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Parásitos

Nuestra imaginación global continúa siendo neoliberal

Bong Joon Ho consigue en su premiada película que el espectador goce del resentimiento trumpiano de clase trabajadora desde una posición de élite progresista

Joseba Gabilondo 13/02/2020

<p>Un fotograma de Parasite.</p>

Un fotograma de Parasite.

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Atención: este artículo contiene spoilers.

La película Parasite, de Bong Joon Ho, ha sido elogiada globalmente por presentar una nueva perspectiva sobre el conflicto de clases y por situar a la clase trabajadora precarizada en el centro de la misma. Los premios solo corroboran dicho consenso global; los dos más prestigiosos serían la Palma de Oro del festival de Cannes y el Oscar a la mejor película del año (Oscar sin precedentes ya que nunca se le había otorgado antes a una película de habla no inglesa). Pero creo que es todo lo contrario. Parasite es una narración rebuscada y enrevesada sobre la imposibilidad de superar, desmantelar o salir del capitalismo neoliberal. Literalmente, la película coreana es una versión cinematográfica de la infame frase de Fredric Jameson de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Por lo cual, lo interesante es analizar cómo todas y todos hemos disfrutado globalmente, en comunión casi eclesiástica, de nuestra última rendición cinematográfica a la ideología del capitalismo tardío. Y ahí, sí, hay que admitirlo, Parasite es una obra genial.

Dado que Parasite presenta a la nueva clase de élite neoliberal (surcoreana), en el mejor de los casos, como ingenua, crédula, narcisista y, en última instancia, como insuficientemente inteligente para defender su estatus y riqueza (representada principalmente como de género femenino a través del papel de la esposa crédula), dicha película crea una sensación de rabia, de resentimiento, que no se articula políticamente sino afectiva o sentimentalmente. No es casualidad que el hijo de la familia trabajadora, al final, fantasee con amasar una gran fortuna para comprar la casa y, así, liberar al padre preso en la misma. La película da lugar a la misma afectividad que la derecha neoliberal de Occidente (con Trump como epicentro) ha podido desplegar con éxito contra lo que Nancy Fraser ha denominado “la élite neoliberal progresista”, desde Bill Gates hasta los liberales de Hollywood. Pero Parasite lo ha hecho de una manera muy sutil, mezclando comedia picaresca y violencia gótica de horror, para que ese resentimiento de clase se codifique de una manera muy benigna, inteligente y humorística, y, como resultado, una audiencia progresista global pueda celebrarlo y disfrutarlo sin culpa. En el fondo, esta audiencia respetable se dice a sí misma, “esto es una farsa, es humor negro”. Es decir, la película es una representación fetichista global del conflicto de clases, por lo que la audiencia puede identificarse con la pobre clase trabajadora, sentir su resentimiento, disfrutar de su violencia, pero al final desconectar, sin darse cuenta de que la película nos sitúa en la posición de élite progresista neoliberal que supuestamente ataca.

Parasite representa una Corea del Sur carente de inmigrantes, étnica y/o racialmente homogénea

No es casualidad que Parasite represente una Corea del Sur carente de inmigrantes y, por lo tanto, como étnica y/o racialmente homogénea, ya que esto permite a un público progresista global disfrutar del resentimiento de clase a través de una representación de clase muy anticuada que ya no es prevalente en Occidente: “la clase trabajadora constituida por la familia nuclear tradicional, blanca y heterosexual, con dos hijos”. Así, la película termina creando, en Europa y América del Norte, una nostalgia por la vieja clase trabajadora nacional (de la generación de nuestros padres) que no tiene nada que ver con la nueva clase precarizada del presente, donde los inmigrantes poscoloniales, las minorías raciales o las familias no nucleares encabezadas por mujeres trabajadoras empiezan a ser la norma. No es una coincidencia que, en la película, padre e hijo, separados al final por la casa-prisión, terminen dialogando a través de la forma instantánea de comunicación más antigua: el código Morse, una forma anacrónica característica de la industrialización incipiente occidental. Esto explicaría el sentido universalmente aclamado de reivindicación de clase de la que todo el mundo ha disfrutado en la película: como espectador o espectadora puedes ser el precariado indignado (racialmente homogéneo y moralmente conservador) que Hillary Clinton desestimó en Estados Unidos como “despreciable” (the deplorables) y, sin embargo, también puedes seguir siendo parte de la audiencia de clase media alta progresista que puede disfrutar del espectáculo de una película política sobre una “clase trabajadora real” sin conflictividad poscolonial-racial-migratoria-precarizada-feminizada norteamericana o europea. No es una coincidencia que el padre de la familia de élite desprecie al chófer y padre de la familia de clase trabajadora refiriéndose repetidamente al “olor despreciable de clase baja” de este, de modo que, en las escenas finales de la película, cuando el “despreciable” padre de clase trabajadora mata a cuchilladas a su jefe despreciante y clintonesco, el público celebre este asesinato, motivado por el resentimiento de clase, en toda su violencia abyecta. La audiencia disfruta del resentimiento de clase (es decir, de clase blanca, homogénea, tradicional, nostálgica, siempre al borde del racismo y del odio a cualquier minoría étnica, sexual o de género).

