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PUERTAS DE ENTRADA (VI)

Cynthia Ozick: ‘Envidia, o el Yiddish en América’

La obra participa de dos virtudes que raras veces se dan juntas: expone el catálogo completo de los poderos literarios de la escritora, al tiempo que los ofrece en una versión pulida y bien acabada

Gonzalo Torné 27/09/2020

<p>Fotograma de 'Una conversación con Cynthia Ozick', de Lawrence Bridges.</p>

Fotograma de 'Una conversación con Cynthia Ozick', de Lawrence Bridges.

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¿Se puede recomendar por dónde empezar con una escritora sin haber leído todos sus libros? ¿O, seamos sinceros, habiendo leído poco más de la mitad de su obra? Apuesto porque sí se puede (o al menos es lo que estoy a punto de intentar), siempre que cumpla con un criterio tan estricto como resbaladizo: que durante la lectura el libro se imponga como una entrada incontestable. Y por si este criterio suena un poco místico añado otra: que ofrezca las claves del planeta imaginario en el que pretendemos instalarnos.

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No me voy por las ramas, recomiendo empezar a leer a Cynthia Ozick por Envidia, o el yiddish en América (pieza recogida por Lumen en la antología Cuentos reunidos). Un texto que no tengo nada claro a qué genero pertenece, ni siquiera en la clasificación que suele venir determinada por el factor supuestamente más objetivo: la extensión. Sé las páginas que tiene, pero es demasiado largo para ser un cuento, y más breve de lo que suele ser una nouvelle y más denso que una novela de cuatrocientas páginas. Aclaro que “denso” se emplea aquí en el mejor de los sentidos, como cuando se dice de una sopa, como sinónimo de sustancioso, aunque, por momentos, de Envidia, más que nutrientes, parece que se desprenden venenos. Pertenezca a la “distancia” que pertenezca el texto, participa de dos virtudes que raras veces se dan juntas: expone el catálogo completo de los poderos literarios de Ozick, al tiempo que los ofrece en una versión pulida y bien acabada. Es al mismo tiempo una introducción y su obra maestra: un texto para empezar y para terminar el recorrido por su obra.

El tema que primero se manifiesta de Envidia es el sistema literario y cultural. Ozick se detiene en una comunidad bilingüe donde las lenguas parecen haberse repartido las funciones: el inglés actúa supuestamente como la lengua de prestigio, poder y mejor remunerada, y el yiddish como la resistencia, nobleza y estrechez económica. Una puede proyectar internacionalmente la obra, que la envuelve con el aura de las causas justas. Ambos idiomas (o, mejor dicho, sus escritores y lectores) están provistos de criterios para despreciar o mirar con displicencia al otro. Pero pese a todas estas instancias de distanciamiento están lo bastante cerca y son lo bastante permeables para que cuando se produce un desplazamiento de una esfera a la otra se sienta como un corrimiento tectónico, un desgarrón en la confianza... Un estado de alerta y de convulsión derivado de considerar las elecciones privadas como decisiones políticas, y las decisiones públicas en una agresión personal.

Si el lector vive en una comunidad bilingüe (lo que es relativamente sencillo en España, donde las “segundas” lenguas disfrutan de consideraciones inimaginables en países vecinos como Francia e Italia, en culturas de prestigio como Gran Bretaña o en centros de poder como Estados Unidos y China), ya puede correr a buscar el libro, pues Ozick desentraña de manera magistral la corriente de fuerzas inconfesables que se mueven bajo la convivencia de dos “sistemas” literarios. Y también la presión que supone para un idioma el que se deposite sobre él la carga de conformar una literatura nacional, vehículo de las fantasías, aspiraciones, prejuicios y cegueras que toda comunidad elabora sobre sí misma y las demás.

Si el lector no pertenece a una comunidad bilingüe, que tampoco crea que lo de salir a buscar el libro puede tomárselo con mucha más calma. Ozick emplea la división por lenguas como centro de una larga serie de diferencias; para su mirada la comunidad cultural no forma un tejido continuo, sino más bien un sistema de exclusividades e inclusividades, de aspiraciones y accesos vedados, que van segregando emociones (valiosísimas para la narradora) de índole más bien poco espiritual.

