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La vida (en tres divagaciones)

Alain-Paul Mallard 30/08/2020

A.-P. M.

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            I.

Durante el par de años parisinos en que trabajé como asistente de fotógrafo me tocó en suerte acudir a retratar todo tipo de ‘personalidades’, reputadas las más por alguna u otra razón: musical, literaria, empresarial, política... Amén de colocar, conectar y calibrar luces de impacto, quedaba dentro de mis atribuciones la de tomar el sitio e improvisar la pose del retratado para que se probara, en mí, el modelado de la luz. A menudo, la ventana temporal para un retrato era estrechísima –en ocasiones, de apenas un cuarto de hora–  y todo tenía que estar a punto cuando la ‘personalidad’ a retratar apareciera en el vano de la puerta.

Así fue como, al entrar de improviso a su despacho, el Presidente Director General de Cartier me halló sentado de piernas cruzadas encima de su vasto, lujoso escritorio.

         –Vous-faites quoi, là? –me ladró a modo de saludo. Por el tono, algo así como: “¿Qué diablos hace usted ahí?”. Siguió un vehemente: “Si rompe algo, lo paga.”

El Presidente Director General, según resultó, no había tenido tiempo de comer. Así que decidió que bien podíamos, nosotros, esperar.

Su secretaria, la pava emperifollada y obsequiosa a quien trata con la punta del pie, entra en breve rodando un carrito con relucientes cúpulas de plata. Las va alzando y presentando viandas. El jefe responde con muecas de asco o hastío y se decanta al fin por lo que podría ser un chateaubriand saignant con una reducción de chalotes confitados. (Tampoco yo tuve tiempo de comer y mis glándulas salivales comienzan a hacer lo que mejor saben...)

El Presidente Director General mastica a dos carrillos, chasqueando la boca y mascullando indicaciones a la secretaria, quien pasa ante sus ojos las páginas de la prensa económica –páginas en que las que ésta ha previamente señalado, con un Post-it fluo, cada mención del nombre del patrón, cada foto suya en alguna gala. Asisto, me resulta evidente (y –evidentemente–  sintomático), a una rutina bien rodada, a todas luces recurrente, acaso diaria, acaso semanal...

Saciado, pide a la secretaria que despeje todo aquello, se levanta, y se pierde tras una puerta perfectamente disimulada en el muro trasero, de madera clara. Se escucha un levísimo rumor de aguas. Vuelve subiéndose la bragueta. Recordando de pronto nuestra presencia ahí, nos confronta envuelto en una insolente nube de eau de toilette, asumo que Cartier.

         –Bueno, tienen 10 minutos, ni uno más –dice mirando su Cartier de oro y acero. – ¿Qué quieren?

Recién la marca de lujo emprendió la agresiva conquista de la naciente burguesía china, y dentro del paquete de su ofensiva comercial ha invertido, vía su fundación de arte contemporáneo, en los jóvenes artistas. Como corolario, la vistosa oficina del Presidente Director General –francés para CEO–  se encuentra, de momento, generosamente salpicada de contemporaneidad china. La pieza más simpática del conjunto es un descomunal medio limón amarillo, en fibra de vidrio, montado sobre un pedestal negro. El hosco sujeto a retratar –es menester decirlo–  es poco fotogénico; el cítrico, se nos ocurre, podría aportar su gota de interés y humor al retrato...        

         – Suis pas un clown, moi! Je suis un dirigeant d’entreprise! –rechaza, tajante, posar al lado de la pieza.

No, no es un payaso, es un patrón. El título de ‘director de empresa’ le llena la boca. Nos lo arroja como una verdad áurea, incontrovertible y gloriosa: ha triunfado en la vida; ganó la partida.

Termina, tras laboriosas negociaciones, sentado sobre su escritorio más o menos en la misma pose en que me sorprendiera al entrar. Pide mirarse en los Polaroid de prueba. Finalmente, se relaja un poco, se toma su tiempo, se cambia de corbata, del pañuelo a juego. De un timbrazo se hace traer un expresso serré. Exige recibir copia de la imagen, ya retocada, antes de la publicación.

Recogemos nuestro material. Él pasó ya a otra cosa y ni siquiera se despide.

