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Bipartidismo sentimental

La derecha no nos devolverá los derechos que sacrifiquemos

Si la izquierda ministerial no entiende que los derechos constitucionales son un mínimo que hay que proteger incluso con la vida, es que no ha entendido que las clases altas ejercen sus libertades simplemente por el poder del dinero

Xandru Fernández 2/05/2020

<p>Pablo Casado, Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida en el homenaje a los héroes del 2 de Mayo. </p>

Pablo Casado, Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida en el homenaje a los héroes del 2 de Mayo. 

PP

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Alguien, no recuerdo quién, planteó al comienzo de la crisis covid-19 que, si esto llega a ocurrir con un gobierno del PP, la izquierda no habría respetado el confinamiento y se habría manifestado sin tregua por tierra, mar y aire.

Si por “izquierda” entendemos los partidos que actualmente forman el gobierno de España, no creo que hubiera sido así. Estoy casi seguro de que el PSOE habría apoyado las medidas del gobierno aun estando en la oposición, o al menos me parece verosímil que así fuera, de acuerdo con la trayectoria de ese partido en el pasado reciente. Incluso con mayor solemnidad y formas menos broncas que las del PP de Casado.

La dureza del confinamiento y nuestra docilidad hacen pensar que aquí funcionan mecanismos de legitimación de las políticas públicas muy particulares

Pero no creo que ni los dirigentes ni los simpatizantes de Unidas Podemos hubieran aceptado de buen grado una limitación tan drástica y prolongada de los movimientos de la población y una escalada de destrucción de empleo tan alarmante. Cierto que un gobierno del PP no habría tal vez tomado ni la mitad de las medidas que ha aprobado el actual Ministerio de Trabajo, pero está por ver que estas últimas le hubieran parecido suficientes a la militancia de Unidas Podemos de no venir avaladas por la firma de Yolanda Díaz. Es una duda que no podemos, de ninguna manera, disipar, por más que sea bastante razonable preguntarse qué hubiéramos acabado privatizando esta vez si no llega a ser por Yolanda Díaz y la presión de la grada izquierda del ejecutivo.

De lo que estoy mucho más seguro es de que la limitación del derecho de manifestación este Primero de Mayo por el Tribunal Constitucional habría sacado a la calle a docenas y aun a cientos de personas legítimamente indignadas. Con pandemia o sin ella. Y si no vemos a esos manifestantes en otros países con gobiernos más de derechas que el nuestro es, sencillamente, porque en ellos no se han limitado ni cercenado derechos fundamentales (léase Alemania o Francia) o porque las calles están en manos de fundamentalistas religiosos o de extrema derecha reclamando justo lo contrario: la suspensión de los mecanismos de la representación parlamentaria (léase Estados Unidos o Brasil).

Aun tratándose de una situación excepcional y transitoria, y aun dando por válida la justificación científica de las medidas adoptadas durante el confinamiento, la dureza de este en el territorio español, en comparación con la mayoría los de países europeos, y la docilidad con que los ciudadanos nos hemos plegado a ellas, hacen pensar que aquí funcionan mecanismos de legitimación de las políticas públicas muy particulares. Hay dos que me interesa explorar, aunque sea por encima. Uno de ellos es la identificación de lo público con lo colectivo. El otro, el bipartidismo de los sentimientos.

Es muy llamativo que, desde el principio de la crisis, se haya tendido a identificar lo público (aquello que no es de nadie y todos pueden usar y es, por tanto, gestionado por el Estado) con lo colectivo (aquello que pertenece a muchas personas que deben ponerse de acuerdo sobre su uso común). Se vio en la polémica, hoy ya extinguida, sobre la limitación de movimientos en las llamadas “zonas comunes” de los edificios de viviendas (azoteas, escaleras, portales). A la inversa, se volcó en el espacio público la vivencia colectiva y se asumió que la excepcionalidad del momento, convenientemente adornada con lenguaje bélico y trágico, permitía invadir las calles, ya que no pisándolas, sí atronándolas: de los aplausos en las ventanas (que pasaron rápidamente de ser un gesto de reconocimiento a la labor del personal sanitario a convertirse en una forma de exhibir y expedir certificados de buena vecindad) a la instalación de karaokes y discotecas improvisadas durante dos, tres, cuatro horas, a nadie pareció importarle demasiado que la vigilancia de las medidas de confinamiento pasara de las manos de la policía a las de la llamada “policía de los balcones”. Establecimientos privados, como supermercados o tiendas de alimentación, hicieron suyas las aceras donde se formaban las colas para entrar, algo difícilmente criticable dadas las circunstancias, sin bien el tránsito por esas aceras quedó sujeto a tener la condición de cliente: consumidor antes que ciudadano. Se permitió, además, e incluso se alentó que las decisiones sobre cómo hacer uso de los propios derechos durante el estado de alarma quedaran al albur de la policía o el ejército. Nadie vio nada incorrecto en que los militares patrullaran las calles con vehículos blindados, por ejemplo. Es inevitable preguntarse si ese silencio se hubiese producido con un gobierno de un signo político diferente.

