Entré en la universidad en el año 2009. La lucha contra el famoso Proceso de Bolonia se debatía entre estertores y las aguas parecían bajar más tranquilas. Puro espejismo. La política educativa del gobierno del Partido Popular provocó que mis cinco años de licenciatura discurriesen en el fragor de la época más tumultuosa, de mayor actividad política, de la historia reciente de la academia española. Armados con nuestro keynesianismo inveterado, los estudiantes plantábamos batalla entonces por lo público, reclamando "Fuera empresas de la universidad" y apostillando que "La educación del pueblo no se vende, se defiende". Éramos unos inconscientes, sí, pero inmensamente felices en nuestra inconsciencia. Nos considerábamos el parapeto humano contra la "mercantilización" de la "academia" y de la "ciencia pública”, y estábamos determinados a llevar hasta el final nuestra propia fantasía posbélica. Grandes debían ser la miopía y la cerrazón que nos aquejaban puesto que, creyendo haber desalojado al capital de las aulas, no advertimos que éste se había colado ya hasta los laboratorios.

Patentes, contratos know-how o servicios de consultoría y asesoramiento testimonian que la transformación de la estructura de financiación de la ciencia ha alcanzado a las instituciones científicas públicas del Estado español. Y el avance de este proceso histórico no se va a detener por más encendidos que sean los llamamientos a que el Estado gaste más en I+D (perdón, que "invierta"). Pináculo del cambio de paradigma son las denominadas empresas spin-off académicas, la pesadilla de todos aquellos que gustan de refrescarse en el abrevadero ideológico de lo público. Son éstas una llamada de atención sobre la misma universidad pública que el movimiento estudiantil pretende defender contra cualquier afrenta; una invitación a cuestionar y replantearse todo aquello por lo que estudiantes, profesores o investigadores, lucharon y continúan pugnando.

También conocidas como EBT (Empresas de Base Tecnológica), las empresas spin-off llevan al paroxismo la "mercantilización" de la "ciencia pública", la subsunción del trabajo científico al capital y la apropiación privada del conocimiento que aquel produce. Son alumbradas en el seno mismo de los Centros Públicos de Investigación, a fin de explotar económicamente los resultados de investigación que presenten cierto potencial comercial. Pero el beneficio no recala en la institución, sino en los bolsillos de los científicos que las lanzan; científicos que han obtenido el conocimiento o las competencias comercializados en el desempeño de su labor y movilizando los recursos sufragados por el erario, no se olvide. Pero para que el proceso se complete, resulta indispensable que la propiedad sobre esos resultados se transfiera desde la universidad u OPI (Organismo Público de Investigación) a la spin-off, vía licenciamiento de patentes, contratos de propiedad industrial o alguna modalidad similar. Ante las exigencias que imponen las convocatorias de ayudas a proyectos o los contratos-programa de financiación, los Centros Públicos de Investigación externalizan la explotación económica del conocimiento y de sus propios recursos. Y así es cómo las EBT ponen el dinero público al servicio del lucro privado.

Este expolio (¿cabe otra denominación?) cuenta con el beneplácito de la política científica y la actitud proactiva de universidades y OPI, que, lejos de mostrar renuencia, ponen a disposición de los científicos "con vocación emprendedora" recursos del más diverso tipo, desde los servicios de las Oficinas de Transferencia de los Resultados de Investigación (OTRI) hasta los "capitales-semilla". El alma mater de una EBT acompaña a su retoño desde el momento de su gestación hasta su consolidación empresarial, y no escatima en recursos para hacer de estas primeras etapas de su vida una grata experiencia. ¿Qué obtiene la "ciencia pública" a cambio? No es amor ni agradecimiento. De hecho, no es nada. Ya la misma Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) se lamentaba en 2015 de que los retornos de las spin-off son "insignificantes".

En la fe de quienes creen en lo público, existe también una Santísima Trinidad en la que todo encuentra sentido, incluida la proliferación de empresas spin-off. La terna argumental se compone de: a) los recortes en gasto público ("¡inversión!") en las partidas de I+D; b) la inepcia o iniquidad de los gobernantes; c) el neoliberalismo, expresión sincrética y formulación radical (radicalmente keynesiana) de los dos argumentos anteriores. Es cierto que la retracción de recursos para ciencia movilizados por el Estado constituye un requisito indispensable para auspiciar la transformación de su modelo de financiación en su conjunto, pero el argumento de la búsqueda de ingresos alternativos no se sostiene en el caso de las EBT. Por ejemplo, es improbable que la European Space Agency (Agencia Espacial Europea) tenga problemas de tesorería, y, sin embargo, cuenta por varios centenares las spin-off que rentabilizan la aplicación terrestre de sus tecnologías espaciales. Además, si los Centros Públicos de Investigación tuviesen algún afán de recuperar el dinero gastado en sus EBT, no fijarían pírricos retornos del 5% sobre los ingresos brutos anuales de estas, como ocurre en el caso de una de las instituciones más prolíficas en tales lides de España, la Universidad de Granada.

En general, para analizar el proceso de "mercantilización" de la "ciencia pública" se pone por delante la contingencia para evitar encarar el problema en tanto que desarrollo histórico; las voluntades prevalecen sobre las necesidades, y la historia de la transformación del modelo de financiación de la ciencia se escribe como abigarrado compendio de intereses espurios, perfidias, luchas equívocas, advertencias tardías, errores e innecesario sufrimiento. El permanente llamamiento a que haya "más Estado" no enmascara que, por esta vía, poco puede explicarse y menos aún hacerse. Los trabajadores científicos nos encontramos, así, desarmados frente a la acción ciega de unas leyes que no alcanzamos a reconocer y que no podemos dominar. El argumento de lo público resulta políticamente inoperante, dado que es el mismo Estado el que está favoreciendo la penetración del capital en la esfera de la producción científica, antaño dominio exclusivo suyo. Más aún. Si algo ponen de manifiesto las empresas spin-off académicas, es que el Estado sirve para favorecer la extensión de las relaciones sociales de producción capitalistas, no para obstruirlas; que el dinero de los contribuyentes se moviliza para incentivar la inversión privada, no para suplantarla. Los límites históricos de lo público se hallan perfectamente delineados por los intereses del capital.

Cuando el movimiento estudiantil se batía el cobre contra el gobierno de Rajoy y sus recortes, creíamos que, para "cambiarlo todo" y defender "lo nuestro", nos bastaría con "ponerle más empeño". Y no. El voluntarismo no puede suplir permanentemente la falta de programa u horizonte políticos. Los trabajadores científicos hemos de cuidarnos de no tropezar ahora en las mismas piedras del camino que entonces hollamos, cuando éramos estudiantes. Para desalojar al capital de las instituciones científicas, necesitamos certezas, no ilusiones. La experiencia nos brinda la certidumbre de que el Estado no pondrá coto a la proliferación de empresas spin-off y a la subsunción del trabajo científico al capital que éstas traen consigo. Y todo lo demás es pura quimera.