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La pandemia: la realidad, el hipertema y el ‘impasse’

Cómo se piensa el virus, cómo se trata informativa y socialmente y cómo se anticipa el día después

Martín Alonso Zarza / Mercedes Boix Rovira / Arancha García del Soto / Fernando Molina Aparicio 15/04/2020

<p>Entierro de víctimas de la peste en Tournai. Detalle de una miniatura de las Crónicas y anales de Gilles le Muisit.</p>

Entierro de víctimas de la peste en Tournai. Detalle de una miniatura de las Crónicas y anales de Gilles le Muisit.

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Tanto se escribe sobre el virus que seguramente lo mejor que podría hacerse es no añadir más a lo dicho. La justificación para evadir esa norma descansa en que esta reflexión no es sobre el virus sino sobre cómo se le piensa (realidad), se le trata informativa y socialmente (tema) y se anticipa el día después (impasse). Son los tres apartados que estructuran estos pensamientos, tamizados, claro está, por las cautelas a las que obliga la incertidumbre reinante.

La realidad 

1. No hay ninguna justificación para relativizar el alcance de la desgracia. La conciencia de la peligrosidad de la Covid-19 es una premisa que no admite enmienda ni cabe edulcorar comparándola con la gripe estacional, desdramatizando su nocividad o atribuyéndola a intenciones aviesas de enemigos imaginarios. Hacerse cargo de esta realidad esencial es el abc para todo lo demás. 

Las catástrofes lo que producen es incertidumbre, zozobra, desorientación o perplejidad; sensaciones derivadas de la inadecuación de los recursos cognitivos para aprehender la realidad

2. Para los seres humanos ninguna realidad es puramente natural sino que se inscribe en una estructura de sentido socialmente construida, por eso conceptualizar la pandemia de una forma cabal es una condición necesaria para la planificación de la respuesta. El filósofo moral argentino Ernesto Garzón Valdés (Calamidades, 2004) elaboró una didáctica distinción entre catástrofes o desastres provocados por causas naturales independientes de la voluntad humana –por tanto, inevitables– y calamidades o desgracias imputables a las intenciones de agentes humanos –en consecuencia, evitables y normativamente imputables–. Con su fina sabiduría Cervantes supo reflejar el matiz en el episodio de los encamisados (Quijote, I, 19). Cuando Don Quijote conoce que el muerto al que acompañan lo fue por “unas calenturas pestilentes”, esta es su respuesta: “Desa suerte, quitado me ha nuestro Señor el trabajo que había de tomar de vengar su muerte, si otro alguno le hubiera muerto; pero habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros”. 

3. No es asunto puramente nominal: los modos de reaccionar difieren notablemente en función de la categorización respectiva. Lo aprovechable de la metáfora bélica tiene que ver con los esfuerzos que requiere, la gravedad del caso, la necesidad de tomar decisiones rápidas y concitar el mayor consenso posible. Pero incorpora si se la toma en su literalidad otros componentes que deben ser atendidos cuando se trata de un sistema democrático. Porque precisamente las medidas de urgencia deben respetar la sustantividad y los procedimientos de los derechos fundamentales. Como explica el economista, premio Nobel y filósofo Amartya Sen (Indian Express, 08/04/2020), “imponerse a una pandemia puede parecerse a declarar una guerra, pero la necesidad real está muy alejada de ello”. En una guerra el proceso de decisión es el de la escala de mando, de arriba abajo, sin necesidad de consultar a otros actores y sin considerar más objetivos que los militarmente establecidos. En una desgracia natural, que debe ser enfrentada colectivamente en un contexto de pluralismo democrático, la cohesión social necesaria para la acción conjunta, para la movilización colectiva –en este caso una movilización para inmovilizarse–, no puede establecerse por la vía militar sino con información pública y control parlamentario, a pesar de las limitaciones que impone la urgencia, de modo que se atienda al conjunto de exigencias que la pandemia plantea sin menoscabar derechos ni dejar a nadie atrás. Por ejemplo, a esas personas que viven al día y malcomen al día y que ahora ven amenazada su supervivencia a secas. O esos mayores olvidados en residencias olvidadas. O a esos cientos de miles hacinados en campos de refugiados. Por no alargar la lista. En cuanto a la sintonía de participación, colaboración y control, el debate en el Congreso el 9 de abril ha dejado tan meridiana como deprimentemente claro este aspecto.