La emperifollada gallina, ligeramente inestable sobre sus espigados tacones, nos conduce por antesalas y pasillos hasta la puerta del ascensor. Se esmera en compensar, con untuosos agradecimientos, la descortesía de su Presidente, su Director, su General.

Ya en la acera, entre divertidos y azorados, el fotógrafo y yo comentamos la suficiencia del reyezuelo, la genuina conciencia de su propia importancia, de su valía: pruebas no le faltarán (nuestra foto será sólo una más). Nos decimos adiós. Él estacionó su scooter calle arriba, yo tengo el mío encadenado calle abajo.

Cargado como mula, emprendo el camino hasta Faubourg Saint Honoré. Mi visión periférica me propone un intenso manchón en azafrán y burdeos. Bien mirado, resulta ser la túnica de un monje budista, abstraído en la contemplación de una guía turística. Sonrío y paso de largo.

Amarrar al scooter el pesado acumulador para los flashes, las fundas con trípodes de aluminio y paraguas reflectores es, a pesar de que domino los gestos, una maniobra más bien demorada.

En esas estoy, acuclillado con el tensor en mano, cuando escucho a mi espalda una interpelación, casi susurrada, en ignotas, exóticas sílabas.

Es el monje y me pide auxilio. Tendrá unos sesenta años. Quizá menos, es difícil decirlo. En el rostro cordial y dulce lleva sencillos anteojos de aros de metal. Todo sonrisas, me habla en una lengua desconocida y me llama a ver, con él, el libro partido por mitad.

Se trata de una foto de Los Inválidos. La flanquean los seductores garabatos del alfabeto tailandés.

         –Stupa? Stupa? –repite él con lo que interpreto como un tono interrogativo.

Aunque la tumba de Napoleón no sea exactamente una estupa – ¿o acaso sí?– , asiento con un movimiento de cabeza. Le tomo la guía. En tercera de forros hallo un mapa y le doy a entender que hay que atravesar la Plaza de la Concordia, cruzar el río, acompañar las aguas por la ribera izquierda y torcer bruscamente en cuanto se divise el domo lleno de dorados. Preciso los rumbos generales con movimientos de brazos. El monje los va remedando, como para decir que, a través de varios continentes, lenguas, cosmogonías, nos estamos entendiendo. Esboza una ligera reverencia y traza en el aire un signo para mí desconocido, el de un búdico arúspice, que me promete, supongo, vagas bienaventuranzas...

Beatamente, el monje se aleja. Sandalias de madera tornan curiosa su marcha. ‘Se va a perder…’, me digo. ¡Si no trajera yo tanto trasto, lo acercaría a su stupa en motoneta!

Vuelvo a afanarme para equilibrar mi carga. Ya con el casco puesto, me trepo a horcajadas en la moto. Cuando alzo la vista, mi fugaz amigo no es más que una distante silueta azafranada. 

En apenas un par de horas, la tarde, generosa, me obsequió dos versiones pendularmente opuestas de cómo –y para qué–  se vive una vida.

 


         II.

Ya alguna vez dejé asentado en estas columnas el poderoso influjo que los lomos de algunos libros de mi casa paterna ejercieron sobre mi imaginación infantil.

En el gran librero del comedor, justo detrás del sitio donde se sentaba mi padre, había un libro –uno en particular; casi lo estoy viendo– que destacaba. Grueso como un ladrillo, su lomo llevaba, todo en mayúsculas, un título de lo más intimidante: La vida. Con un vago desasosiego solía pensar entonces –también muy vagamente–  que la vida era eso inasible, intrincado e incierto (los calificativos son de ahora) que me quedaba delante. Me parecía de lo más apropiado que a un tema tan adulto y sin duda tan complejo correspondiera un libro tan gordo. Sus páginas amarillentas desbordaban letras diminutas, singularmente apretadas. En el futuro, sin duda acechaban grandes peligros; me reconfortaba pensar que ahí, en las 600 páginas de La vida hallaría, llegado el momento, el manual de instrucciones de la vida...

No estaba errado del todo.

