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Sopa de cebolla para Miguel

¿Qué queda del poeta y dramaturgo? Todo. En sus versos de batalla o los de amor, aún en los más barrocos y rimados, sigue oliendo el rocío dulce de la ternura

Ramón J. Soria 29/03/2019

<p>Retrato de Miguel Hernández durante su estancia en la prisión en Madrid, a los pocos días de conocer su sentencia de muerte.</p>

Retrato de Miguel Hernández durante su estancia en la prisión en Madrid, a los pocos días de conocer su sentencia de muerte.

Antonio Buero Vallejo

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Preparaba una sopa de cebolla de lujo. Entonces aspiraba a ser sublime sin interrupción cuando el amor y el tiempo en libertad iban de la mano. Acababa de volver de París y estaba aún deslumbrado por una sopa que el gran Bocuse había puesto de moda hacía algún tiempo, la Sopa Valéry Giscard d'Estaing o Sopa de trufas Elyseé. 1975. Tenía cebollas tiernas y una gran trufa negra, ganas de deslumbrarte y hambre de siesta en compañía.

¡Hoy hace setenta años!, me dijiste. No presté atención a la vaga efemérides, solo a tu belleza de recién levantada, al olor a café y a la preparación de todas las viandas para mi lujosa sopa. Fuiste a una de las librerías y sacaste el pequeño libro desgastado para leerme otra receta de otra sopa de cebolla bien distinta. La que yo estaba haciendo era fruto del lujo y del poder, de ingredientes caprichosos y un refinado capricho. La que tu me leías en ese momento era invención del hambre, tal vez del hambre silenciosa y rabiosa de generaciones de hombres y de mujeres del sur que no habían tenido muchas veces para comer más que pan y cebolla. La primera tenía la suave belleza del hojaldre caliente que esconde la cucharada colmada de golosinas, al segunda la belleza invencible del amor de un padre que está lejos y sufre.  

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchaba de azúcar,
cebolla y hambre. 

Un padre encarcelado, aún perplejo, humillado, indeciso, ignorante todavía de lo que vendrá después, de la tristeza más indecible, del dolor más agudo, físico y mortal, de la desesperación de saberse vencido y derrotado para siempre, porque la vida no tiene posteridad y sí un frágil presente para quien ha visto tantas vidas partidas. 1939, cárcel de Torrijos. No hay papel. Su mujer le escribe que en casa solo tiene cebolla y pan para comer y para dar al hijo. Él escribe entonces esta receta con un lápiz en trozos de papel higiénico. Ya sabemos la historia del poeta. No la voy a contar aquí. Hay muchos libros con todos los detalles. Está el durísimo retrato agonizante o muerto ya, pintado por su compañero Buero Vallejo en 1942, en el reformatorio de Adultos de Alicante. Y antes las traiciones de los que él creía que eran sus amigos. Y antes su regreso a Orihuela tras la guerra pensando que, acabado el horror, llegaría la paz. Y después su torpe huida a la frontera portuguesa, su primera prisión, la azarosa puesta en libertad, su nuevo procesamiento, la condena a muerte. Y luego la enfermedad, la agonía de semanas, tuberculosis, bronquitis, tifus, venganza, dolor, tanto dolor, la agonía como forma de tortura a él, a su familia. Sobre todo dolor de padre y de enamorado al tener la absoluta certeza de que ella y el hijo se quedarían solos en un país gobernado por tantos animales, tantos años.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso. 

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte,
bata el espacio.

Sin embargo en esta receta, en esta nana, Miguel solo nombra la felicidad, porque con cebolla y pan antes que Josefina hicieron muchas cocineras pobres guisos ricos y reconfortantes. Leías despacio. Tu voz sonaba frágil al principio, rodeada de cerezos en flor y fresco de mañana. Detrás de la belleza delicada y sencilla de los versos se escondía la más atroz posguerra, la siniestra inquina del franquismo para con los vencidos, su deseo de borrar cualquier rastro de progreso, de aniquilarlo todo. Sabes que el último libro de Miguel, “el hombre acecha”, aún sin encuadernar, fue “depurado” es decir, destruido por una comisión presidida por un filólogo que no voy a nombrar para no llenarlo de importancia, por azar o fortuna se salvaron dos copias y el libro se pudo editar muchos años después, ya en democracia. Y este libro que tienes en las manos, “cancionero y romancero de ausencias”, será escrito en esa primera cárcel en unas condiciones de insalubridad, miseria y frío inimaginables. Sin embargo la nana, la receta, esta escrita en seguidillas, como quien canta lo primero que le sale del corazón sin pensar mucho. En tu voz sonaban sus palabras como brisa caliente y alegría de abrazo deseado.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol,
porvenir de mis huesos
y de mi amor.