En resumen, esta película le permite a la audiencia disfrutar del resentimiento trumpiano conservador de clase trabajadora y, al mismo tiempo, odiar (acuchillar) a la élite neoliberal desde la distancia que el sillón y el televisor crean, y así asegurarnos que somos lo suficientemente progresistas y liberales para ver y disfrutar de un conflicto “real” de clases sociales, como no se ha representado antes en Occidente. Este es el disfrute político (sublimación) logrado por Parasite a través de una versión global neoliberal de orientalismo progresista: creemos reconocernos en un espejo oriental mejor que en cualquier reflejo occidental. En mi análisis, Bong Joon Ho sería el informante nativo (asiático, oriental) que simula o imita la representación patriarcal racialmente homogénea de la clase trabajadora coreana para el Occidente global, para su audiencia principal, en clave de resentimiento trumpiano nostálgico. El hecho de que la película desafíe los límites de género cinematográfico y los reorganice de una nueva manera, mezclando violencia y humor negro a lo Tarantino y agregando convenciones góticas de horror, realza su novedad e impacto global. Por lo cual, necesitamos un nuevo nombre para este nuevo género híbrido: comedia gótica neoliberal. Si no fuera demasiado largo, lo llamaría “comedia gótica neoliberal oriental global”.

Si denunciaba más arriba la “narrativa rebuscada y enrevesada sobre la imposibilidad de superar, desmantelar o salir del capitalismo neoliberal” es precisamente porque la película se presenta de manera gótica, siguiendo las convenciones del género gótico de horror británico de finales del XVIII y primeros del XIX (The Monk, Melmoth the Wanderer, The Mysteries of Udolpho,The Castle of Otranto, etc.). Al menos desde el libro canónico The Coherence of Gothic Conventions, de Eve Sedgwick, sabemos que la regla principal del gótico de horror es que precisamente uno o una no puede escapar del castillo o de la mansión. El género gótico se sirve de la claustrofobia para generar un horror universal. También en Parasite, dos familias de clase trabajadora no conectadas quedan atrapadas, de una manera muy dieciochesca-decimonónica, al quedar presos sus respectivos patriarcas en el nuevo castillo neoliberal y arquitectónicamente de moda de élite capitalista global. Así, el castillo emerge nuevamente como el centro de esta nueva alegoría global. Pero en la convención gótica británica, es la clase protestante colonialista-imperialista en el poder la que experimenta la ansiedad de estar atrapada al retratar monjas y monjes españoles, irlandeses e italianos y freaks de la nobleza. Es una ansiedad que se exacerba aún más en narrativas posteriores como Drácula, ya que ahí se pasa a lo que S. D. Arata ha denominado “colonización invertida”: Drácula viaja de las periferias del imperio británico en Transilvania a Londres para comerse y colonizar a todos los británicos.

En resumen, las ansiedades góticas de claustrofobia (de no poder salir del castillo) son siempre un signo de hegemonía, de poder, de privilegio y, por lo tanto, de miedo a perder el estatus de élite. Pero en Parasite es más bien lo contrario: la clase trabajadora es la que sufre la ansiedad, una ansiedad que se presenta como el último símbolo de la tecnología afectiva del neoliberalismo: la inseguridad, el miedo a la precarización, el terror a quedarse sin hogar y terminar desahuciado en la calle. En otras palabras, las convenciones del género gótico se invierten en la película para que nadie pueda soñar con abandonar o superar el neoliberalismo. Esto representa un regreso a las convenciones góticas más antiguas, pero en versión global, y por lo tanto la película va más allá de lo que se podría caracterizar como el gótico norteamericano más reciente que inauguraría Hitchcock, el cual sería de clase media y estadounidense. En Pyscho, por ejemplo, Slavoj Zizek observa una triple organización espacial de clase media, por la cual el superego materno se encuentra en el primer piso, el ego de Norman en la planta baja y el inconsciente, encarnado por el cadáver de la madre, en el sótano.

