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Lobbys y codicia

La usurpación política de la ciencia

Donald Trump cierra un mandato de corrupción, privilegios y codicia. Jamás un presidente norteamericano había maniobrado así en la perversión y el socavamiento de la ciencia y de sus entes reguladores

Casandra Greco 5/11/2020

<p>Keep covid great.</p>

Keep covid great.

Malagón

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Nunca antes en su historia las revistas científicas de mayor relieve internacional –Scientific American, New England Journal of Medicine, Nature– habían cerrado filas y redactado un “J’Accuse” tan alto y claro, al más puro estilo Émile Zola, contra un presidente de los Estados Unidos de América. Jamás un presidente norteamericano desde su Administración política había realizado una maniobra de tal calibre en la perversión y socavamiento de la ciencia y de sus entes reguladores. Su ira recuerda la de Atila. Es un Trump contra Trump. ¡Morir matando! Este parece ser el epílogo de su funesto mandato de mentiras, corrupción, privilegios y codicia. Su última blasfemia fue acusar, el día de difuntos, a la profesión médica del pecado capital de avaricia. Enriquecerse a costa de falsear los datos de mortalidad por covid-19. Esta fue la sombra macbethiana que proyectó en su final de campaña. “Nuestros médicos obtienen un plus económico si alguien fallece por covid. ¿Lo sabéis bien, no? Los médicos y los hospitales ganan más”, sentenció en su mitin en Michigan. El precio por muerte covid-19 rondaría los 2.000 dólares, apostillaba Trump sin aportar un solo dato que lo avalara. Esta vil acusación fue inmediatamente contestada por la American Medical Association y la Society of Hospital Medicine, entre otros organismos. 

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El exceso de mortalidad en el mapa de EE.UU. ha superado ya las tendencias históricas y se sitúa en 300.000. Es tan real que la ciudad de El Paso, Texas, ha obtenido estos días la cuarta morgue móvil refrigerada para albergar temporalmente los cuerpos de los fallecidos por covid-19. La venganza de Trump por el ataque de la ciencia y la sanidad a su tóxica campaña electoral no se hizo esperar. A finales de octubre, la Administración Trump emitió una orden ejecutiva –que exime de pasar la aprobación del Congreso– destinada a facilitar el despido fulminante de los trabajadores federales, es decir, de todos los empleados públicos no sujetos a nombramiento político, y entre los que se encuentran numerosos científicos. Serían etiquetados bajo la categoría “Schedule F”: trabajadores de “bajo desempeño”. Esta nueva denominación, surgida en pleno “susto o muerte” de Halloween, facilitaría el reemplazo de más de dos millones de empleados públicos de la Administración federal por cargos políticos afines, una vez eliminada su protección. El fin perseguido es siempre el mismo: un jaque mate a las leyes, las reglas, las regulaciones, las teorías científicas, todo aquello que entreteje la política pública. Es decir, es una forma maquiavélica de hacerse con el poder absoluto. La política lo absorbería todo en un solo golpe de efecto.

La era Donald Trump, en su autoritarismo absolutista y peligroso entramado de privilegios, codicia y corrupción se ha caracterizado por iniciar una debacle de consecuencias incalculables para la ciencia, la salud pública y la democracia. El editorial de la prestigiosa revista Nature constituye un toque de atención sobre las consecuencias del desmantelamiento de la ciencia y de su usurpación política. 

“Ningún presidente de los Estados Unidos en la historia reciente ha atacado y socavado tan implacablemente tantas instituciones valiosas, desde agencias científicas hasta los medios de comunicación, los tribunales, el Departamento de Justicia, e incluso el sistema electoral. […] Uno de los legados más peligrosos de esta Administración será su vergonzoso historial de interferencia en las agencias de salud y ciencia, socavando así la confianza pública en las mismas instituciones que son esenciales para mantener a las personas a salvo. […] Este debilitamiento del asesoramiento en investigación ha ido acompañado del desmantelamiento sistemático de la capacidad científica en las agencias científicas reguladoras”.