La vida, obra señera de Oscar Lewis, es acaso el mayor exponente de una transgresora corriente antropológica de los años 60, la llamada ‘antropología de la pobreza’, cuya tesis central –escandalosa entonces–  postulaba la existencia de una cultura de la pobreza tras-generacional (dada la ausencia de esperanza de cualquier ascenso social) etnográficamente verificable y por encima de las fronteras nacionales. Vidas de improvisación, llenas de descalabros, en constante proceso de adaptación.

En nuestro mundo archi-globalizado de seis décadas más tarde los conceptos pioneros de Lewis pintan como verdades de Perogrullo. Nadie cuestiona que familias con similar nivel de ingresos en países culturalmente muy diferentes viven de manera harto más parecida que una familia rica y otra pobre de un mismo país. Por poner un ejemplo del que puedo dar fe, en lugares de desigualdad extrema como la ciudad de México, los ricos ni siquiera sospechan cómo viven los pobres; un pobre no puede imaginar cómo viven los ricos: sus rutas jamás se cruzan. Obras como la de Lewis, en que el rigor corre parejas con la empatía por las adversidades y sufrimientos que padecen los sujetos de estudio, son como un bofetón. Un bofetón crucial y formativo: ahí están los pobres de cuerpo entero, de frente y perfil, humanos, tanto o más que nosotros, con sus tragedias y frustraciones a cuestas –y con una sabiduría que para nada les cancela la alegría de vivir.

En octubre del 2016 volví a París, apenas un par de noches, para dar una charla. Allá viví durante 18 largos años. Aquel primer, fugaz retorno tras la mudanza definitiva resultó curioso en más de un registro. La institución que me invitara tuvo el garbo de alojarme en un hotel 5 estrellas de la Avenue de Friedland, a tiro de piedra (que no arrojé) del Arco del Triunfo. En la mullida suite de muros tapizados en tela y triple cortinaje, el toque decorativo lo aportaban una escena de caza y varios grabados militares, amén de una espectacular –y blanquísima–  Phalaenopsis en flor.

Había, además, un librerito casi vacío, hacia el cual gravité por tropismo natural. Su repisa superior tenía cinco o seis novelas del corazón, en ruso. Brillosas portadas con diamantes, zapatillas de tacón, copas espumantes, sostenes desabrochados y collares de perlas, a los que se superponían grandes caracteres cirílicos de subido color rosa. Me pareció revelador de la clientela de semejante hotel y semejantes rumbos: la esposa jovencita de un opulento ruso en su shopping spree anual por los Champs Elysées. En tan mullido boudoir, el incongruente era yo...

(Siempre tengo zumbándome en la mente algunos versos de Antonio Cisneros, mi poeta de cabecera. De camino al hotel tras mi presentación, al girar el taxi sobre la rotonda de L'Étoile, recordé aquellos de ‘Crónica de viaje / Crónica de viejo’: “En todas las ciudades obeliscos, leones, gorros frigios por los muertos en guerra de dos guerras que nunca conocí. / Arcos de triunfo que celebran mi condición de esclavo, de hijo de los hombres comedores de arroz.”)

Pero volvamos al librerito de caoba... En la balda inferior, caído de costado, un añoso volumen. Reconocí la portada con casuchas de lámina y cartones en alto contraste. Oscar Lewis, La vida. Una familia puertorriqueña en la cultura de la pobreza: San Juan y Nueva York. Primera edición en español, febrero de 1969, Editorial Joaquín Mortiz, México.

Tan incongruente como yo.

Ya tendido en la cama con La vida entre manos, me saqué los zapatos y me puse a leer de bembas y bayoyas, de bichos y chochas, de chinchorros, friquitines, garatas y jaquetones...

Sensible al ritmo y la semántica, lo que me haló dentro del libro fue, de entrada, el habla de los protagonistas –se trata de transcripciones de entrevistas; jamás el autor se asoma a explicar o interpretar. Pero no tardé en quedar azorado ante el balance perfecto de exactitud y empatía de aquello que leía...

Un par de días más tarde, al empacar mi equipaje para partir, un primer impulso fue el de reclamar el libro como mío. Luego pensé que era mejor dejarlo, apostar por el chispazo con algún otro huésped. Para despejarle el campo y optimizar sus oportunidades (discriminación positiva), purgué el librerito y eché a mi maleta los melcochosos bodrios rusos. En cuanto pude los solté en una papelera.