La picaresca se combina con un toque cómico e irónico que, sin embargo, no se convierte en comentario y crítica social

La lógica gótica inversa de Parasite –la ideología hegemónica del neoliberalismo– está integrada en su núcleo narrativo hasta tal punto que, una vez que el hijo de la familia trabajadora se convierte en profesor de inglés de la hija rica, el resto de su familia no tiene más remedio que seguir el ejemplo del hijo y entrar en un castillo que aún no saben que no van a poder abandonar. Esta clase trabajadora actúa con una “lógica carente de toda ética” y una “deshonestidad universal” que sitúa a la familia más cerca del género picaresco español que de cualquier discurso posterior social de clase (socialismo, anarquismo…), de modo que el castillo neoliberal se convierte en el espacio gótico de horror que toda la familia piensa que puede invadir de manera parasitaria y abandonar ilesa sin repercusiones. Aquí, nuevamente, la picaresca se combina con un toque cómico e irónico que, sin embargo, no se convierte en comentario y crítica social.

No obstante, es en ese momento picaresco, precisamente cuando los propietarios de élite neoliberales del castillo salen de acampada para exorcizar la inquietud gótica que perciben indirectamente a través de su hijo menor, cuando la familia trabajadora pobre se encuentra con su futuro en la forma del esposo de la criada anterior que ha sido despedida. A partir de este momento, la película se adentra en un violento frenesí de accidentes narrativos, coincidencias y encuentros fortuitos que simplemente están diseñados para atrapar a la audiencia, para que ésta tampoco pueda abandonar la película. Esta es la parte más manipuladora y forzada de la película, donde las coincidencias se amontonan con el único objetivo de que el público sienta el efecto fantasmal del castillo neoliberal a nivel cinematográfico: yo, como espectador, me sentí manipulado y forzado gratuitamente –me sentí empujado a las mazmorras de la película– de modo que no podía salirme de una película manipuladora y afectivamente dolorosa que claramente no iba a ninguna parte. La película incluso manipula la naturaleza y el clima para que la familia trabajadora no pueda regresar a su casa: después del fiasco inicial, toda la familia sale ilesa del castillo gótico neoliberal, pero las lluvias torrenciales inundan su hogar subterráneo y, como consecuencia, a la mañana siguiente, la misma no tiene más remedio que regresar al castillo neoliberal. Solo la fiesta de cumpleaños y su celebración surrealista y violenta del resentimiento de clase trabajadora, siempre atenuada a través de toques cómicos de hilarante exceso a la Tarantino, liberan a la audiencia del atrapamiento cinemático-gótico, y le permite finalmente ver la película por lo que es: una celebración del gótico neoliberal que muestra de forma nostálgica, resentida y anticuada a familias de clase trabajadora atrapadas en una tierra lejana, en el nuevo Oriente global de Hallyu (la cultura popular coreana), que, a su vez, nos permiten sentir todas las emociones del conflicto de clases, pero, eso sí, sin contaminarnos con los mismos.

Bong Joon Ho era conocido por dos de sus películas anteriores, The Host y la hollywoodiana Snowpiercer. Parece que lo que en Host era una clara denuncia del imperialismo estadounidense y de la complicidad del gobierno de Corea del Sur contra una clase trabajadora que tenía que defenderse por sí misma y triunfaba al final, una vez que ha sido filtrado por las convenciones hollywoodenses de Snowpiercer ha terminado convirtiéndose, en Parasite, en una reivindicación muy sofisticada del capitalismo neoliberal global.

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Este texto ha sido traducido y adaptado del inglés por su autor.

 

Joseba Gabilondo es profesor de Literatura y cultura peninsulares en Michigan State University, acaba de publicar Globalizaciones. La nueva Edad Media y el retorno de la diferencia, editado por Siglo XXI de España.

Atención: este artículo contiene spoilers.

La película Parasite, de Bong Joon Ho, ha sido elogiada globalmente por presentar una nueva perspectiva sobre el conflicto de clases y por situar a la clase trabajadora precarizada en el centro de la misma. Los premios solo corroboran dicho...

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