4. La historia social proporciona herramientas para someter la percepción de nuestra situación presente a la lente de experiencias análogas del pasado, para encontrar allí las semejanzas y las diferencias. Del enorme repertorio de estudios sobre este tema, la peste para simplificar, bastaría con sobrevolar Diario del año de la peste, relato novelado de Daniel Defoe sobre la peste en Londres en el siglo XVII, la monografía Death in Hamburg: Society and politics in the cholera years, 1830-1910, del historiador Richard J. Evans, o las páginas sintéticas que dedica al asunto Jean Delumeau en El miedo en Occidente. Así, veríamos patrones de respuesta repetidos como la incredulidad contumaz al principio, el pánico luego y, con él, la desestructuración del marco social, las atribuciones irracionales, la proliferación de magos y recetas mágicas, las reacciones extravagantes –piénsese en el acaparamiento de papel higiénico–, etc. Observaremos luego algunas diferencias notables, claramente ventajosas para el episodio actual, en la parte opulenta del planeta. 

5. El análisis de la literatura pertinente muestra que la reacción a las catástrofes es distinta de la que suscitan fenómenos desencadenados por humanos, como las guerras o el terrorismo. En estos supuestos estamos en condiciones de llevar a cabo la atribución, bien a la maldad del causante bien a la incapacidad, indefensión o desconocimiento –un déficit de algún tipo– de los afectados. Pero las catástrofes lo que producen es incertidumbre, zozobra, desorientación, perplejidad o desconcierto; sensaciones derivadas de la inadecuación de los recursos cognitivos para aprehender la realidad de la desgracia. Por eso culpabilizar (atribuir responsabilidad) a unos u otros sujetos humanos es una violación del compromiso comunicacional del hablante; imputable a ignorancia, superstición o mala fe. Quienes aprovechan la catástrofe para declarar la guerra incurren en una grave responsabilidad y contribuyen, ahora utilizando la epidemiología como metáfora, a la intoxicación y a impedir las formas convenientes de respuesta a la crisis en términos colectivos. Lo que es imputable es el modo de responder a la catástrofe por el conjunto de actores en juego; y es cierto que a veces estas respuestas pueden constituir en sí mismas una calamidad. 

Quienes aprovechan para declarar la guerra incurren en una grave responsabilidad y contribuyen a la intoxicación y a impedir las formas convenientes de respuesta a la crisis en términos colectivos

6. Las crónicas históricas y la literatura clínica permiten asimismo, y con las variaciones que el conocimiento científico ha ido aportando en este campo, inferir un esquema contrastado de respuesta a las pandemias que se sustenta en tres elementos: aislamiento, desinfección y, llegado el momento, vacuna. En la medida de lo posible la aplicación de test  para identificar a portadores. Cada epidemia tiene sus propias incógnitas en el momento de la erupción en función de las características del patógeno, pero el proceso del contagio indica que el plan de acción viene definido por esos tres ingredientes.

7. La conciencia de la gravedad es, por tanto, una premisa básica. La asimilación y la gestión de la incertidumbre es la siguiente. En Juan de Mairena escribe Machado que “la inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza, son acaso nuestras únicas verdades. Hay que aferrarse a ellas”. Nos cuesta hacerlo porque nuestro modo de vida tiende a darnos una impresión de seguridad, de invulnerabilidad. Por eso entre las enseñanzas del virus está la de la humildad y la aceptación de la vulnerabilidad y la fragilidad, de la mortalidad en su acepción adjetiva. Para hacernos con esa sabiduría necesitamos, de nuevo Juan de Mairena, “repensar lo pensado, desaber lo sabido”. De otro modo, el sentimiento de vulnerabilidad frente a la dureza de la pandemia obliga a extremar las precauciones para minimizar las probabilidades de contagio, a modular nuestra medida de la normalidad para ponerla a la altura de las circunstancias. 

