EDITORIAL
Las Cloacas: un escándalo de Estado
ctxt 16/04/2019

Plus Cloaca.
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Durante el último cuarto del siglo XX, los monarcas y presidentes españoles realizaron un inagotable Tour de la Transición Modélica por Parlamentos, sedes del gobierno e instituciones internacionales de todo el mundo. Las democracias consolidadas les daban palmadas de bienvenida en la espalda, y las que no lo eran les preguntaban entre la envidia y la esperanza cómo habían conseguido superar el franquismo de forma pacífica y sin derramamientos de sangre (aunque los hubo, y bastantes). O eso al menos era lo que se contaba. Pero la Transición Modelo resultó ser como aquellas aldeas de decorado que el príncipe Potemkin levantaba al paso de la zarina Catalina la Grande para ocultarle la fea realidad.
El andamiaje institucional que se erigió sobre lo que había sido el edificio jurídico del estado corporativo autoritario superaría, y supera, cualquier auditoría en cuestiones de democracia formal, por estricta que sea. Sin embargo, como señalaba el que debería ser el santo patrón del periodismo independiente, Karl Kraus, aparentar tiene más letras que ser.
Como suele ser habitual en este tipo de transmutaciones, el empresariado la atravesó incólume. Lo hicieron tanto los viejos capitanes de industria como los que se habían hecho ricos con los favores del franquismo. O aquellos como José María Cuevas (el más conocido y duradero presidente de la patronal), el marqués Juan Miguel Villar Mir (presidente de OHL y exministro de Hacienda), el editor José Manuel Lara (ex legionario y fundador del Grupo Planeta), y Florentino Pérez (presidente de ACS y del Real Madrid), que llegaron a máximos referentes de la dirigencia saltando en el momento oportuno de la nave en apuros de lo público para pilotar los barcos de la gran flota del libre mercado. De la misma forma, los consejos de administración de las grandes sociedades acogieron como náufragos a los ministros franquistas que renunciaron a seguir en política.
El proceso de consolidación de las mafias es similar en todas partes: primero se compra a los políticos y a los policías, después a los jueces, y al final, como todo el mundo quiere tener buena imagen, a los periodistas
Ya es más raro que cruzasen el puente entre dos regímenes sin mojarse la toga aquellos que pasaron de aplicar las leyes ilegítimas de una dictadura a las democráticas. La gran mayoría de los jueces del Tribunal de Orden Público, por ejemplo, un tribunal extraterritorial cuyas funciones quedan claras en su denominación, pasaron a la Audiencia Nacional (otro tribunal “especializado”) o al Tribunal Supremo. Y por supuesto, tampoco fue depurada la policía. Incluso los torturadores públicamente conocidos fueron ascendidos y condecorados. Es cierto que varios países europeos no fueron precisamente ejemplares en su lucha contra los grupos armados. Ni el Reino Unido contra las distintas facciones del IRA, ni la Alemania Federal con la Baader-Meinhoff ni Italia con las Brigadas Rojas. Pero los GAL puestos en marcha por el Gobierno español debieron ser los únicos que, además de 26 muertos pertenecientes (o no) a ETA, incluyeron en su hoja de servicios a la patria gastarse los fondos de reptiles en casinos o pavonearse en los platós de televisión. Y todo para que acabara sentada en el banquillo o en la cárcel media cúpula de la lucha antiterrorista, con el ministro a la cabeza. Y hasta ahí pudimos leer.
En ese tránsito fluido de lo público a lo privado y viceversa que caracteriza a nuestra clase dirigente, algunos condecorados y condenados fueron montando sus propios negocios con absoluta impunidad, o ingresando en las grandes empresas privadas como responsables de seguridad, u ofreciendo sus servicios como tales. Aparte de sus conocimientos profesionales, de los contactos que conservaban entre periodistas y compañeros en activo, aprovechaban la circunstancia de que en España, en los buenos y viejos tiempos, prácticamente estaba fichado todo el mundo, legal o ilegalmente, y los archivos no fueron depurados, pero tampoco conservados. Este posible e impagable background engordó con la amplísima información que cualquier empresa tiene de sus clientes.
Todo ese know how estaba antes al servicio de la lucha contra el terrorismo. Cuando éste terminó –y no precisamente gracias a él–, alguien, o muchos, consideraron que era una lástima deshacerse de una herramienta tan útil. Y tan versátil: resultó valer tanto para espiar y desacreditar líderes y opciones políticas democráticas como para desbaratar operaciones mercantiles o financieras perfectamente lícitas. El proceso de consolidación de las mafias es similar en todas partes: primero se compra a los políticos y a los policías, después a los jueces, y al final, como todo el mundo quiere tener buena imagen, a los periodistas.
Aquí se ha dado todo a la vez. Grupos de policías, en activo o no, que se alquilan al mejor postor. Adalides de la libertad de mercado que los contratan para que sean la verdadera mano invisible. Políticos que usan esos servicios, siendo conscientes –y peor si no lo son– de que son ilegales e inadmisibles en democracia. Jueces y fiscales que son testigos de esas prácticas, y las consienten, e instruyen con esos y otros mimbres de dudoso origen sumarios cuando menos difíciles de entender –y de explicar– y no precisamente por su complejidad.
Del franquismo que cerraba periódicos o incluso los volaba, hemos pasado a gobiernos de todo tipo que modelan a su gusto y conveniencia el mapa mediático empresarial como si fuese de plastilina
Todo esto no sería posible, o no sería posible ocultarlo, sin la colaboración, por acción u omisión, desde el silencio o la algarabía, de los medios de comunicación. Del franquismo que cerraba periódicos o incluso los volaba, hemos pasado a gobiernos de todo tipo que modelan a su gusto y conveniencia el mapa mediático empresarial como si fuese de plastilina. Y de ahí, ahora, a los medios, o algo así, creados desde las mismas cloacas que actúan como su brazo secular y financiados con publicidad institucional, es decir con dinero público. Y por supuesto, a los periodistas, o similares, alimentados por los dosieres de las alcantarillas, que dan publicidad y teórica legitimidad a esos intereses espurios. Unos a cara descubierta y otros, como en la novela de Chesterton El hombre que fue Jueves, siendo a la vez la cúpula de la organización revolucionaria y los dirigentes de la policía que los persigue.
Han pasado más de cuarenta años desde que le dimos un repaso de chapa y pintura al país, y renovamos la caja de cambios y al chófer, para hacernos la ilusión de que teníamos uno nuevo. Pero ya es hora de asumir que los ruidos que escuchamos no se arreglan con demostraciones/exigencias de fidelidad a la marca, o simplemente cambiando de conductor. Por mucho que se haya hecho, un país no se debe regir desde los despachos con olor a cloaca ni desde los palcos donde confluyen los intereses privados con los públicos. Aunque un destacado miembro de un gobierno de España dijese en su día que Montesquieu –sus ideas, se entiende– había muerto, la separación de poderes sigue siendo quizá la prueba más clara para distinguir a una democracia de algo que externamente se le parece. Y de eso, entre otros problemas reales, es de lo que se debería debatir en esta campaña electoral. Al menos esa es nuestra opinión, aunque sepamos que “cada vez que una voz libre intenta decir, sin más pretensiones, lo que piensa, un ejército de perros de presa de todo pelaje y color ladra furiosamente para tapar su eco”. Lo escribió Albert Camus en Combat, el 20 de abril de 1947, en medio de otra Transición.
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