El fin perseguido es siempre el mismo: un jaque mate a las leyes, las reglas, las regulaciones, las teorías científicas, todo aquello que entreteje la política pública

La Administración de Donald Trump ha conseguido silenciar a la ciencia, subvertir el poder y la autoridad de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE.UU (CDC) y relegarlos a un mero peón. El jaque doble se estableció a través de un liderazgo entregado en manos ajenas al ámbito de las enfermedades infecciosas, los controvertidos Mike Pence y el yerno de Trump, Jared Kushner. Desde su llegada al poder, Trump ha utilizado presuntamente su Administración como puerta giratoria de una política cada vez más encadenada a los intereses de terceros. El diario norteamericano de investigación Propublica sacaba a la luz el entramado de lobbies, 281 en total, que constituyen el telón de fondo del intrincado juego de intereses del mandato Trump. El fin no sería otro que el de lograr cambios regulatorios de calado para favorecer los intereses económicos del caníbal capitalismo neoliberal. El peso y alcance de su influencia en la política federal es aún hoy desconocido al declinar las agencias federales hacer públicas las recusaciones recibidas por potenciales conflictos, una vez entran a formar parte de la administración del Gobierno. De hecho, Trump eliminó una cláusula instaurada por Barack Obama, de compromiso ético, que prohibía a los lobistas trabajar en agencias sobre las que ejercieron presión en los dos años previos. Los funcionarios designados por Trump tienen participaciones financieras y nexos con el sector privado y las agencias federales están repletas de ex miembros de grupos de presión que favorecen a las mismas industrias de las que proceden. El mapa de corrupción en el seno del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS) es un claro ejemplo.

Por lo que se refiere al lobby de la industria farmacéutica, éstos serían algunos de sus actores principales. Trump y su Administración política-lobista como colaboradora necesaria se han erigido, por tanto, en cómplice del origen de esta pandemia endémica. Su mandato ha servido de acelerador del cambio climático, de la destrucción progresiva e implacable de biodiversidad y de la derogación de más de 106 leyes y regulaciones de control de gases contaminantes de efecto invernadero, mercurio y dióxido de azufre. El diario británico The Guardian describía recientemente las 75 formas en las que Trump ha incrementado los niveles de contaminación y el recalentamiento del planeta. En una reciente entrevista concedida a The New Yorker,  Noam Chomsky definía a Trump como el peor criminal de la historia de la humanidad. Su afán destructor del ecosistema del planeta tierra en aras de su lealtad servil al poder privado (acumulación de capital y expansión del sector empresarial) no tiene precedentes. El tiempo político de su presidencia está repleto de cadáveres, no solo por covid-19. Su política apocalíptica ha condenado al infierno tóxico a la costa del Pacífico (California y Oregón) hasta tal punto que los enjuiciamientos contra los delitos medioambientales han caído en picado (70%-50%) de acuerdo a los datos expuestos por The New York Times. Y aquí volvemos de nuevo al núcleo atómico de su mandato: el perverso ataque hostil trumpiano hacia la regulación gubernamental y medioambiental.

Ni siquiera escapa al ojo del ciclón la Administración de Medicamentos y Alimentos de EE.UU (FDA). Una investigación de la revista Science desveló, a partir de la desclasificación de documentos de este organismo, obtenidos gracias a la Ley de Libertad de Información (FOIA), la supervisión laxa, lenta y repleta de secretismo de la investigación clínica por parte de la agencia, especialmente incrementada durante el mandato Trump. Este tema no es menor porque la FDA, con su presupuesto anual de 5.700 millones de dólares (para el año fiscal 2019), es el órgano responsable de supervisar los criterios de seguridad, calidad y eficacia de medicamentos, dispositivos (ej.: tests) y vacunas. Hasta este momento EE.UU. ha actuado como motor científico. De ahí que la interferencia del gobierno Trump en las agencias clave en la respuesta al covid-19 se haya considerado como una amenaza a escala global que es necesario cortar de raíz. Para ello es preciso demostrar cómo los políticos designados por Trump llevaron a cabo acciones de presión explícita destinadas a encajar las políticas y comunicaciones de las agencias científicas con el plan de Donald Trump para minimizar la pandemia y servir a intereses del capitalismo neoliberal más conservador y extremista. Esta presión a la FDA es reinterpretada por la CNN como una calculada argucia  para cambiar el giro de la campaña electoral de Trump y asegurarse los votos necesarios para su reelección. Su titular no dejaba lugar a dudas: “Trump presiona a la FDA por una ‘solución milagrosa’ del coronavirus antes del día de las elecciones.” Y es que Trump necesitaba urgentemente un golpe de efecto susceptible de persuadir a una opinión pública cada vez más distante de su particular “Watergate”, de la flagrante gestión de la covid  y de su repulsiva contraofensiva a la ira desatada en la comunidad afroamericana por el asesinato a quemarropa de George Floyd. La última encuesta del Pew Research Center (31 Agosto-07 Septiembre, 2020), muy polarizada, arrojaba ya una profunda desafección en el 57% de los estadounidenses.