El hipertema

8.La imponente realidad de la pandemia se refleja en su omnipresencia en la vida cotidiana ¿Cuántas veces al día habremos escuchado las palabras coronavirus, pandemia, UCI, muertos, contagio, respirador, mascarilla? Pensemos en la cantidad de información que se puede digerir de forma provechosa habida cuenta de los límites de la capacidad de procesamiento de la mente humana. Y en cuánta de la información que se recibe es provechosa, en el doble sentido de utilizable porque podemos procesarla y útil porque tiene un fin beneficioso. Es obvio que una parte notable de la información que recibimos es necesaria pero otra resulta excedente o perjudicial. Pensemos en la disputa sobre la fiabilidad de las cifras. Aceptando la necesidad de obtener datos de interés, las críticas a la calidad de las cifras –siempre que no sean objeto de instrumentalización por quienes las proporcionan– deberían tener en cuenta que la gravedad de la patología es incompatible con una fiabilidad estándar para otros supuestos. Esta exigencia remite a una suerte de soberbia tecnocrática sobre la que volveremos.

Las críticas a la calidad de las cifras deberían tener en cuenta que la gravedad de la patología es incompatible con una fiabilidad estándar para otros supuestos

9. ¿Cómo puede resultar perjudicial la información sobre un tema grave? En Sobre la pedagogía escribe Machado “que el enfermo es algo más que la enfermedad”, de otro modo, nuestra epidemia es algo más que el virus. ¿Qué efecto tiene sobre una persona acobardada esa avalancha de datos, cifras, letras, estadísticas, modelos, porcentajes, índices bursátiles, proyecciones económicas, magnitudes de ERTE, capacidades de UCI, necesidades de guantes, mascarillas o respiradores, entrevistas incesantes a especialistas clínicos, pero también a eventuales artesanos de alguno de los artilugios sanitarios y la ecolalia interminable de tertulianos y a menudo invariablemente infantilizante en su afán tranquilizador (luego hablaremos de los discursos de odio, mucho más dañinos)? Literalmente anegan el espíritu y hacen mella en la sensibilidad porque desbordan la capacidad de procesamiento de cualquier ciudadano, le dejan literalmente aplastado por la inconmensurabilidad de lo que escucha. Y esto es una fuente generadora de inseguridad que se suma a la producida por el virus, que no es otra que el miedo a la muerte, y a la angustia de quienes tienen una situación económica comprometida. En definitiva, la cobertura del tema envuelve de tal manera la atmósfera que el país (y el mundo) se han convertido en un hospital global. Los responsables políticos parecen no haber atendido suficientemente este aspecto, quizás necesitan completar sus equipos de técnicos en epidemiología y comunicación con otros procedentes de la psicología y las humanidades. Y modular sus intervenciones para rebajar la exposición en lo cuantitativo y organizar la información de manera que proporcione los datos precisos sin incrementar innecesariamente la ansiedad. Por su parte, los medios tienen una responsabilidad equivalente en esas dos direcciones, reducir el monocultivo informativo sobre el monotema y presentar los contenidos de una forma que contribuya a serenar los espíritus, a no crisparlos al menos. Es verdad que en los primeros días probablemente la opinión pública necesitaba ese tratamiento intensivo, tanto por la gravedad intrínseca del tema como por una suerte de hipercompensación a la demora en la reacción, pero pronto habría ya motivos para considerar que la dosis resultaba excesiva por los efectos secundarios o psicosociales. Por no hablar de la información tóxica, la infoxicación –la epidemiología es una fuente inagotable de metáforas–, que como han mostrado ejemplos recientes tiene los rasgos de una calamidad. 

