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Ética y estética

George Steiner y la impertinencia

El crítico literario, fallecido el pasado 3 de febrero, se opuso a las más conspicuas tendencias de la modernidad haciendo gala de una deliberada ‘no-pertenencia’ al territorio configurado por esta

Ignacio Echevarría 9/02/2020

<p>George Steiner, en una imagen de archivo.</p>

George Steiner, en una imagen de archivo.

Editorial Siruela

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De igual modo que durante la vejez asoma al rostro la calavera que determina sus rasgos, así también en todo pensamiento destacan con nitidez creciente sus propios fundamentos. En el caso de Goerge Steiner, nadie duda de que esos fundamentos eran de naturaleza religiosa, anclados en sus orígenes judíos. Conforme fue envejeciendo, esta evidencia fue emergiendo con perfiles cada vez más cortantes, desinhibiéndose en sus años de senectud, en los que la “pasión” que animó siempre la ensayística de Steiner fue revelándose gradualmente como una pasión teológica, empeñada en reconocer en un mundo laico los signos de una revelación trascendente.

En 1983 Steiner describía su propia obra como “un intento de descubrir en qué estructura racional es posible tener una teoría y práctica de la interpretación (hermenéutica) y una teoría y práctica de los juicios de valor (estética) sin sanción ni garantía teológica”. Él mismo, sin embargo, terminó por recurrir a esa sanción, movido, entre otras razones, por su creciente adhesión a sus orígenes judíos.

Implacable observador de la cultura moderna, Steiner reveló para el reconocimiento y la formulación de los problemas que la acechan un talento comparable solo a su incapacidad para comprenderla

“Indagar sobre el estatus del libro y sobre el enigma de la revelación en el lenguaje significa toparse una y otra vez con el judaísmo y su trágico destino”, afirmaba Steiner al frente de Pasión intacta (1997). Justificaba así el creciente protagonismo que esta cuestión iba ocupando en sus reflexiones. Pero es importante distinguir –pues en ello se jugaba la difícil, contradictoria posición de Steiner– hasta qué punto el judaísmo, en su caso al menos, no formaba parte de la respuesta sino de la pregunta misma. Hasta qué extremo la razón de toparse una y otra vez con el judaísmo obedecía a la inconsecuencia de esa indagación fuera del marco filosófico, moral, ideológico, en suma, que este determina.

Implacable observador de la cultura moderna, Steiner reveló para el reconocimiento y la formulación de los problemas que la acechan un talento comparable solo a su incapacidad para comprenderla. Dicho talento tenía que ver con el ascendente que sobre él tenía la tradición intelectual del judaísmo, tradición que, como él mismo afirmaba, de ningún modo puede juzgarse ajena a “la provocativa preeminencia de los judíos en la modernidad tanto en el terreno humanístico como en el científico”. Pero era un talento en buena medida coartado por el recalcitrante afincamiento de Steiner en las coordenadas espirituales de esa misma tradición, que si obtuvo dicha preeminencia fue por virtud –no hay que olvidarlo– de su insólita capacidad para germinar fuera de aquéllas.

“A lo largo de toda mi obra, he defendido que la iniciación judaica al monoteísmo ha ejercido una presión psíquica intolerable en la conciencia occidental”, aseguró Steiner. La tesis abre perspectivas apasionantes al análisis del desarrollo de la cultura europea. Pero cuando Steiner niega a esta toda posibilidad de recuperación —de redención, al cabo— que no pase por la aceptación, por parte del cristianismo, “de su propio papel seminal en el surgimiento de la Shoa”; cuando plantea Steiner el debate de la actual crisis cultural en términos de reparación, apelando con insistencia a criterios de resistencia y, sobre todo, de supervivencia, delata una radical obcecación

Por repelente que resulte proponer metáforas a este propósito, debe considerarse si los hornos crematorios en que sucumbieron millones de judíos no fueron el altar en el que la modernidad sacrificó de una vez por todas los vínculos seculares de la cultura europea con la palabra. Si toda pregunta sobre el futuro de la cultura occidental, al igual que toda respuesta, no ha de elevarse en medio de ese silencio definitivo al que Adorno condenaba a los poetas después de Auschwitz.

Tenía razón Steiner: el Estado de Israel supuso, en última instancia, un intento de “nivelar a los judíos en el común denominador de la pertenencia moderna”. El repudio que esa sola posibilidad provocaba en Steiner tenía que ver, sin duda, con los procedimientos empleados al efecto. Pero alcanzaba también al hecho mismo de que esa posibilidad se suscitase. Y es por allí por donde asoma la cualidad más atractiva pero también más dudosa y conflictiva del pensamiento de Steiner: su jactanciosa impertinencia.

