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DEMOCRACIA Y CRISIS

Keynes en Hubei, Trump en el INEM

La aceleración de la lucha global por el control del capitalismo (I)

Isidro López / Rubén Martínez Moreno 17/05/2020

<p>Donald Trump (en el atril) y Mike Pence durante una rueda de prensa sobre la covid-19.</p>

Donald Trump (en el atril) y Mike Pence durante una rueda de prensa sobre la covid-19.

Joyce N. Boghosian / The White House

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“Amas de casa patriotas, salid resueltamente mañana bien temprano a la calle y acudid a las maravillosas rebajas que se anuncian por todas partes. Os haréis bien a vosotras mismas, porque nunca fueron las cosas más baratas más allá de vuestros sueños. Comprad ropa para la casa, de sábanas y mantas para satisfacer todas vuestras necesidades. Y tened, además, la alegría de estar incrementando el empleo, aumentando la riqueza del país porque estáis poniendo en marcha actividades útiles”.

John Maynard Keynes (1931) Ensayos de persuasión

Todos los indicadores económicos conocidos han entrado en colapso. Algunos estudios señalan que España sufrirá la crisis más que cualquier otra economía europea, con una disminución del 15,5% en el PIB este año y un déficit fiscal del 12,5%. La deuda total podría ascender hasta el 120% del PIB. La ONU prevé que la economía global puede llegar a contraerse un 4,9% en 2020 y otro 0,5% en 2021.

Podemos tomar esos índices como señales de un futuro que todavía no se ha desplegado, pero cualquier cautela es poca. Aspirar a un análisis completo de esta crisis económica global sería una filigrana con doble tirabuzón de la que saldríamos desnucados. Si algo nos ofrece esta crisis es una figura invertida de la profecía autocumplida. El desgajamiento del poder en dos esferas, una político-médica y otra político-económica, produce un extraño efecto óptico. En apariencia, el poder del capital queda orillado, hablando desde un futuro más o menos inmediato sobre el que apenas deja dudas. En una apoteosis de lo inevitable, la cólera del modo de producción capitalista será terrorífica cuando acaben los encierros y las restricciones. Todo un homenaje a la tragedia clásica. El poder político puede adelantar pero no evitar el desconcierto que se desatará, lo que bien puede suponer su inmolación, al menos en sus formas gubernamentales. Se puede correr pero no huir.

Los boletines estadísticos de todo organismo oficial no solo se acumulan, sino que compiten con el antiguo testamento en profecías apocalípticas. Este rosario inacabable de gráficos muestra una tendencia al desplome que toca profundidades nunca conocidas. Todo apunta a que rematarán con un hic sunt leones en sus previsiones para el año que viene. De esta manera, se refuerza el halo de inevitabilidad de la punición que las deidades financieras capitalistas aplicarán a unas sociedades presentadas como sumisas al capital y al Estado.   

Esta crisis ha supuesto una disrupción casi total y todavía nos queda mucho por ver. Pero a primera vista, algo puede resultar sorprendente. Las posiciones políticas ya perfiladas en los últimos tres años en torno a la crisis de beneficio monetario y de hegemonía que arrastra el capitalismo histórico no se han alterado cualitativamente. La profundísima y compleja forma de aparición de esta crisis más bien ha acelerado de forma vertiginosa los cambios históricos y ha profundizado la emergencia de nuevas posiciones y actores políticos. La batalla por el futuro de la economía planetaria es el trasunto del conflicto por tomar posición en un nuevo campo de relaciones de poder global. Nuestro objetivo es hacer una breve radiografía, en dos entregas, de este campo de posiciones globales, que en realidad, determinan en bastante medida la vida política en el interior de los Estados nación.   

La larga crisis de beneficio   

Las crisis capitalistas son una sucesión de shocks exógenos y “todo iba sobre ruedas hasta que un virus lo estropeo todo”. Podría ser la conclusión de un observador encerrado en su perplejidad que construye sus visiones del mundo mediante fuentes oficiales. La crisis del petróleo del 73, la crisis de las hipotecas subprime en 2008 y la crisis del 2020, la del virus. El modelo se presenta como una víctima de su mala suerte, de tropiezos muy seguidos que presumen fallos endémicos en esa forma de caminar, pero en fin, fogonazos puntuales de infortunio. Los motivos pueden ser geopolíticos, la codicia individual de algunas manzanas podridas o el libre albedrío de un organismo unicelular que no acata órdenes de los consejos de administración. Venimos de una civilización que se presenta a sí misma como el estadio superior de desvinculación de “la naturaleza” gracias a su gigantesco poder tecnológico. Resulta difícil que, con semejante imagen construida, salgamos bien parados del desmontaje de todas las estructuras de reproducción económica estándar por culpa de un microorganismo.   

