruz. Una, Márquez, desde una médula pura. Otra, Pérez Cruz, desde la canción popular, pero con un espíritu vegetal y flamenco. Ambas, claras, largas, luminosas.

Pérez Cruz grabó junto a Las Migas uno de los discos más bellos de su década. Era un trabajo artesanal con letras frágiles como hilos. Ellas dirigieron el nombre de La Repompa a los gentiles; Rosalía rinde tributo a la malagueña en Di mi nombre. Pérez Cruz se aproximó al flamenco, lo acarició y ofreció una lectura nueva. Rocío Márquez acudió a Pepe Marchena y a las malagueñas, las mineras, los fandangos, palos de ida y vuelta… y se ha desenvuelto en ellos haciendo virtud de la suavidad, dejando de lado el éxtasis rasgado que ha dominado tantos años en el flamenco, muchas veces por mímesis más que por sentido artístico.

Tanto Márquez como Pérez Cruz ofrecieron visiones íntimas, introspecciones artísticas, individuales. La belleza es escucharlas y sentir su proximidad, verlas cultivando su propia miel y comunicándola. Son un hecho artístico genuino. Rosalía es también intimidad, pero intimidad compartida. De nuevo: generación.

Alrededor de las tres artistas ha orbitado la intuición de Raül Refree en algún momento. El sonido de su guitarra es esquelético y minimalista. Parece pobre, antiflamenco en un principio (se le criticó por ello): tenemos el oído hecho al éxtasis de las seis cuerdas. La calidad técnica y armónica de la guitarra flamenca ha alcanzado extremos inimaginables. Habituarse a la plenitud es maravilloso, pero también limita la posibilidad de la sorpresa. La interpretación de Refree junto a Rosalía aportó la desnudez necesaria para que la cantaora declarara sus intenciones.

Este fue el manifiesto vocal al que asistí en Los Ángeles, cuando oí Catalina por primera vez: una lírica ambiciosa, pero ejecutada por un pulmón rosa y quebradizo; era la aparición, de pronto, en algunos descensos de la melodía, de la licra agotada y lánguida de lo urbano actual (lo indie, lo trap); era la voz de las personalidades líquidas de nuestra generación; la palabra que tan rápido se encrespa para convencerse a sí misma como se remansa y duda y se culpa, pero se culpa sin autoflagelarse ni exaltarse; se culpa, simplemente, dejándose allanar por el silencio. 

Cuando Enrique Morente lanzó Omega fue generación. Entonces, el grito, la serrería de las púas en el acero y los amplificadores llenos de grava expresaban los achaques de una sociedad industrial moribunda. Quizá el Omega fue uno de los últimos gritos procedentes, un llamado a una forma de rebelión que nunca debimos perder: la rebelión rabiosa, invasiva; la que da miedo. Sería irónico que en España fuera el flamenco el que cerró la historia del rock duro y cabreado –aunque esto tal vez sea más una licencia periodística que una realidad. 

Ese grito, esa posibilidad lírica de violencia, se fue desarmando y deslegitimando. Esa rebelión se ha sustituido hoy por la ironía, que es un recurso que no amenaza ni agrede, sino que se repliega. Para no liarnos: la ironía es una confirmación de independencia e individualidad, una táctica de tierra quemada. El mal querer comprende, no sabemos si intencionadamente, cómo se rebelan y cómo se expresan (nos expresamos) las nuevas generaciones.

No hablo de la historia que se narra en cada capítulo, sino de la forma de contarla-cantarla, que es un ser vivo con entidad propia. Hay inseguridad, identidad cambiante, contradictoria. Las demostraciones de fuerza no son creíbles porque no deben serlo, porque ya nunca lo son.

La fusión con recursos de la música electrónica y urbana recrea una forma de existir. La tecnología rodea la voz de Rosalía, pero no la eclipsa ni la transforma totalmente, es sutil, solo la acompaña y la seduce y la contagia a veces y la filtra a través del efecto autotune. Es una relación con el sonido y la instrumentación que refleja el modo de construir nuestra identidad a través de las redes sociales, y es, a la vez, una forma de conceptualizar lo musical poco frecuente en el flamenco.

Los videoclips incluyen también esa representación a través del eco de las bailarinas. En Malamente, cuando la letra vuelve la mirada hacia la protagonista, hacia su aspecto y su voluntad (“... voy a salir para la calle / En la manita los aros brillando/ en mi piel los corales/ … no voy a perder un minuto en volver a pensarte”), las bailarinas bombean a su lado corroborando su actitud, implicándose en ella. En Pienso en tu mirá sucede algo semejante, los dedos extendidos de las bailarinas crean un aura que rodea la cara de Rosalía: es una idea de santidad, de nuevo, desnuda, construida por la reverberación que generamos en los demás. El baile y la gestualidad en Di mi nombre se ven fragmentados, desposeídos de un sentido lineal; parecen hechos para la foto. Hay, además, una evolución escénica contradictoria: conforme la tragedia avanza, vídeo tras vídeo, crecen el barroquismo y la pomposidad. El dolor tiene un correlato de exhibicionismo impotente.