10. La inmersión cotidiana provoca ansiedad, aprehensión, un sentimiento vago de fatiga, irritabilidad, cansancio emocional, insomnio, incapacidad de concentración. Es el coste de la respuesta a la doble presión generada por el virus: por la sobreexposición al hipertema –es este aspecto el que recoge el prefijo hiper, la anormalidad por exceso–; pero igualmente, por la intranquilidad e inseguridad que producen las alteraciones de nuestro paisaje cotidiano. Estamos acostumbrados a desenvolvernos en un ambiente familiar y nuestras rutinas están pautadas de acuerdo con él. Las medidas de respuesta a la pandemia desestructuran el marco cotidiano, a la vez que las anticipaciones de las incertidumbres sobre el futuro sacuden los cimientos del psiquismo, tanto el personal como el colectivo. La desestructuración se muestra en toda la escala de impresiones. Por el lado leve, en esa sensación de irrealidad que genera un mundo fantasmagórico de calles vacías, gentes diseminadas pertrechadas de guantes y mascarillas, persianas bajadas, carreteras desiertas y un silencio que ahora no invita al recogimiento sino que evoca el miedo y la desesperanza. Por el lado grave, la expresión más dura de la desestructuración social es lo que llama Delumeau la abolición de la muerte personalizada, expresada en siglos pasados en la acumulación de cadáveres en las calles y hoy, de forma mucho menos grave, en la incapacidad de ejercitar el rito de la despedida entre los allegados. La privatización de los servicios funerarios puede contribuir a acrecentar el desasosiego en momentos tan determinantes para la salud emocional. Las enfermedades contagiosas tienen otro factor distintivo recogido en todas las crónicas: la rapidez con que se pasa de la normalidad sana a la condición de cadáver. A diferencia de la mayor parte de nuestras patologías, que permiten un acomodo paulatino al desenlace.

La cobertura del tema envuelve de tal manera la atmósfera que el país (y el mundo) se han convertido en un hospital global

11. La mirada a situaciones precedentes ofrece en este punto notables discontinuidades, generalmente muy favorables al momento presente. La más llamativa de ellas es que la mayor parte de la población actual de nuestro entorno no tiene recuerdo personal de una experiencia así. Como escribe el historiador William O’Neill en Plagues and People (1983): “Uno de los elementos que nos separan de nuestros antepasados y hacen profundamente diferente de la de otras épocas la experiencia contemporánea es la desaparición de las epidemias que son un grave atentado contra la vida humana”. Las crónicas de pandemias pasadas proporcionan imágenes dantescas, constituyen una suerte de museo del horror. Son imágenes que las generaciones actuales vinculan con productos de ficción. Hasta la primera guerra mundial era privilegiada la generación europea que había podido eludir la experiencia de la peste, con su séquito de cifras sobrecogedoras de mortalidad. Un manual de 1909 titulado Les premier soins et secours d’urgence incluye un capítulo dedicado a los medios preventivos contra las enfermedades infecciosas en el que se mencionan varias que sonarán exóticas a muchos contemporáneos: bronconeumonía, cólera, tosferina, diarrea o enteritis infantil, difteria, erisipela, fiebre tifoidea, gripe o influenza, oftalmia purulenta, paperas, paludismo, sarampión, escarlatina, sífilis, tuberculosis y viruela. Su autor, H. Philippe, propone este programa profiláctico: 1/ aislamiento de los enfermos contagiosos y del personal a su servicio; 2/ desinfección de telas, enseres, esputos y enseres de la habitación de los enfermos; 3/ todos los medios higiénicos susceptibles de destruir los gérmenes contagiosos; y 4/ evitar cualquier causa susceptible de favorecer la enfermedad.

12. La Covid-19 presenta varias particularidades en relación con episodios anteriores. Primera, la paradoja semántica de un confinamiento global (contra las previsiones de la misma OMS hace dos meses). Segunda, la novedad de un aislamiento físico enmarcado en una saturación simbólica (internet, teléfono, correo electrónico, redes…) y otra no simbólica, la posibilidad generalizada de ser servidos a domicilio (comercio electrónico). Esto nos lleva a un tercer aspecto diferencial: las quejas que se oyen se refieren a elementos psicológicos, por ejemplo, la incomodidad de no poder patear el monte o compartir unas cañas, los sentimientos negativos señalados antes, el desagrado por la imposibilidad de cumplir nuestras rutinas, etc. Durante siglos en momentos análogos buena parte de la población tenía que pensar en su supervivencia, en de qué alimentarse, mientras que la mayor parte de nuestras casas cuentan, además de con el cordón umbilical de la comunicación, con luz, gas, calefacción, agua corriente y el frigorífico lleno. Otra parte no; no se pueden obviar los determinantes sociales de la salud y la incidencia diferencial de la enfermedad apunta a disfunciones sistémicas pendientes. Si las anteriores diferencias son positivas hay una cuarta que no lo es en la misma medida, la mentalidad gerencial que se entrevé tanto en ese prurito de la precisión de los datos aludida como, sobre todo, en la confianza desmesurada en los artefactos técnico-matemáticos derivada de la cosmovisión cruzada del neoliberalismo y Silicon Valley. La pandemia ha puesto en cuestión dos supuestos centrales de esta ideología por defecto: 1/ que para cada problema hay una solución y que la falta de solución solo es imputable a incompetencia o a aproximaciones inadecuadas (a un déficit de algo que podría ser solventado, que tiene un culpable); 2/ que el dinero todo lo puede comprar. Las escenas poco edificantes de competencia a todos los niveles (entre municipios, CC.AA., Estados, en una suerte de cantonalismo identitario) ilustra, por un lado, la insolvencia del dogma y, por otro, la debilidad del axioma de que el mercado es la forma más eficiente de atribución de recursos y que, por tanto, debemos ahora conformarnos con esperar a la cola correspondiente en China o India. Muchos países ricos, de Suiza a Estados Unidos –del nuestro ya sabemos–, no disponen de equipos sanitarios suficientes y no es por falta de liquidez ni de disciplina presupuestaria ni de defensores de la austeridad expansiva. La soberbia es la respuesta más desajustada y menos inspiradora para diseñar las medidas necesarias frente al conjunto de problemas asociados a la pandemia. 