A pocos días de estar de vuelta en Barcelona, el azar objetivo puso un obsequio en mi camino: un ejemplar de La vida y otro de Los hijos de Sánchez me esperaban pacientes, pulverulentos, en la reja de libros descartados del Punto Verde del barrio.

El método inventado por Lewis fue mirar la cultura a través del prisma de la vida familiar, en observación y escucha de cada uno de sus miembros. Centrado en cinco protagonistas –la madre puertorriqueña que se prostituye, los hijos adultos en San Juan y Nueva York–, La vida parece, no obstante, contener multitudes. Es efecto de la concentradísima experiencia vital que sus páginas encierran. Se trata de un libro inabarcable que, supongo, ganaría siendo leído de cabo a rabo. Yo, sin embargo, practico en él –como suelo hacer también con los Ensayos de Montaigne, Las memorias de ultratumba, Herodoto, el Zibaldone de Leopardi, Moby Dick, la Peregrinación de Fernaõ Mendes Pinto o (más previsiblemente) el I Ching– una lectura oracular: abro el libro al azar, leo tres o cuatro páginas, lo cierro y, mirando alguna grieta en el cielorraso, me pongo burdamente a filosofar.

Consultemos pues el oráculo; asomémonos a La vida, pág. 41 de 646. Habla Fernanda:

 

Yo tenía cuarenticinco días de haber parido de Cruz cuando murió mi mamá. Un día ella salió de trabajar. Cuando vino, vino con un dolor. Entonces, pues se tiró, ¿verdá? Eso fue jueves; el jueves ella se sentía todo el cuerpo en dolamas y yo la llevé al hospital. La llevé por la mañana y por la tarde: dos veces corridas. La mai mía ya estaba vieja: de todo se cansaba y padecía del corazón.

Yo fui en casa de mi abuela a decirla a ella que mi mamá estaba mala en el hospital y Clotilde me dijo que mi mamá lo que tenía era pocavergüenza y bellaquería, que ella no tenía na. No vino a verla. Yo le dije a mi mamá lo que Clotilde había dicho y mami me dijo a mí que cuando ella se muriera no le avisara a Clotilde de su muerte, que no le avisara a nadie.

Entonces por la noche los doctores me dijeron a mí que ya no había remedios pa mi mamá. Ella lo que tenía eran cuarenta años. Yo no permití que le hicieran la altosia, así es que no sé de qué murió. Eso fue así, tan rápido que yo no me di cuenta. A mí se me juntó el mar con la tierra.

Quien avisó fue Cristóbal, que había llegado de Panamá. Le avisó a tío Pablito. Entonces tío Pablito se lo avisó a Clotilde. El velorio se lo hicieron en mi casa en Santurce. Le hicimos hasta las nueve noches y todas las noches iba to el mundo. Entonces la última noche vinieron toa la familia, vino tía Amparo, tío Pablito, mi abuela, mi hermana y todo. Eso fue un revolú grandísimo que hubo la última noche. Si yo sé, no le aviso a ninguna de esa gente pa que no vinieran ninguna a perturbar la paz.

Mi abuela, el día que mamá murió, armó un bochinche grandísimo porque se creía que mi mamá había dejado dinero. Pelió conmigo estando mi mamá de cuerpo presente. Empezó diciendo que yo quería todo el dinero pa mí, que no quería darle a mi hermana, que yo era una afrentá y to eso, con muchísimas pocavergüenzas. Tío Aurelio y tía Sofía le llamaban la atención, que no hiciera esas cosas, que respetara, que cómo iba a tener dinero. Mi mamá, to lo que cogía se lo echaba ella y Soledad en lujos y en comida. Pero Clotilde decía: –Sí, sí, ella tiene dinero, que tiene, lo que pasa es que no quiere dar esa bandolera... no quiere. Quiere pa ella solamente. –Yo no le dije na porque yo nunca le decía malas palabras a ella ni le contestaba ni nada. No me atrevía, tenía miedo de que me fuera a dar. Yo siempre la respetaba a ella, que muerta está, y yo nunca le dije una palabra mala.