Rosalía ha fusionado músicas, pero la mixtura no es un fin en sí mismo, no aseguraría que intenta ofrecer un surtido intelectual que la legitime o la prestigie. Eso, cuando se hace, se nota. Con las mil polémicas brotadas en cada avance de El mal querer, se ha esgrimido una defensa que surge siempre, con buena fe, cada vez que algún autor introduce elementos profanos en el flamenco: servirá para que el público entre más en el flamenco. Probablemente suceda, pero es un reduccionismo valorar así una obra y supone aceptar la idea de que toda creación flamenca debe abrigar partículas de corporativismo. Insistir en ello en exceso no engrandece este arte, al revés, lo hace parecer enfermo, y el vigor del flamenco no está en duda.

De hecho, ¿y si ocurre lo contrario? ¿Y si Rosalía, pretendiéndolo o no, al emplear lenguaje del flamenco (que todos, en mayor o menor medida, llevamos en el ADN y reconocemos como sonido familiar) está consiguiendo hacer comprensible la identidad de su generación? No es solo una artista joven recibiendo oleadas de interés y trascendiendo a escala internacional. Lo logra, además, abanderando (y dignificando) aspectos que se han usado para menospreciar y ridiculizar a los más jóvenes. Es cierto que hablar de generación es vago; las generaciones no son uniformes. Pero hay un elemento innegable. Además de todos los aspectos de personalidad y formas de expresión, Rosalía puede hacer que el chonismo o el poligonerismo (términos que son en sí es peyorativos, pero son los que se entienden) se tome en serio, y eso puede significar que mucha gente empiece a empatizar con la realidad social que rodea el -ismo.

Lo que diferencia la música generacional de muchas músicas de juventud que pretenden transgredir (como el trap) es que la segunda compone un relato ensimismado, se guetiza a sí misma, finge que el ecosistema adolescente se autoabastece y reniega del contacto más allá de sus fronteras, mientras que la música generacional afirma su naturaleza joven siendo permeable, y empapando.

Será, probablemente, una empatía superficial e incontrolable. La seducción artística de Rosalía para los ajenos al flamenco tiene mucha relación con el exotismo. Todo exotismo es una simplificación –no niego que pueda caer en ello en algún momento. Ese es el origen (ese y la estrechez de miras de la policía de la ofensa) de una parte de las críticas que sufrieron los videoclips y las canciones de la cantaora. Hablar de apropiación cultural es negar el potencial de absorción y de creación que ha existido siempre en el flamenco. Es cierto, no obstante, que los videos de CANADA están plagados de clichés, pero se muestran con ambigüedad. Resulta difícil determinar si se vende caricatura marketiniana o una crítica a esa caricatura. El nazareno-skater-faquir puede ser tanto un pastiche como un cuestionamiento de cómo la religión nos obliga a jugar con el dolor. Han enhebrado bien la incertidumbre para cada uno interprete lo que quiera interpretar. Ocurre lo mismo con los toros y la imaginería religiosa.

El mal querer es uno de los discos más analizados de las últimas décadas. Rosalía está tocando el cielo del reconocimiento internacional, y eso es una proeza y un riesgo. Es pronto todavía para hablar de revolución, hace falta continuidad, fuego lento. Hoy vivimos con sed de giros imprevistos. Hoy hablar de revolución tiene menos sentido que nunca. Abrazamos tan fuerte los fenómenos, los elevamos tan rápido a la estratosfera que los quemamos prematuramente. Solo la intuición musical de la artista y su honestidad con su propia realidad pueden ayudarle a aliviar el peso del éxito. Revolución, hoy, es desoír el ruido, sentarse, respirar y hacer música. 

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Autor >

Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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3 comentario(s)

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  1. tolegarpio

    gitanoflamencomenos, debo aceptar que tu comentario también me gusta. Cuando uno no sabe de algo, lo mejor es abstenerse. Por eso creo que no debo opinar. Ni a favor, ni encontra.

    Hace 4 años 4 meses

  2. gitanonoflamencomenos

    ¿Magnífico texto? A mi me parece contradictorio y espantoso, rayando la pedofilia de cine de barrio, o cuanto menos del primer choni de España que ya nos ha salido con "Yo debería haberme enamorado de tu madre"Bertin Osborne si se lo dedica a Rosalía es una revolución. Si no es la historia de una muchacha producto del marketing, es cierto que Joselito y Marisol se aliaron a los comunistas cubanos, pero eso, es otra historia.

    Hace 5 años 4 meses

  3. tolegarpio

    Magnífico texto. No entiendo de flamenco, pero me ha parecido de una lucidez excepcional. He aprendido un montón.

    Hace 5 años 4 meses

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