Si después de estos dos párrafos el lector todavía espera un gran fresco realista de la sociedad literaria al estilo de Las ilusiones perdidas, una parodia amable o una denuncia de las condiciones materiales que sostienen el mundo de los artistas está muy equivocado. Lo que caracteriza Envidia es una concentración del tono y un enconamiento de los diálogos rigurosísimo que deja atrás el cinismo, y reduce la sátira a una región amable, para adentrarse en un espacio que, a falta de un nombre mejor, quizás a lo que más se parezca sea a la agresión. Se trata de una fase de la mente (y del sistema nervioso) donde el ojo se desprende de los tegumentos de la piedad y el autoengaño, se afirma en sus prejuicios y se decide a dañar. El tono es tan exacto y exagerado, tan imposible de sostener (¡no se puede ser así todo el tiempo!, ¡ni siquiera una hora seguida!), que el texto completo va empapado de un humor negrísimo y muy tenue, aunque cada vez que trato de recordar el argumento lo que veo es un cuerpo despellejado. Harold Bloom recomendaba leer una vez al año Envidia para recordar hasta dónde puede llegar una escritora rigurosa, y evidenciar las concesiones que tantas veces hacemos al sentimentalismo, a la cursilería, al lugar común y a la deprimente tontería.

En otras dosis e intensidades, este tono Ozick aparece aquí y allí en el resto de su obra, como una firma personalísima. No siempre es lo mejor del libro, pero nunca defrauda. Pero conviene aclarar un punto importante que podría conducir a equívocos. La agresividad (que a veces incluye gestos violentos) no suele descender de arriba a abajo. Son las víctimas, los más débiles, los desfavorecidos, los que se encuentran en situación de desventaja (a veces muy sutil, imperceptible desde el exterior, como las que se dan en la familia, el magisterio o el amor) quienes estallan. Si se desprende algo de sadismo en estas páginas (y vamos si se desprende), sigue el camino inverso del abuso: el de la resistencia.

Lo determinante aquí es que la “víctima” (que puede situarse en un amplio registro que va del superviviente de la shoá a un poeta encerrado en la falta de talento) no se protege tanto de un poder que va a la suya o al que se le pasó la hora, sino de quienes tratan de salvarle, ayudarle y encajarle, asegurarse que no salga de la amable condición de víctima, que cumpla, en calidad de testimonio vivo, con su responsabilidad ejemplar. ¿No es un doble abuso exigirle a la víctima la moderación, el buen sentido, el comportamiento moral impoluto que se le supone a quien ha atravesado la experiencia del sufrimiento y ha podido aprender de él cosas vedadas al resto de conciudadanos? He dudado si escribir “supone” o “impone”, intuyo lo que preferiría Ozick. Las “víctimas” de Ozick reivindican no haber aprendido nada (o por lo menos no más conciencia cívica), reivindican ser groseras, inmorales, excesivas e injustas, si les viene en gana o cuando lo necesitan. Bajarse del pedestal de virtud fingida donde las ha colocado el humanismo biempensante, y reclamar una humanidad completa, manchada, discontinua, desbordante, ¡una vida! En ocasiones esta energía acumulada estalla en una cruel discusión a gritos por la calle, en otras quebrando los cristales de las tiendas vecinas a hachazos. Uno casi puede volver a escuchar a Shylock, sutilmente desplazado por Ozick: “Una víctima, ¿no tiene ojos, no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimenta de lo mismo? ¿No lo hieren las mismas armas? ¿No sufre las mismas enfermedades? ¿No tiene calor y frío en verano y en invierno? Si nos pinchan, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no reímos? Y si nos ofenden, ¿no nos vengaremos?”.

¿No hay en esta aspiración impuesta a la ejemplaridad la amenaza tácita de que la agresión podría volver a repetirse si la víctima se desvía del camino previsto? ¿No se respeta a la víctima (al judío, a la mujer, al inmigrante, al pobre) siempre que asuma el papel acordado para él, siempre que no pretenda elevarse a las alturas donde recibió el “castigo”? ¿Actúa el fetichismo de la víctima como una confirmación de la injusticia, un sistema para sustraerle el derecho a la venganza?

No acudan a Envidia a por respuestas. La literatura no siempre tiene soluciones. Pero quizás sería bueno volver al libro una vez al año.

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Gonzalo Torné

Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).

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