13. La biología de la pandemia obliga a extremar las precauciones físicas para evitar el contagio, los aspectos culturales de la pandemia obligan en la misma medida a atender a las dimensiones psicológicas y sociales. Como anticipan los expertos cuando pase lo peor, aflorará el síndrome de estrés postraumático. Conocemos que ante la ruptura brutal de los marcos usuales de vida muchas personas enloquecían; ponían fin a sus vidas, como cuenta Defoe, o cavaban su propia tumba y se enterraban vivas, como cuenta Montaigne (Essais, III, xii). Las respuestas irracionales pueden adoptar hoy desde formas aparentemente anodinas pero no exentas de responsabilidad, como rumores, fake news o bulos, a otras más graves, como la búsqueda de culpables o la recomendación de remedios contraproducentes. Desde este punto de vista la prioridad debe ir encaminada a las medidas profilácticas para proteger las relaciones humanas, mantener la estabilidad emocional y contener la ansiedad; de otro modo, a perseguir un cierto sosiego contribuyendo también al bienestar del entorno. Para ello resulta primordial seleccionar la información, evitar la infoxicación (profilaxis informativa), dosificar el tiempo de exposición al hipertema y establecer planes de tareas que ocupen la atención y ayuden a instalar una suerte de normalidad sostenible. La misma receta debe aplicarse al contenido y al tono de nuestras comunicaciones horizontales, a la manera en que interactuamos. 

El impasse

14. El miedo al futuro rivaliza con el miedo a la muerte como agente productor de ansiedad y desazón. Entre la marabunta de información y ruido no faltan los tramos dedicados a anticipar la morfología del porvenir y poner forma y color a la próxima epifanía del apocalipsis. De alguna manera estos mensajes tornan insolventes las a menudo pueriles invocaciones al optimismo y los conjuros sobre la victoria segura. Esta preocupación por el día después no hace sino añadir inquietud a la de por sí alta que trae el presente. La arrogancia tecnocrática está multiplicando modelizaciones que en muchas ocasiones no distan tanto de las profecías de antaño. La complejidad del cóctel de variables en juego y, sobre todo, de las interacciones entre ellas, obliga a la modestia sobre el alcance de las computaciones de algoritmos. Sobre todo, por las limitaciones del equipamiento mental de quienes los programan, sin ánimo de desacreditar el trabajo de prospectiva serio y no contaminado por prejuicios ni sesgos de narcisismo corporativo. Frente a esas proyecciones desestabilizadoras, la realidad nos recomienda un acomodo a ese presente continuo construido con paréntesis encadenados que tienen en su desenlace un futuro en blanco. 15. Uno de los efectos de las situaciones extremas, sean o no intencionadas, es que simplifican el mapa; el hombre medio y sus tonalidades tiene que elegir entre una de las dos únicas posiciones disponibles: la cobardía o el heroísmo; los que huyen a lomos del “sálvese quien pueda” despreocupándose de todos los demás –particularmente denunciable en hombres públicos o sacerdotes– y quienes no abdican de su responsabilidad humana y permanecen atentos a las necesidades de la comunidad. En las crónicas históricas ambas categorías están bien representadas. Y de nuevo aquí son variables psicosociales las determinantes para explicar los comportamientos. En resumen, situaciones como la pandemia propician la expresión simultánea de lo peor y lo mejor; en las personas y en las colectividades. 