Acudir a la mala pata promete una explicación entre vaga y disparatada. Se suele medir la profundidad de las crisis por el número de esferas y procesos que, presentados como independientes, entran en resonancia y se sincronizan. Siguiendo estos parámetros, estamos ante la crisis total, que permea hasta el último rincón del mundo y frente a la que toda posición política posible tendrá que referenciarse. Lo cierto es que el capitalismo pre-covid, con todo su juego de posiciones políticas, ya prefiguraba una crisis inminente. El capitalismo es un sistema que necesita el beneficio, pero no de cualquier tipo, sino uno siempre creciente. Lo necesita tanto como la fuerza de trabajo colectiva –fuente del beneficio incesante– necesita el oxígeno para mantenerse viva. En la actual versión financiarizada del capitalismo global, la extracción de rentas de todo tipo para compensar la insuficiente producción de beneficios por la vía de la acumulación de capital industrial, más que ser simplemente tolerada ha sido central. La concesión de crédito no es sino el segundo movimiento de una captación previa de tanta riqueza social como sea posible en formas monetarias. Pero al beneficio producido por las finanzas a través del endeudamiento generalizado le sucede como a toda forma de saqueo: no es sostenible indefinidamente sin rebasar límites sociales, ambientales o, más propiamente, económicos.

Desde que a mediados de los años sesenta empezó a caer la rentabilidad del hegemón americano, trasladando esas caídas a todos los países capitalistas centrales, el capital arrastra problemas profundos de formación de beneficios. Sin producción de riqueza nueva en las proporciones requeridas para ser considerada creciente, esa antigua civilización capitalista del siglo XIX que prometía un esplendoroso futuro a través del desarrollo y del crecimiento infinito queda reducida a un sistema de posiciones mantenidas por el poder del miedo y el disciplinamiento. El miedo y el hambre, decía Adam Smith, son los dos grandes pilares de los mercados de trabajo capitalista.   

La irrupción de la competencia entre Estados-empresa

Jamás hemos experimentado las profundas, abstractas y frías dinámicas estructurales sin una mediación en forma de poder político de los centros territoriales reales del poder capitalista. Los países de tamaño continental o las zonas económicas transnacionales como la zona euro son los vehículos del conflicto intercapitalista. Un conflicto en el que las unidades políticas defienden los intereses de las empresas de sus territorios. Y el caso es que el capitalismo neoliberal globalizado y financiarizado ya no tiene para todos. Tan solo hace falta revisar el largo ciclo de arreglos para dar respuesta a esa crisis de beneficio. En ese sentido, la secuencia de grandes medidas impulsadas por la Administración norteamericana son iluminadoras.   

En 2017, Donald Trump dio un golpe de mano a la posición de la potencia hegemónica: la llamada guerra comercial. Cabe entenderlo como el cuarto golpe de mano que sigue en la secuencia iniciada en Bretton Woods, dando paso al desenganche definitivo del dólar del patrón oro en 1973 y el movimiento de subida radical de los tipos de interés en 1979 a cargo de Paul Volcker, el entonces presidente de la Reserva Federal. Ni decir tiene que provocó una crisis de deuda global que reestructuró la jerarquía de países y territorios heredada de la disolución de los imperios francés y británico y de los movimientos de liberación nacional.

La guerra comercial está lejos de ser un simple asunto de cargas arancelarias. Su consecuencia más evidente es la muerte del discurso anclado en el fundamentalismo de mercado. Un marco que, siguiendo la costumbre, solo se ha aplicado cuando “el mercado” (esa abstracción) reproducía de forma semi-automática las posiciones de poder del hegemón americano y la posición subalterna de Europa y Japón. Tan pronto “el mercado” amenaza esas mismas posiciones de poder al abrir una ventana al caos de la competencia destructiva, se acaban los fundamentalismos y aparecen los Estados como agentes económicos de emergencia que pelean por nichos monopolistas para sus empresas.

