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La lectora común (III)

Genealogía y resistencia

Carmen G. de la Cueva 30/10/2019

<p>La poeta Safo de Mitilene.</p>

La poeta Safo de Mitilene.

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Anochece y dispongo apenas de un par de horas para escribir este artículo que, en realidad, llevo escribiendo varias semanas mientras mi bebé duerme y yo me mantengo en vigilia hasta que me rindo al sueño tres horas después. Es la única manera que tengo de poder escribir en los últimos meses: hilvano las frases con el pensamiento, pespunteo los párrafos y enhebro las palabras una y otra vez. Al amanecer, siempre me entra el impulso de levantarme y apuntarlo todo antes de que se me olvide. Pero cuando te has entregado a la lactancia materna a demanda y tu hijo se agarra al pecho durante horas y horas, no puedes dejarlo en la cama y teclear en el silencio de la madrugada. Lo único que me queda es construir un pequeño cuarto propio simbólico en el que encerrarme mientras mi bebé duerme. 

Es bastante difícil intentar escribir así y no dejarse llevar por el agotamiento físico y la frustración. No sé si llegará el día en que dejaré de intentarlo, si la felicidad de ver crecer a mi hijo y acompañarle pesará más que mi deseo de escribir. ¿Por qué parece que siempre tenemos que elegir entre cuidar y crear? Cuando me flaquean las fuerzas, recurro a una carta que Maeve Brennan escribió a Tillie Olsen donde le dice que, si le niega las manos y una voz a su escritura, esta seguirá viva, pero muda y manca porque ella es lo único que tiene su trabajo. “Cuando estés tan triste que ‘no puedes trabajar’”, le dijo, “existe siempre el peligro de que el miedo entre en juego y empiece a destruirlo todo. Una buena forma de estar siempre en guardia es ir a la ventana y mirar los pájaros durante una, dos o tres horas. Resulta muy reconfortante verlos abrir y cerrar el pico”. 

Siento que siempre escribo sobre lo mismo, pero no consigo desprenderme de un malestar que me invade y se pega al cuerpo como el aceite. El tema sobre el que vuelvo una y otra vez no es otro que la escritura de las mujeres –su talento, su goce, su tiempo, su resistencia. He leído Expuesta. Un ensayo sobre la epidemia de la ansiedad(Alpha Decay, 2019, traducción de Javier Guerrero) de Olivia Sudjic como si leyera mi propia historia o la de algunas de esas amigas que me escriben sintiéndose impostoras. ¿Por qué será que muchas de nosotras nos sentimos desesperadas, inseguras, poco reconocidas o cuestionadas por querer hablar desde nuestra propia voz? Sudjic sigue la estela de Carolyn G. Heilbrun, Joanna Russ o Anna Caballé al señalar la “oscuridad y el desdén” que reciben las autoras que deciden hablar con una voz propia. 

me molesta que cuando los hombres escriben sobre sí mismos se llama ‘autoficción’ y se elogia como genio inventivo. Y las mujeres que hacen lo mismo se convierten en el gueto de lo ‘doméstico

Hace unos días era Mary Karr, una de las mejores autobiógrafas contemporáneas, la que manifestaba su irritación en Twitter ante el mismo tema a propósito del nuevo libro de Ben Lerner, una novela sobre la historia de su madre: “Déjenme decir que amo a Ben Lerner. Pero me molesta que cuando los hombres escriben sobre sí mismos se llama ‘autoficción’ y se elogia como genio inventivo. Y las mujeres que hacen lo mismo se convierten en el gueto de lo ‘doméstico’”. Esto mismo podríamos decir sobre Karl Ove Knausgård –y volveré a él infinitas veces. “¿Por qué todos piensan que las mujeres se degradan a sí mismas cuando exponen las condiciones de su degradación?”, se pregunta Chris Kraus en la cita inicial que abre Expuesta. Cuenta Sudjic que, cuando Kraus publicó Amo a Dick(Alpha Decay, 2013) en 1997, el crítico David Rimanelli lo describió como “un libro no tanto escrito como ocultado”. 

A Rachel Cusk le ocurrió algo similar: cuando publicó Aftermath, un libro sobre su divorcio, la columnista Camilla Long la describió como “una pequeña dominatriz frágil y una narcisista sin par” y a su libro como “un pobre solo neurótico de mandolina”. El periodista Rod Liddle escribió que “los hombres se sentirían avergonzados al despojarse de una chorrada vomitiva tan maternal, vanidosa y de autojustificación” porque Cusk era “una idiota autocompasiva y obsesionada consigo misma”. Al leer esto, yo, que soy una lectora fanática de Cusk, me compré un ejemplar de Aftermath y traduje algunos fragmentos que traigo aquí por si hiciera falta desmentir las misóginas acusaciones de Long y Liddle: “‘La nueva realidad’ fue una frase que surgió en esas primeras semanas: la gente la usaba para describir mi situación, como si pudiera representar un tipo de progreso. Pero en realidad fue una regresión: los engranajes de la vida se habían invertido. De repente, nos movíamos no hacia adelante sino hacia atrás, de regreso al caos, a la historia y a la prehistoria, de regreso al comienzo de las cosas y luego más atrás al tiempo antes de que esas cosas comenzaran. Un plato cae al suelo: la nueva realidad es que está roto. Tenía que acostumbrarme a la nueva realidad. Mis dos hijas pequeñas tuvieron que acostumbrarse a la nueva realidad. Pero la nueva realidad, por lo que pude ver, era solo algo roto. Había sido creado y durante años había cumplido su propósito, pero en pedazos, a menos que pudieran volver a pegarse, no sirvió para nada”. Al leer a Cusk, una puede sentir cualquier cosa: admiración, envidia, empatía. Cualquier cosa, salvo vergüenza. 