Las respuestas irracionales pueden adoptar hoy desde formas aparentemente anodinas pero no exentas de responsabilidad, como bulos, a otras más graves, como la búsqueda de culpables 

16. La opción de lo peor tiene manifestaciones múltiples. La mayor parte de ellas están asociadas a la atribución imaginaria de culpa en la búsqueda de una explicación a la desgracia que pudiera resolver la inseguridad de la incertidumbre. El egoísmo, la insolidaridad y el tribalismo han conducido a menudo a la búsqueda de chivos expiatorios oportunistas, empezando por los más alejados, los judíos usualmente, siguiendo con los extranjeros en general y terminando con el ‘otro’ interior (brujas, marginales, nómadas, leprosos, mendigos, prostitutas, homosexuales…). En 1348 se extendieron los pogromos por toda Cataluña al grito de “¡Muerte a los traidores!”. El blanco del estigma social es tan imprevisible como el del contagio. En las condiciones actuales, el virus ha dado ocasión igualmente a la expresión de lo peor. Los populismos en sus diferentes formas (Modi, Trump, Johnson, Netanyahu, Bolsonaro, Lukhasenso) han pasado por diferentes etapas en función de las expectativas de sus seguidores, entre la estulticia y la instrumentalización. La extrema derecha y los ultraconservadores han utilizado la pandemia al modo de sus antepasados para alentar posturas reaccionarias con proclamas moralizantes. Tradicionalistas y xenófobos han encontrado la coartada para reivindicar valores tradicionales o cerrar fronteras. Por no hablar de quienes desempolvan la teoría del castigo divino. Para los movimientos que se alimentan del miedo y las mentiras, la pandemia es una estructura de oportunidad en la que pescar a las personas que tienen el sistema inmunodeficitario cognitivo muy deteriorado por la inseguridad y el pánico. Entre las mentiras, la designación de chivos expiatorios. En el río revuelto aparecen ‘aceleracionistas’ que quieren aprovechar la crisis para precipitar el final de la democracia y crear un nuevo etnoestado supremacista blanco, ecofascistas que buscan instrumentalizar la desgracia para resolver el problema ecológico destruyendo poblaciones de forma masiva, ultraderechistas que ven la oportunidad de desbancar a un gobierno democráticamente elegido, intelectuales fanatizados que infectan la atmósfera con discursos de odio, tecnócratas que reivindican más ortodoxia para prevenir el desajuste presupuestario o las amenazas del nuevo jinete del apocalipsis que son las primas de riesgo, piratas informáticos que… En este despliegue de oportunistas y pescadores de río revuelto esta peste no se diferencia de las otras más que en la sofisticación de los soportes. También en otras crisis, como en la de Hamburgo narrada por Richard J. Evans (Death in Hamburg…), el statu quo liberal burgués que primaba los intereses económicos salió reforzado.