Una impertinencia que, más allá del talante arrojadizo con que Steiner se oponía a las más conspicuas tendencias de la modernidad, remite a su deliberada no-pertenencia al territorio configurado por esta. Remite, en definitiva, a esa extraterritorialidad de la que Steiner hizo gala repetidamente, además de teorizar sobre ella, pero que en su caso quedaba cuestionada por lo que cabe denominar un patriotismo del alma, un nacionalismo de la palabra, una difícil suerte de fundamentalismo. Me refiero a todo aquello que en sus argumentos brotaba de esa condición de superviviente que el propio Steiner reclamó siempre para sí y que, conforme pasaban los años, fue imprimiendo a su discurso un aire cada vez más fantasmal, el patetismo conmovedor de aquellos oficiales japoneses que, perdidos en cualquier isla del Pacífico, prolongaron individualmente una guerra ya terminada y no solo perdida. 

Él mismo se jactaba de no pertenecer plenamente al mundo en que vivía, al que afeaba el sentirse “ensuciado” por él. De ahí que llegara a declararse “contento” de su “edad avanzada”, pues “una humanidad que carece ya de sed de ideal no me tienta en absoluto”.

A la pasión crítica de Steiner, a su cultura y perspicacia admirables, escapaba una fibra principal de la modernidad: la ironía. Escapaba asimismo el resorte de esa resistencia al significado, esa rebelión contra el sentido que nace de la crítica de la razón y del lenguaje. Steiner ignoraba a Don Quijote y a Zaratustra. Al autor de páginas magistrales sobre Sófocles, sobre Racine, sobre Tolstoi o Dostoievski, la figura de Cervantes le era extraña, por razones que poco o nada tenían que ver, por cierto, con su sorprendente indiferencia hacia la literatura española.

Como Kierkegaard, Steiner recorrió muy pronto el camino que va “de una posición estética a una ética, y de la ética a la religión”

Aborrecía la dispersión de la palabra tanto como su liberación. Él mismo lo decía: “Todas mis categorías son éticas”, vale decir, en su caso, religiosas. De ahí que se mostrara comprensivo con las severas reservas que Wittgenstein manifestaba a propósito de Shakespeare, reservas que apuntaban a la ausencia de un pensamiento religioso, de una filosofía y de una ética inteligibles en la obra del dramaturgo. Una actitud esta que por sí sola basta para trazar una profunda divisoria –casi podría decirse incompatibilidad, pese a su común judaísmo– entre el pensamiento crítico de Steiner y el de Harold Bloom.

La airada polémica que –al igual que Bloom—sostuvo Steiner con los representantes del “postestructuralismo”, de la “deconstrucción”, del “posmodernismo”, contra los paladines de lo que podría llamarse la democracia del significado, le condujo por su parte a una teoría de la trascendencia en la que no era difícil detectar cómo “el espíritu gime bajo su propio hechizo”. Sin obviar sus diatribas contra el bizantinismo académico, la “presión del significado” a la que se doblegaba Steiner abogaba por una restitución de la auctoritas de la que había de derivarse, a su vez, una rehabilitación de la condición del intelectual que no podía menos que suscitar sospechas por su arrogante elitismo.

Como Kierkegaard, Steiner recorrió muy pronto el camino que va “de una posición estética a una ética, y de la ética a la religión”. Si de Husserl anotaba la afirmación de que “la filosofía genuina es eo ipso teología”, de Wittgenstein se quedaba con el postulado de que “la teología es una gramática”. En la telaraña trazada por estas identidades, Steiner caminaba “enfermo de Dios”, imbuido de la certeza de que, como en el léxico y la gramática de la Torá y de los Evangelios, habita en todo arte verdadero “un núcleo irreductible (y a menudo enigmático) de otredad significativa, de garantía trascendente”. De esa certeza arrancaba él su propia autoridad, solitaria y tronante, capaz de iluminaciones portentosas, dueña de una seductora, a menudo, irresistible elocuencia. 

Con su ceño siempre enfurruñado, esa autoridad despertaba la mezcla de aprensión y respeto que despiertan los clérigos ensotanados. Y es que la “intacta pasión” de Steiner era también una pasión íntegra, por virtud de la cual él se mantenía en cierto modo a distancia de la tribu, apegado a una tierra de la que muchos de sus compatriotas se exiliaron definitivamente, buscando (por emplear unos hermosos versos de Mandelstam que él mismo citaba) improbables verdades “en algún lugar fuera de la gracia / sin sacerdotes que les guiaran”.

De igual modo que durante la vejez asoma al rostro la calavera que determina sus rasgos, así también en todo pensamiento destacan con nitidez creciente sus propios fundamentos. En el caso de Goerge Steiner, nadie duda de que esos fundamentos eran de naturaleza religiosa, anclados en sus orígenes judíos. Conforme...

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Autor >

Ignacio Echevarría

Es editor, crítico literario y articulista.

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