Armó un revolú grandísimo. Que ese día yo hasta lloré porque me tenía muy abacorá. Lloré de rabia. Tenía una ropa de mi mamá y unos trastes y Clotilde quería llevárselos tos. Yo le dije: –Si usté se los quiere llevar, lléveselos. A mí no me dejen nada. –Los trastes, la cama, todo se lo querían llevar. Se lo di to pa que no estuvieran con tanta pendejá. Yo no quería tener nada. Clotilde se lo llevó todo.

Yo no tenía ni pa la caja.

 

Si la vida es cabrona, no se crean. No nomás así como así... –si yo fumara, supongo que encendería un cigarrillo y me perdería en la silenciosa danza de las volutas.

 

 

 

         III.

Mi maestra de biología en el colegio llamó una vez la atención de su apático alumnado adolescente –al menos la mía, que a 35 años de aquella mañana estoy aquí, trayendo al presente sus palabras–  sobre la dificultad extrema de llegar a una definición de la vida. La vida como fenómeno. Sobre todo una definición en la que no se apele a las funciones vitales. La que entonces ofreció, citando a alguna mente de peso cuyo nombre me escapa fue:

         “La vida es una isla de entropía negativa”.

La abstrusa definición poseía la virtud de la concisión –lo cual me permitió memorizarla de inmediato, incluso sin haberla entendido. Tardé años, tras mucho revisitarla, en asir verdaderamente lo que ponía en juego...

Pero recuerdo que entonces alcé la mano y propuse, no sin malicia, la definición que John Lennon ofrecía en Double Fantasy, su álbum fatalmente testamentario:

         “La vida es aquello que te ocurre mientras estás ocupado con otros planes”.

Mi aportación pop recabó pocas adhesiones. ‘Miss Sarukhán’ hizo prestamente notar al auditorio que no es lo mismo “la vida” que “la vida”.

A partir de entonces comencé, sin orden ni concierto, a recopilar definiciones escritas del concepto vida. Más de “la vida” que de “la vida”, he de decirlo. Estas fueron, en función de mis horizontes de lectura, pasando de –pongamos– la aporística trouvaille de un ex-Beatle a –pongamos también– la turbadora interrogación de Robert M. Pirsig sobre a dónde se le va un hijo muerto que figura en el conmovedor postfacio a Zen and the Art of Motorcycle Maintenance... No es que aquel vital florilegio estuviera físicamente anotado en alguna libreta. Era, más bien, un vago sistema de indexación mental. No tardé mucho en caer en la cuenta de que las más de las novelas eran, en sí, tentativas de definición y dejé, a la postre, de indexar.

Hace poco, una definición nueva –una verdadera, autorizada– me salió al paso; “la vida” de a de veras –no nuestras patéticas y egoístas peripecias humanas, que mal que bien enhebramos en relatos para intentar asirlas... Se debe nada menos que a James Lovelock, y aparece en el caprichoso glosario de The Revenge of Gaia (Allen Lane, 2006), entre sus libros el más urgente, pesimista, persuasivo.

¡James Lovelock! 

Científico de primer orden, con en su haber descubrimientos e invenciones en campos tan diversos como las infecciones respiratorias, la esterilización del aire, la coagulación sanguínea, la congelación de células, la inseminación artificial, el análisis cromatográfico y un largo etcétera, su principal legado es, fuera de duda, una idea –¡y vaya idea!–; un visionario cambio de paradigma: pensar la Tierra como un super-organismo que, durante 4 mil millones de años, ha funcionado en un gran sistema de retroalimentación evolutivo regulando incesantemente las condiciones del planeta (temperatura, proporción de gases en la atmósfera, salinidad en los océanos) para permitir la vida.

Lovelock bautizó a ese planeta vivo como Gaia (el nombre –madre primordial en la teogonía griega– le fue sugerido por el novelista William Golding). En un principio, ‘Gaia’ fue más bien una metáfora. Pronto, una hipótesis (1972) y, ya como teoría, aporta hoy un marco intelectual para pensar nuestro planeta, el único mundo conocido que alberga la vida. Como concepto, insta también a una interrogación sobre nuestros sistemas de valores: cómo miramos al mundo, cómo nos comportamos con él...