Desde la victoria del norte industrial capitalista frente al sur exportador esclavista en la Guerra de Secesión, EE.UU fue proteccionista y sus energías políticas se centraron en la integración de su gigantesco mercado como polo de crecimiento de las nuevas industrias automatizadas, las nuevas cadenas de producción y el advenimiento de una sociedad de consumo de masas. Todo esto cambió progresivamente a partir de la Segunda Guerra Mundial, y de forma muy aguda desde la crisis de 1973. En ese momento, el movimiento de desenganche del dólar frente al oro inauguró una separación entre el Estados Unidos agente hegemónico vigilante del proceso de acumulación global y la política interna de EE.UU. Una separación de roles que hoy ha llegado a sus máximos históricos. La superposición de dos imágenes clarifica esta cuestión: las políticas renovadas de la Reserva Federal americana como prestamista de dólares sin restricciones para todos los bancos de los países capitalistas centrales frente a los kilómetros de colas en los bancos de alimentos en una zona relegada como Pittsburg.

Trumpismo, keynesianismo y nuevo globalismo

La crisis del coronavirus se ha acelerado debido a esa contradicción. Por un lado, el dominio financiero americano de la esfera monetaria y financiera de la economía global, todavía indiscutido. Por otro lado, la situación social y política de unos EE.UU. que se hunden en la ciénaga económica. Mientras, las ideologías supremacistas, entre ellas el trumpismo, intentan aglutinar la identidad americana dominante con la sucesión de enemigos internos y externos a combatir. Sin duda, es algo que comparte con la inmensa mayoría de las nuevas derechas y ultraderechas: la promesa de que el varón blanco nacional siempre tendrá a su servicio a alguien de piel más oscura o a una mujer. Por supuesto, también un medio ambiente listo para ser explotado en las cantidades necesarias para mantener ese orden. No hay diferencia entre la dominación y explotación de las personas por otras personas y la dominación y explotación de la naturaleza por las personas, decía Murray Bookchin. La ideología del repliegue sobre los Estados nación que surge de la posición trumpista debe ser leída observando su verdadera práctica de gobierno: la demanda de soberanía para el dominio de los “inferiores” jerárquicos sin las molestas injerencias externas. 

Frente a esta aserción de las economías nacionales a las que aspiran el trumpismo y sus aliados, durante los últimos años se alzaba una suerte de nuevo keynesianismo en China. Este neokeynesianismo tiene dos pilares concretos. El primero, constata la crisis de legitimidad ininterrumpida que ha erosionado el modelo de democracia liberal por culpa de la acción no restringida de las finanzas, ejerciendo su mando en la cúspide del poder capitalista global. En segundo lugar, la extraordinaria eficacia del plan de estímulo chino, logrando superar un atolladero sin salida para su modelo de exportación ante la escasez de demanda que originó la crisis de 2008. Un plan de estímulo entre 2009 y 2010 que supuso la construcción de autopistas y vías de alta velocidad, la construcción de un nuevo sistema de salud pública, el desarrollo de tecnologías móviles pero también de tecnologías en energías renovables, una política monetaria interna relativamente laxa y el desarrollo de nuevas megarregiones y megaciudades. Entre otras, las más señeras y ahora célebres provincias de Hubei y ciudad de Wuhan, a las que ese gigantesco plan de estímulo puso en el mapa.

Estos dos factores han servido para que un número nada pequeño de miembros de la elite capitalista global aparezcan ahora como creyentes fervorosos de la inversión pública entendida como forma de arrancado de emergencia del proceso de acumulación y de la expansión material del capitalismo. Frente a la posición de cierre sobre el espacio económico nacional que plantean los trumpismos, el neokeynesianismo a la China mantendría un cierto orden global de convertirse en figura discursiva política dominante. En este punto hay varios problemas que remiten tanto a la imposibilidad de exportar el modelo chino como a ciertas características de los contextos sociales que permiten el desarrollo de formas keynesianas, pasando por el análisis de las causas de la larga crisis capitalista, que en términos keynesianos, se leen antes como un problema de desinversión que de límites internos al proceso de acumulación.   