Han pasado siete años y aún me acuerdo. Me acuerdo cada 28 de marzo que ese día hice las dos sopas, la sopa de los ricos y de los pobres, la sopa de Paul y de Miguel, Tenía y tengo la certeza que gracias a los versos de Miguel, a su generosidad y a su vida derrochada en luchar por un país mejor, más moderno y más justo, estaba ahí esa mañana cocinando sin miedo una sopa de lujo y también cocinando una sopa humilde gracias a su receta-nana y a la memoria de tantos que nunca han olvidado y han escrito, han recordado, han denunciado, han dicho y aún buscan los huesos de los que amaron. La receta de aquellas que cocinaron durante generaciones con casi nada y lograron inventar comidas muy ricas con ingredientes tan pobres.

La receta en la que están pensando Miguel y Josefina es muy sencilla. Se pica una cebolla grande (en brunoise, diría Paul) y se sofríe en aceite de oliva, cuando está blanda de añade un diente de ajo y se deja que se caramelice o dore a fuego lento. Se pone media cucharadita de pimentón dulce, se remueve unos segundos para que se fría pero que no se queme y se añade un litro de caldo de pollo o de verduras. Es muy frecuente, sobre todo en Extremadura, que el caldo se haga con un hervido de verduras corrientes: un trozo de col, otra cebolla, un puerro y unos espárragos de campo que dan un fondo amargo al dulzor de la sopa. Se deja hervir el caldo, probamos, rectificamos la sal y colamos. Se preparan a parte, en la sopera, finas láminas de pan asentado. Se vierte el caldo sobre ese pan y se sirve al momento la sopa bien caliente. Hay muchas diferencias por pueblos, comarcas o regiones de esta sopa pero su base es siempre la misma: cebolla dorada en aceite, agua y pan duro. Se puede dorar por encima esta sopa metiéndola al horno fuerte quince minutos.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
y el niño como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

¿Qué pensaría Miguel Hernández de este tiempo de hoy y de esta sopa de Bocuse tan derrochona? Te pregunté. ¡En el restaurante de Lyon esta sopa costaba ochenta y cinco euros pero hacerla yo hoy apenas me costará veinte! Tardaste mucho tiempo en contestar. Leíste en voz alta otros poemas mientras yo seguía cocinando las dos sopas. Tu voz sonaba muy segura, llena de la libertad y la belleza, la lucidez y la energía de quien entiende con orgullo de sureña que Miguel Hernández, su memoria, sus versos y su risa estaban hoy muy vivos y presentes, en cambio los nombres de todos los demás, gentuza ruin, habían sido borrados por el viento del pueblo y de la historia. ¡Le gustaría la sopa!, rompería con curiosidad el hojaldre y metería con hambre y gusto la cuchara, diría que, a pesar de ser hombre, ¡no eres tan mal cocinero!

Doro seis alitas de pollo a horno fuerte unos tres cuartos de hora. Sofrío en buena mantequilla un puerro, una zanahoria y una cebolla grande bien picada y cuando están doradas las verduras añado las alitas, un cuarto de gallina, dos carcasas de pollo, dos muslos de pollo, dos litros de agua y cuezo a fuego lento durante dos horas. Voy desgrasando el caldo y al final los cuelo bien con un colador de tela para que el caldo quede dorado y transparente. Vuelve la olla al caldo, cuezo durante dos horas y espero a que se reduzca a la mitad.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

A parte sofrío en buena mantequilla, en una sartén, cortado todo en dados pequeños, media cebolla tierna, medio apio sin hilos, unas setas de temporada y una zanahoria. Añado algo de sal y rehogo cinco minutos. Corto en dados pequeños la carne de los muslos de pollo limpia de ternillas y piel e igual cantidad de foie micuit. Rallo unos treinta gramos de la trufa negra dentro de cada soperilla individual. Añado una cucharada de dados de foie, otra de las verduras y otra de carne de pollo. Relleno de caldo, cubro con un círculo de hojaldre cada sopera sellando bien el borde, barnizo con huevo batido y horneo a 220 grados durante quince o veinte minutos. Comimos de primero la sopa de Miguel y de segundo la de Paul. Brindando por la vida y su memoria. 

Hoy, otro 28 de marzo, he vuelto a hacer las dos sopas en su honor ¿Qué queda de aquellos orgullosos miserables que hicieron del poder carroña y que persiguieron, encarcelaron y dejaron morir a Miguel Hernández? Nada, ni siquiera desprecio. ¿Y qué queda de Miguel Hernández? Todo. En sus versos de batalla o los de amor, aún en los más barrocos y rimados, sigue oliendo el rocío dulce de la ternura. Sus palabras saben en la boca con la intensidad del pan recién hecho, del beso del hijo o una sopa oscura y dorada de cebolla cuando hay hambre. Y hoy, en el día que fue de tu muerte, no van a ganar de nuevo ellos, Miguel, no ganarán, no pasarán.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

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Autor >

Ramón J. Soria

Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.

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