El todo, en el ecosistema global, es más importante que las partes. Los seres vivos en su conjunto definen y mantienen colectivamente las condiciones propicias para la vida. Como pedía Darwin, la vida evoluciona en respuesta al cambio en el medio ambiente, pero éste, a su vez, se ve modificado por la evolución biológica. Tan complejo y constante reajuste global singulariza a nuestro planeta: hace de la Tierra un ser vivo y no un pedrusco inerte como Marte o la Luna.

Durante su larga historia, Gaia fue siempre un sistema robusto. De los cataclismos sucesivos –que barrían con millares de especies–, la vida siempre salía avante. De trescientos años a acá, la hibris de una especie particular, de ciega desmesura, ha vuelto a Gaia –al sistema que permite la vida– cada vez más vulnerable. La devastación climática producida por nuestra quema desenfrenada de combustibles fósiles nos arrojará a un régimen considerablemente más cálido. Comenzado, el proceso es irreversible y de consecuencias catastróficas para la civilización. Mientras no pierda su atmósfera, Gaia, ella, se tomará un respiro e intentará reajustarse sin nosotros...

De tan apocalíptica afrenta trata The Revenge of Gaia, libro fundamental.

Científico sui géneris, electrón libre en materia de afiliaciones universitarias o institucionales, Lovelock halló en el objeto libro su principal medio de expresión. No es de extrañar: escribe maravillosamente.

Lúcidamente persuasivo, The Revenge of Gaia es a un tiempo explicación, alerta, vaticinio y obituario por el planeta que estamos hélas asesinando. En su glosario, a donde quiero llegar, incluye entradas para entidades y conceptos como ‘algas’, ‘biosfera’, ‘caos y teoría del caos’, o ‘consiliencia’ (que no parecen pertenecer a un mismo paradigma). Para ‘vida’, Lovelock ensaya la siguiente definición:

 

vida

Puesto que la vida existe simultáneamente en los ámbitos separados de la física, la química y la biología, carece de una definición decente. Los físicos podrían definirla como algo que existe dentro de límites, algo que espontáneamente reduce su entropía (su desorden) mientras excreta desorden al medio ambiente. Los químicos dirían que está compuesta de macromoléculas que contienen principalmente los elementos carbono, nitrógeno, oxígeno e hidrógeno, y proporciones menores pero necesarias de azufre, fósforo y hierro, así como de elementos residuales que incluyen al selenio, al yodo, al cobalto y algunos más. Bioquímicos y fisiólogos verían a la vida como algo que existe siempre dentro de fronteras celulares que contienen un medio acuoso con una composición altamente regulada de especies iónicas que incluyen los elementos sodio, potasio, calcio, magnesio y cloro; cada una de las células lleva dentro una especificación completa y un set de instrucciones escrito como código en largas moléculas lineares de ácidos desoxirribonucleicos (ADN). Los biólogos la definirían como un estado dinámico de la materia capaz de replicarse a sí mismo; sus componentes individuales evolucionan por selección natural. La vida puede ser observada, viviseccionada y analizada pero se trata de un fenómeno emergente que acaso no sea nunca susceptible de una explicación racional.

 

Amén.

Como postula la buena ciencia, toda verdad es siempre provisional. Toda definición también.

Aspiraba a tener las presentes divagaciones en versión definitiva para el pasado 26 de julio. No lo conseguí: asuntos diversos se me atravesaron.

¿Y por qué precisamente para ese día? Por marcar en el calendario la fecha en que James Lovelock celebraba, en su casa de Dorset, su centésimo primer cumpleaños; por sumarme, con ustedes, al festejo.

¡Lovelock! Con 101 años, ¡arrancó ya su segundo siglo!

Me gustaría poder desearles, tanto a él, como a ustedes, y a Gaia, una larga vida.

 


            I.

Durante el par de años parisinos en que trabajé como asistente de fotógrafo me tocó en suerte acudir a retratar todo tipo de ‘personalidades’, reputadas las más por alguna u otra razón: musical, literaria, empresarial, política... Amén de colocar, conectar y calibrar luces...

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Autor >

Alain-Paul Mallard

Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.

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