La cuestión es muy antigua. En 1963, el periodista James Dickey escribió acerca de la poesía de Anne Sexton que “sería difícil encontrar un escritor que insista de manera más pertinaz en los aspectos más lastimosos y desagradables de la experiencia corporal como si eso hiciera la escritura más real”. Más antigua todavía. En Breve historia de la misoginia (Ariel, 2006, 2019), Anna Caballé reúne alguna de las descalificaciones que recibió Emilia Pardo Bazán: “Una, cuando menos, que la consume y devora, padece la buena de doña Emilia, de un tiempo acá: la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de fallar en todo, como si el público no pudiera pasarse sin ella un solo día en las columnas de los periódicos y en la pompa de los grandes espectáculos. Es una enfermedad como otra cualquiera” (José María de Pereda, “Los comezones de la señora Pardo Bazán”, El Correo Catalán, 1891). La hemeroteca es mi religión.

Al leer a Cusk, una puede sentir cualquier cosa: admiración, envidia, empatía. Cualquier cosa, salvo vergüenza 

Quizá no haga falta irse tan lejos. Hace poco más de dos años, muchas de nosotras leímos una columna de Javier Marías que cuestionaba el reconocimiento y la celebración de la poesía de Gloria Fuertes: “Hoy, con ocasión de su centenario, sufrimos una campaña orquestada según la cual Gloria Fuertes era una grandísima poeta a la que debemos tomar muy en serio. Quizá yo sea el equivocado (a lo largo de mi ya larga vida), pero francamente, me resulta imposible suscribir tal mandato. Es más, es la clase de mandato que indefectiblemente me lleva a desconfiar de las reivindicaciones y redescubrimientos feministas de hoy, que acabarán por hacerle más daño que beneficio al arte hecho por mujeres”, (“Más daño que beneficio”, El País Semanal, 25 de junio de 2017). Qué peligrosa sigue resultando la voz pública de las mujeres. 

Kraus le da la razón a Karr cuando afirma que nadie se inmuta con el “yo” masculino porque se considera universal, sin embargo, “cuando las mujeres usan la primera persona, se percibe como algo mancillado, arriesgado”. “Los lectores varones”, dice Sudjic, “rara vez piensan que la subjetividad femenina puede tener el poder de contener destellos de lo universal, mientras que las mujeres están acostumbradas a interpretar la subjetividad masculina de ese modo”. Por eso no es raro ver los clubes de lectura llenos de mujeres, las presentaciones de libros llenas de mujeres, hasta los desayunos de prensa para presentar libros, llenos de periodistas mujeres. Pero todavía un hombre, quizá el único, seguramente el primero que se atreva a hablar, levantará la mano y dirá: “Algo estaréis haciendo mal para que no vengan los hombres” (cita literal y verídica). 

Si seguimos escribiendo, creando, armando libros y festivales, a pesar de que nos corresponden la mayoría de las veces las tareas domésticas, la atención y el cuidado de los hijos, de los padres, es porque somos la resistencia

Si seguimos escribiendo, creando, armando libros y festivales, a pesar de que nos resulta difícil creer en nuestra voz –porque nos han dicho que no era importante–, a pesar de que nos corresponden la mayoría de las veces las tareas domésticas, la atención y el cuidado de los hijos, de los padres, los trabajos más precarios e inestables, a pesar de tener que crear arrancándole tiempo a la noche y a la vida, es porque somos la resistencia. Estamos hastiadas, agotadas, nos duele el pecho porque el peso de la vida termina dejando heridas en el cuerpo. El peso de la vida y la división sexual del trabajo. Y cuando escribimos sobre esto –diarios, memorias, ensayos, miles de versos–, cuando el tema de una escritora es, como dice Sudjic, “la subjetividad femenina o la ausencia de piel o el yo, no son solo hombres los que se sienten escépticos, sino que son los lectores en general los que asumen que no hay oficio, no hay rigor, no hay estrategia que respalde”. Nuestra voz carece de autoridad porque no solo nos niegan el reconocimiento, como dice Caballé, sino el derecho a ser considerada parte inalienable de la producción cultural.

Me sorprendo tantas de estas madrugadas pensando en Adrienne Rich con sus tres hijos a los treinta años, en Anne Sexton con su terrible depresión posparto, en Sylvia Plath levantándose de madrugada para escribir antes de que sus hijos se despertaran, y en tantísimas otras mujeres anónimas de las que nunca sabremos nada porque no pudieron elegir. “¿Adónde fue, y adónde sigue yendo, el talento desperdiciado de tantas personas? ¿Adónde el goce robado de descubrir, de conocer, de entregar acción, conocimiento y creación?”, pertinentes preguntas que se hace la escritora Belén Gopegui en Ella pisó la luna. Ellas pisaron la luna (Penguin Random House, 2019), la conferencia que dio en el ciclo “Ni ellas musas ni ellos genios” de Clásicas y Modernas sobre la historia de su madre, Margarita Durán. Desde que soy madre, si hay una mujer en la que pienso más que en ninguna otra es en mi propia madre. ¿Adónde fue su talento desperdiciado? ¿Adónde su deseo robado de estudiar? Su historia forma parte de mi genealogía junto a la de muchas otras. “Hay cientos de miles de vidas de mujeres que no solo merecen ser contadas”, escribe Gopegui, “sino por las que hemos de luchar para que se cuenten, porque ganarle la pelea a las estructuras depende también de las historias que tengamos”. Contar la propia vida –y la vida de nuestras madres– es una forma de resistencia. 

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Autora >

Carmen G. de la Cueva

Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.

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1 comentario(s)

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  1. Manuela

    Lloriqueo narcisista

    Hace 4 años 4 meses

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