3. Escenas de la feria ganadera
CRÓNICA DE LA GRAN DEGOLLINA: LA TABASKI EN GUET N'DAR
Alain-Paul Mallard 31/07/2019
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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Tercera de diez entregas.
Si bien las relaciones entre los ganaderos bereberes y sus pastores negros parecen algo opacas, pronto resulta claro, en la improvisada feria ganadera de Saint-Louis, quién manda y quién obedece —lo cual algo refleja de las relaciones sociales en la vecina Mauritana. Los ganaderos, de turbante y suelto ropón, traen los rebaños desde la frontera mauritana. Una arboleda regala de sombra las murallas del antiguo cementerio colonial. Ahí los ofrecen. Ahí, en las semanas previas a la Tabaski, se vive y se comercia. Estamos al otro lado del río, en un barrio de tierra firme llamado Sor.
Un cordero de pocas carnes, de unos nueve meses, roza los 50 000 Francos CFA. Un carnero de raza, monumental deidad asiria de espiralados cuernos, puede costar hasta 550 000. ¿Qué es el dinero ante el fervor? Entre más caro el animal, más ostensible resulta el amor a Dios y mejor exhibe, quien lo sacrifica, su bonanza económica... Un salario mensual promedio (el de un taxista, pongamos) es de unos 60 000 Francos CFA [al tipo de cambio del 2012, unos 90 €]. Pero en el mercado de animales los precios son volátiles, altamente especulativos. Todo en el África Occidental se negocia, se regatea, no pocas veces con vistosos berrinches y aspavientos: es una manera histriónica, ritualizada —intimidante para un extranjero extraviado— de comunicar, de mostrar que de parte y otra se está dispuesto a conciliar voluntades. Ello viene, claro, del antiguo trueque. Aunque se intercambien fajos de cansados billetes, lo que se hace es trocar, y el valor del dinero (que en su definición aspira a ser constante) es aquí fluctuante y relativo.
Los medrosos animales son, en su mayoría, corderos raza Ladoum (la más diseminada y apreciada en Senegal), Touabir y Poulfuli, borregos moros todos, de pelaje raso. Y sí, con el clima abrasador del Sahel, la lana resulta estorbosa. Son cientos de rebaños fluidos de un par de docenas de cabezas. El instinto gregario de la especie ayuda, no poco, a mitigar el caos: las asustadizas bestias de una misma grey se apelotonan bajo algún flamboyán. Los pastores evitan, a garrotazo limpio, que dos rebaños contiguos se confundan. Un marabout de cofia y caftán pasa repartiendo bendiciones.
Zumban las moscas. Balidos dispersos por doquier. Polvo. Conatos de estampida, oportunamente contenidos. Se abreva en viejos tambos de petróleo cortados longitudinalmente por mitad. El agua, los pastores la van a traer del río, al hombro —unos doscientos metros de incesante y penoso ir y venir. Tras cinco, seis días con dos millares de corderos, borregas de largas pestañas y meloso mirar, de engreídos carneros pisoteando y orinando todos en la rala cama de paja, el tufo a amoniaco agrede incluso los ojos.
Aquí y allá, montones de rastrojo. Algún borrego muerto, de patas tiesas y vientre hinchado, el morro animado por velludos moscardones.
Los pastores acampan al pie de la muralla. Espío desde lejos. Varios dormitan echados en el forraje. Uno vierte agua de una tetera y se enjuaga los pies. Otro, postrado en un mugroso tapete, ora. Al cobijo de los árboles hay negras que cocinan y sirven de comer. Otras venden agua, leche agria, reparten diminutos y empalagosos vasos té. También hay chicos que ofrecen lazos para atar las patas de los animales, si han de partir en el maletero de un taxi, o costales si, entre bultos, lo han de hacer en un techo de autobús. Los más parten pegando balidos, halados sin gran miramiento de la pata delantera. Renuentes, las tres pezuñas restantes raspan contra el pavimento.
Un gran chasquido seco cimbra de pronto el aire, breve y tremendo. Los turbantes se vuelven. Se aviva el polvo, hay correteos ovinos y humanos. Los pastores sueltan el vasito de té, las cuentas de rezar, y corren a retener dos robustos arietes que retroceden, retoman impulso, y se embisten de nuevo. Un espectáculo de fuerza y furia, un duelo que altera el pulso. La feria entera, mientras no se consiga divertir las trayectorias y alejar a los furiosos rivales, aguarda en suspenso.
Este año, la inesperada rebelión Tuareg en el norte de Mali ha desquiciado los mercados[i]: los ganaderos malíes se han visto impedidos de abastecer Senegal para la Tabaski. La onda de choque es harto más importante en Dakar que en la remota Saint-Louis, pero en el microcosmos —¿el microcaos?— de la feria ganadera de Sor, los enjutos mauritanos han subido los precios...
Los cuernos de un Bali-bali parten horizontales, lateralmente: la trompeta shofar de los hebreos. Con un trozo de cuerda, un pastor mantiene al carnero inmóvil, sin gran firmeza. Alternativamente el comprador, el téfanké, y el ganadero moro sopesan la bolsa escrotal, tientan los vigorosos testículos. Debaten de simetría. El téfanké es un intermediario, el mediador imprescindible que, al contar con la confianza de ambas partes, aceita el trato.