Y a esto me refiero con la expresión, no demasiado elegante, lo reconozco, de “bipartidismo de los sentimientos”. Aun aceptando que es difícil concebir un sentimiento moral ajeno por completo a mediaciones de tipo político, como si nuestros valores y nuestro sentido de lo virtuoso pudieran construirse al margen de categorías políticas, intereses de clase y razonamientos de corte ideológico, no es menos cierto que no siempre la sombra política de nuestra dignidad moral tiene que coincidir con la agenda de un partido o un gobierno. Para que esto ocurra, tienen que concurrir circunstancias muy diversas. En nuestro caso, se han producido, a la vez, tres de ellas, que explican por qué la oposición a la dureza del confinamiento ha sido tan tibia o, al menos, sotto voce. En primer lugar, la renuncia de buena parte de la izquierda española a desarrollar una agenda más ambiciosa que la que permitía la colaboración de Unidas Podemos con el PSOE, motejando de “infantilismo” cualquier iniciativa o principio que no quedara cubierto por la Realpolitik en curso. En segundo lugar, la asunción, también por parte de la izquierda, del discurso de que todo lo que no sea uniformemente español es insolidario y de derechas. En tercer lugar, la aceptación (de nuevo por una parte bastante numerosa de la izquierda española) de la imagen que las derechas han elaborado sobre sí mismas y difunden porque, en el fondo y en la superficie, las beneficia: que las libertades son caprichos, que la izquierda quiere cercenarlas y que solo la derecha las defiende frente a las intromisiones del gobierno en lo privado, lo familiar y lo individual.

Nadie vio nada incorrecto en que los militares patrullaran las calles. Es inevitable preguntarse si ese silencio se hubiese producido con un gobierno de un signo político diferente 

Lo cierto es que, de esos tres factores, es el tercero el que ha aflorado con una fuerza insólita en el mapa político y sentimental de la sociedad española. El primero ya lo habíamos visto operar en el contexto de las negociaciones para formar gobierno en 2019 y todo hacía prever que sería difícil sacudírselo de encima durante unos cuantos años. El segundo lo vimos conformarse e imponerse durante la llamada “crisis catalana” de 2017 y a esa debilidad de la izquierda para entender y articularse en una España territorialmente compleja se encaraman ahora no solo los llamados “nacionalismos periféricos” (típica etiqueta de la Cultura de la Transición que deberíamos ir ya jubilando) sino también los discursos populistas sobre la “España vaciada”, displicentemente infravalorados por la izquierda ministerial. El tercero, en cambio, no lo habíamos visto hasta ahora, o al menos no de un modo tan explícito e inquietante, por todo lo que implica de dejar en manos de la derecha más extremista la defensa de valores que, en Europa, solo han estado a salvo cuando los ha hecho suyos la izquierda.

Cierto que hay que andar bastante ayuno de sentido común para creerse que dos partidos genéticamente emparentados con el franquismo como el PP y Vox pueden llegar a convertirse en paladines de libertad alguna. Pero el sentido común se construye colectivamente (por eso es común) y en el contexto de choques de fuerzas antagónicas (por eso es un sentido). Si la izquierda ministerial no entiende que los derechos constitucionales, de por sí bastante endebles, son un mínimo que hay que proteger incluso con la vida, y no un lujo ocioso que solo las clases altas disfrutaran, es que no ha entendido que las clases altas no necesitan que las leyes blinden sus libertades, que las ejercen simplemente por el poder del dinero. Si la izquierda ministerial entiende todo eso pero está dispuesta a mirar provisionalmente a otra parte si mientras tanto caen algunas migajas de la mesa de los señoritos, debería prever que el menor desequilibrio en la correlación de fuerzas puede devolver esas migajas a la bandeja donde estaban sin por ello revertir la pérdida de derechos que se consintió a cambio de ellas. Y si la única manera que tiene la izquierda ministerial de reaccionar a las amenazas de las elites financieras y empresariales es luciendo las galas de la suficiencia moral y diluyendo la fuerza persuasiva de los argumentos científicos hasta convertirlos en pura expresión de adhesión a un partido, no tardaremos en cosechar en las urnas y en las calles los frutos de esa irresponsabilidad. Y serán las clases más desprotegidas las que acabarán pagando esa estrategia suicida.

No, a la derecha no le interesa lo más mínimo que defendamos nuestro derecho a manifestarnos. Las libertades que reclama alimentan tanto como los menús infantiles de Telepizza que distribuyen en la Comunidad de Madrid. Y es evidente que, por mucho que Abascal se ponga en plan Milicia de Michigan, un gobierno de derechas, con o sin Vox, habría decretado un confinamiento y unas medidas como mínimo similares a las que decretó Pedro Sánchez. Donde debe notarse la diferencia, y ese es el guante que la izquierda ministerial tiene que recoger, es en la defensa a ultranza de unas libertades que la derecha estaría dispuesta a sacrificar en cualquier momento. Si el paisaje cambia y la crisis económica se agrava, lo único que puede garantizar que el Estado defienda a los más débiles es esa arquitectura de derechos que, por frágil, siempre hay que cuidar como si estuviera en cuarentena.

Alguien, no recuerdo quién, planteó al comienzo de la crisis covid-19 que, si esto llega a ocurrir con un gobierno del PP, la izquierda no habría respetado el confinamiento y se habría manifestado sin tregua por tierra, mar y aire.

Si por “izquierda” entendemos los partidos que...

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