17. Como se indicó al principio, por su condición de desastre y no de calamidad, la pandemia no es atribuible. Este desajuste entre un efecto tan enorme y la imposibilidad de encontrar una causa genera reacciones encaminadas a suplementar esa laguna en la balanza de las explicaciones, que intuitivamente aspiran a una cierta proporcionalidad. La búsqueda de un culpable imaginario es por eso una constante con varios grados, también registrados en los diferentes episodios. Una forma elemental de proceder, que habitualmente engarza con la incredulidad, es atribuir el contagio a alguna característica de los afectados. Recordemos al principio las muestras de sinofobia como esa portada de un medio francés que tituló su portada “alerta amarilla” o las rememoraciones del “peligro amarillo”. En ese mismo momento un líder italiano de la Liga aseguró que a ellos no les pasaría porque se lavaban las manos, Salvini declaraba que eran los inmigrantes africanos los que transportaban el virus a Italia y el neofascista Ignazio La Russa recomendó el saludo fascista como tratamiento “antivírico y antimicrobiano” para evitar el contagio. Expresiones de esa naturaleza incendian regularmente las redes. En la primera semana de abril las clases medias y altas indias están convencidas de su invulnerabilidad frente a las capas bajas; pero más grave aún es la estigmatización de los musulmanes en la estela de la Citizenship Amendment Act. Para la activista musulmana Annie Zaidi la pandemia ha alentado algo más peligroso, más discriminatorio que el virus –llamado por algunos “Corona Jihad”–, el odio. En la misma dirección, Jiwei Xiao, una profesora universitaria china en Estados Unidos, observa que “para muchos chinos y americano-asiáticos es un momento particularmente terrible. Lo que más miedo da a muchos de nosotros a la hora de manifestarnos en público estos días no es el coronavirus sino el odio procedente de desconocidos” (The New York Review of Books, 06/04/2020). En Cantabria, la iniciativa para alojar en una hospedería de la iglesia a un grupo de jóvenes albaneses, que viven en un bloque abandonado sin ningún servicio, ha suscitado una iniciativa xenófoba avalada por el alcalde de la localidad donde serán alojados; ha sido afortunadamente contrarrestada por la autoridad regional, una ONG y varios colectivos sociales. Estas prácticas, merecedoras de la consideración metafórica de virus sociales, corresponden claramente al rubro de la calamidad. Y en cuanto producto de voluntades humanas incorporan un suplemento de desazón: son atribuibles y los perjudicados por tales prácticas se merecen el título de víctimas de pleno derecho. 

La extrema derecha ha utilizado la pandemia al modo de sus antepasados para alentar posturas reaccionarias con proclamas moralizantes

18. Otra manifestación dañina es la explotación de la catástrofe con fines partidarios. Cuando la batalla política usa los muertos es que se ha rebasado el umbral de la indignidad, cuando alguien parece saborear las cifras del infortunio para lanzar vitriolo incurre en lesa decencia. ¿Quién querría estar en el lugar de máxima responsabilidad en momentos así? Algunos políticos utilizan el desastre no para criticar una u otra política del gobierno sino para debilitar la acción del Estado mientras invocan la Constitución y olvidan que la responsabilidad más cercana –decimos más cercana porque ni en el supuesto más favorable el sistema sanitario habría estado preparado– se encuentra en los recortes sanitarios y la privatización impuestos por los apóstoles de la disciplina presupuestaria. Hay que recordar que las acusaciones (falsas) de Manuel Lamela, consejero de Sanidad de Madrid, contra Luis Montes representaban el ataque a la sanidad pública desde el propio gobierno regional. En esos mismos años el PP madrileño logró desviar alrededor de tres millones de euros de la construcción de hospitales y centros de salud a su ‘caja b’ valiéndose de la cláusula del 1 % según el juez del caso Púnica, Manuel García Castellón. Con el argumento de que era más eficiente la gestión privada. Con todo, estas prácticas no son responsables de la epidemia; otra cosa es que sus protagonistas o próximos enarbolen la bandera de la indignación para exigir responsabilidades. O que resulte palmario que con otras políticas la sanidad pública se habría encontrado mejor pertrechada para responder a la crisis. En Madrid, en Cataluña –donde una variante de la instrumentalización ha generado los odiosos “Espanya ens mata” o “De Madrid al cielo”–, en Castilla la Mancha o en Valencia, por citar unos ejemplos. Que la pandemia favorezca un reajuste de parámetros equivocados con un reforzamiento de lo común y lo importante, o que por el contrario emprenda el camino de la involución, eso sí que depende de las voluntades humanas. Y desde luego el nacional-populismo adquiere gran parte de su poder de seducción de la instrumentalización del sufrimiento y de la manipulación del miedo.

19. La pandemia da ocasión también para lo mejor. Como en anteriores episodios son frecuentes las conductas ejemplares y las prácticas cooperativas encaminadas tanto a proveer apoyo a los más necesitados como a conjurar los fantasmas del miedo y la pesadumbre de la ansiedad. Esos aplausos al atardecer, el reconocimiento del valor de lo común, la responsabilidad ética expresada por Kant y recogida en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las proclamas a favor de la igualdad, la responsabilidad colectiva para mantener la disciplina que permita limitar el alcance de la pandemia, la disponibilidad para asistir a los ancianos solos… Hemos visto cómo pacientes eran desplazados para ser tratados en otras comunidades autónomas o en otros países y cómo, a veces, los Estados se han sobrepuesto a las pulsiones tribales para adoptar medidas encaminadas a hacer de Europa una comunidad de destino en vez de una carrera suicida propulsada por el egoísmo.