Castrado o entero; huesudo y nudoso o bien cebado y graso; Touabir o Bali-bali; cordero (menor al año), oveja o borrego; alimentado con paja o granulados… Todo influye en la negociación. La hermosura del manto, la usura en las pezuñas.
Una compradora adinerada —gafas de sol, ropa occidental, tacones, teléfono colgado en la muñeca— se queja de la carestía, tilda al ganadero de especulador, me toma como testigo y declara ensoberbecida, en francés, que más le hubiera valido, con el año que corre, criar su propio animal… Abre refunfuñando la cartera y cuenta varias veces, de cara al público que ya se apiña en torno, un fajo de billetes. Ordena que le encostalen el animal y se lo lleven a la 4X4 de vidrios polarizados que dos adolescentes lavan en la ribera.
La crianza es, para algunas familias, una opción socorrida. En un entorno urbano, el borrego, a diferencia de cabras y cabritos que se buscan la vida sueltos, libres, hurgando dichosos la basura, pasa la vida amarrado. Se le debe alimentar. A menudo se los ve frente al portal de una casa, atados a una estaca o a un anillo en la pared, rumiando cáscaras diversas. Una sábana vieja, abombada en la brisa, improvisa un toldo y les ataja el sol. Llevan al cuello —¿en anticipación simbólica del degüello?— un listón carmesí ensartado de amuletos protectores. El talismán o gri-gri es una pequeña bolsita de tela cosida por los cuatro costados. Alberga, doblado una y otra y otra y otra vez, un papel con suras coránicas y dibujos esotéricos de mano del marabout local.[ii] A los animales se los mima, son motivo de plática y de orgullo. Los niños reciben la encomienda de ocuparse de ellos y, previsiblemente, se van gestando lazos de cariño.
Hay quien afirma que mientras más sólido sea el vínculo emocional, mayor valía devocional tendrá el sacrificio. Porque, ¿qué es la plegaria sin el sacrificio? —me asesta, irguiéndose en teólogo, mi chimuelo interlocutor— ¿Sólo palabras?
Los mejores tratos en la feria se logran la noche previa a la matanza, ya muy tarde. Los haces de dos lámparas sordas cortan la tibia oscuridad, barren los lomos de las bestias. Se cruzan en algún borrego aovillado, que el pastor va a traer de la oreja. Poco animoso de llevarse sus animales de regreso, el extenuado mauritano cede: pues ya qué.
En la oscura calzada que va del Pont Faidherbe al caótico Garage Bango —de día un mercado en sí misma— se comercia, la noche de vísperas, de manera febril. Opacos cuerpos se atropellan y esquivan entre puestos tenuemente iluminados por la luz de los leds. Tal prisa es del todo inhabitual. En la cuasi-oscuridad se compra-venden zapatillas, boubous tradicionales y caftanes de aparato —pues la Tabaski es ocasión de peinarse, de vestir a los niños, de salir a pavonear una prosperidad real o simulada. Las sombras negocian con las sombras grandes cuchillos para destazar, machetes made in china y piedras de afilar, anafres, parrillas de alambre, espumaderas, calderos de aluminio, dátiles secos, cortinas de baño, aceite a granel, carbón...
Chancleteando afanosas, cargadas de compras de último minuto, las negras cruzan el puente de regreso a Saint-Louis —medio kilómetro de arcos de hierro.
[i] De un tiempo a esta parte, la banda saheliana que atraviesa transversalmente el África se ha ido manchando, en los mapas para viajeros que el Centro de Crisis del Ministère Français des Affaires Étrangères actualiza periódicamente, primero de naranja, luego de rojo. Rojo, quiere decir “presencia de viajeros en el terreno formalmente desaconsejada”; naranja, presencia “desaconsejada, salvo por motivos imperativos”. En un contexto de radicalización islámica creciente, el Sahel afronta una situación de inestabilidad política, agudizada desde que Occidente tuvo la brillante idea —con miras a ayudar al pueblo libio a tumbar a Kadhafi— de largar, por paracaídas, armamento en el desierto. Armas de dicho arsenal reaparecieron en la imprevista rebelión de los nacionalistas Touaregs del 2012, conflicto bélico que tras partir a Mali en dos, prestamente se vio instrumentalizado por facciones djihadistas armadas como los salafistas de Ansar Dine, o la más mediática y abiertamente terrorista AQMI (Al Qaeda en el Magreb Islámico). La guerra de Mali del 2012 significó, a la postre, una intervención militar francesa, vigorosa y sin complejos que, amén de buscar la re-estabilización de la región, tenía en su rango de visión proteger los intereses galos en los yacimientos de uranio del vecino Níger.
[ii] Los mismos amuletos, llevados en un cordel a la cintura, protegen a los niños del mal de ojo.
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Parte 1, parte 2, parte 3, parte 4, parte 5, parte 6, parte 7, parte 8, parte 9, parte 10.
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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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