Un  New Deal turbulento

La irrupción de la crisis del covid-19 ha precipitado los acontecimientos, tanto desde la posición nacionalista como desde la neokeynesiana. El despliegue del gobierno chino, en buena parte agitprop, ha causado sensación en medio mundo. Su gestión de la crisis da por bueno el fuerte aparato infraestructural procedente del mega estímulo de 2009, siempre desde una militarización de la fuerza de trabajo impensable fuera de China. Frente a este modelo, los nacionalismos trumpistas de distinto signo se enfrentan a una crisis que les deja en una posición muy complicada en la medida que toca de manera central a los sistemas sanitarios públicos, donde los haya. Pero además, el trumpismo global, con su delirante escisión brasileña en el bolsonarismo, es genéticamente incapaz de no ser un dispositivo político de ataque y de presentarse bajo la clásica forma del Estado-refugio en tiempos de crisis. Detrás, está el lugar común que asegura que los presidentes se refuerzan en su poder durante las crisis. Desde luego, recomendar a la población pincharse desinfectante para volver al trabajo y terminar con la conspiración progre contra Trump es bien recibido por el núcleo irreductible del trumpismo, pero no por el aparato del Partido Republicano, todavía máquina organizativa de la derecha política americana.

Pero, aunque las posiciones vinieran perfiladas antes de la crisis covid-19, es ahora cuando deben enfrentarse a las fuerzas capitalistas. Una vez haya sucedido, podremos medir la fuerza o la determinación de las posiciones neokeynesianas. De hecho, en este punto podremos comprobar si los Estados y el poder político retienen algo de esa capacidad otorgada por el ámbito experto que les supone autonomía frente a los requerimientos inmediatos del proceso de acumulación.   

A tenor del grosor de las imágenes utilizadas para justificar un posible ciclo keynesiano, sus defensores no deben tener mucha seguridad en la apuesta cuando tienen que recurrir a las metáforas del keynesianismo de guerra, el New Deal o el Plan Marshall. Y una vez más, como sucede de forma recurrente en parte del movimiento ecologista, esta pregunta ni siquiera se formula, al entenderse que la catástrofe llevará a las mayorías sociales a preferir el bien sobre el mal de forma lineal. En ambos casos se salta un paso fundamental: las luchas de clases y la movilización social. Frente a una opinión que parece generalizada, el keynesianismo no se impuso en su día como un simple corolario de la guerra, ni mucho menos en su forma New Deal, por la voluntad y la visión de Roosevelt. Más bien, el movimiento obrero lo adoptó como forma económica válida, y en la misma medida sirvió de cadena de transmisión de sus políticas.

Así aparece el talón de Aquiles de esta narrativa trágica: ¿cuál será nuestro grado de sumisión ante un capitalismo que ofrece aserciones desnudas de su poder en forma de más dominación y explotación? En el Estado español, las formas de gobierno parecen desactivadas al encadenarse en otra narrativa de dominación. El poder médico/experto, hasta hace poco subsidiario de la acumulación capitalista, juega ahora sus cartas a la legitimación por el miedo, lejos de un consenso impensable desde lo político en sociedades altamente fragmentadas. Las fórmulas al uso de gobernanza de la crisis han consistido en el reparto de los costes, también los ambientales, a los colectivos más débiles material y políticamente. ¿Puede volver a funcionar esta fórmula de austericidio que se presenta como New Deal? ¿Qué resistencia social va a surgir frente al abanico de soluciones capitalistas a la crisis, que no son otra cosa que una pugna de posiciones en el nuevo orden mundial?

El principal comentarista económico del Financial Times, Martin Wolf, asegura que no es posible repetir las políticas de austeridad de la crisis de 2008. Augura un Nuevo Pacto Social, y de nuevo se remite al periodo post-bélico para encontrar un antecedente. Lo que olvida Wolf es que un pacto funciona como solución temporal –más o menos pacífica– a un conflicto abierto. Y el principal conflicto ahora mismo es intercapitalista, incluso con posiciones reaccionarias defendidas en la calle por movimientos anti-societarios. Tal vez Wolf es consciente, pero un cierre por arriba ya encaja en su idea de Pacto Social. La aceleración de posiciones en el orden mundial, por lo pronto, no conoce contrarresto ni conflicto abierto que apunte a una salida emancipadora.

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Isidro López (Instituto Democracia y Municipalismo).  Rubén Martínez (La Hidra Cooperativa).

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Isidro López

Sociólogo. Miembro del colectivo de investigación militante Observatorio Metropolitano. Exdiputado autónomico por Podemos en la X Legislatura de la Asamblea de Madrid.

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Rubén Martínez Moreno

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