20. Las catástrofes que desestructuran los marcos de nuestra vida colectiva nos dejan siempre una lección de humildad para combatir por igual la vanidad y el egoísmo. En nuestro contexto actual el egoísmo llevaría a una suerte de Eurobrexit desagregado de consecuencias políticas tan graves como las clínicas de la pandemia. Frente a ello Montesquieu dejó una fórmula que opta por la vía contraria y que bien pudiera denominarse un principio de subsidiariedad al revés: “Si supiera alguna cosa que me fuese útil y que fuese perniciosa para mi familia, la arrojaría de mi pensamiento. Si supiera alguna cosa útil a mi familia y no lo fuese para mi patria, trataría de olvidarla. Si supiera alguna cosa útil a mi patria y que fuera perniciosa para Europa, o bien que fuera útil a Europa y perniciosa para el género humano, la consideraría como un crimen” (Cahiers, I).

21. La lección de humildad recomienda también modular la soberbia subyacente en aquellas voces que hace cincuenta años anunciaron el fin del ciclo histórico marcado por las enfermedades infecciosas (en los países ricos). Esta apreciación tiene un interés claro a la hora de pensar el futuro en los términos estrictos de la epidemiología. Lo expresa con claridad Anne Marie Moulin en el volumen III de Historia del cuerpo (2006): “Se enfrentan así dos historias del siglo XX, la de un progreso constante que se expresa en cifras demográficas, con un alargamiento de la esperanza de vida y la desaparición progresiva de las enfermedades infecciosas, y otra historia en la que el hombre, con el aumento del cáncer y la vuelta de las enfermedades infecciosas, muy lejos de su posición de mago triunfante, se debate en el seno de un mundo en equilibrio inestable, un hervidero de microbios cuya complejidad ignoraba”. Este hervidero, resultado en parte del calentamiento y la deforestación, encuadra el desastre actual en una triple crisis, la inmediata de la salud, la inminente de la economía y la mediata del clima. 

22. Hemos señalado que hace falta añadir sabiduría a la técnica. Como se han terminado los anteriores apartados con una recomendación, lo haremos en este con la de un clásico, la Carta a Meneceo de Epicuro, escrita hace más de 2000 años: “Debemos recordar que el futuro ni es nuestro totalmente ni totalmente no nuestro, para que ni lo aguardemos como que inexorablemente llegará ni desesperemos de él como que inexorablemente no llegará”.

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Martín Alonso Zarza, sociólogo y filósofo; Mercedes Boix Rovira, médica y presidenta de la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de Cantabria; Arancha García del Soto, psicóloga social, y colaboradora de la CPI y organizaciones de derechos humanos,  y Fernando Molina Aparicio, profesor de Historia de la UPV/EHU. 

Con el agradecimiento a las aportaciones de Ignacio Alonso del Val, Rosa Antolín, Jesús Casquete, Eugenio del Río, Milagros Gárate, Amaia González Llama, Marcos Gutiérrez, Salvador López Arnal, Concha Martín, Ángel Martínez, Javier Merino, Yolanda Rouiller, Antonio Santamaría, Josu Ugarte y Clara Valverde.

Tanto se escribe sobre el virus que seguramente lo mejor que podría hacerse es no añadir más a lo dicho. La justificación para evadir esa norma descansa en que esta reflexión no es sobre el virus sino sobre cómo se le piensa (realidad), se le trata informativa y socialmente (tema) y se anticipa el día después...

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Fernando Molina Aparicio

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2 comentario(s)

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  1. Luismi

    Artículo fantástico. Informativo, terapéutico, balsámico. Chapeau a los autores.

    Hace 3 años 10 meses

  2. IMZ Iñaki Mujika Zendoia

    Simplemente, muy serio y de agradecer.

    Hace 3 años 11 meses

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