El diario de investigación ‘Propublic’ sacaba a la luz el entramado de lobbies, 281 en total, que constituyen el telón de fondo del intrincado juego de intereses del mandato Trump

A finales de octubre, los senadores del Partido Demócrata solicitaron al organismo de control del gobierno que abriera una investigación independiente sobre la ‘presión política’ sobre la FDA y los CDC. Los demócratas han instado a la Oficina de Responsabilidad del Gobierno (GAO) a “llevar a cabo una investigación para revisar si se han violado las políticas de comunicación e integridad científica de los CDC y la FDA y si esas políticas se están implementando para asegurar la integridad científica en toda la agencia”. 

El lucrativo entramado Trump está minando su credibilidad y llevando hasta el límite su independencia. Si bien, durante su mandato el número de inspecciones de la FDA ha aumentado exponencialmente, paradójicamente y con respecto al mandato de Obama, la parte ejecutiva de respuesta en términos de advertencias o cumplimiento de sanciones más severas (OAI) ante las infracciones no alcanzan siquiera el 1%. Es decir, las anomalías identificadas en las diferentes supervisiones no siempre han ido acompañadas de informes y acciones concretas. Decaen en el silencio administrativo o en un preocupante laissez faire, laissez passer. En agosto de 2019, cinco senadores del Partido Demócrata enviaron una carta a la FDA para poner freno a los privilegios y la codicia de la industria farmacéutica. Llovía sobre mojado. El detonante de tal petición fue el escándalo surgido de la ocultación y manipulación de datos de un gigante de la industria con el fin de asegurarse la aprobación de la FDA para comercializar un fármaco. La autorización del medicamento, pese a la probada manipulación de los datos presentados, no fue revocada al no afectar al riesgo-beneficio resultante. La carta finalizaba con una duda razonable: hasta qué punto los pacientes norteamericanos podían confiar en la integridad del proceso regulatorio de aprobación de la FDA. 

“Es inconcebible que una compañía farmacéutica proporcione datos manipulados a los reguladores federales con el fin de lanzar su producto al mercado, obtener beneficios federales y cobrar la mayor cantidad en la historia de Estados Unidos por su medicación”, escribieron. “Tal codicia no puede ser tolerada por la FDA”.

Esta duda razonable, vistos los últimos precedentes del alto precio a pagar por autorizaciones de urgencia de la FDA, extremadamente cuestionables (ej.: prueba de antígeno rápida para la covid-19 de Quidel Corporation, fosfato de cloroquina, sulfato de hidroxicloroquina, Remdesivir de Gilead…), representa un tema altamente sensible para el presente y futuro de los procesos de regulación y la posterior comercialización en EE.UU. y fuera de sus fronteras. En lo que respecta a las autorizaciones para uso de emergencia, la FDA ha revocado la hidroxicloroquina y la cloroquina. El resto de las autorizaciones se mantiene pese al surgimiento de numerosos informes de errores o a los resultados de nueva y sólida evidencia disponible.  Cabe preguntarse hasta qué punto es lícito y ético que fármacos y dispositivos autorizados a través de atajos muy alejados del máximo rigor científico puedan comercializarse tan fácilmente. Es un cuestionamiento espinoso pero necesario. Más aún cuando existen investigaciones que nos recuerdan que la covid-19 es una enfermedad vírica peligrosa no solo para los ancianos sino para las personas de mediana edad. Nunca hasta ahora un coronavirus había marcado una variación tan acusada en base a la edad. Hasta un punto tal que se sugiere que a partir de los 50 años, la tasa de mortalidad por infección por covid-19 tiene una magnitud dos veces mayor que el riesgo de morir en un accidente de tráfico en un año. Lo que hace imprescindible no únicamente esfuerzos individuales y colectivos en la protección de la población general sino en no cometer ulteriores errores que pueden incrementar exponencialmente el riesgo. El mayor error sería apostar por una inmunidad de rebaño, exponiendo a los jóvenes a actuar de ángeles exterminadores e incrementando el número de infecciones fuera de control, y corriendo el riesgo de que el Sars-Cov-2 se perfeccione antes de la llegada de vacunas seguras y efectivas. Entre los ideólogos de la Declaración de Great Barrington, amplios defensores de exponer a la población general al virus hasta alcanzar el paraíso de la inmunidad prometida, y adoptando una falsa y controvertida “protección focalizada” apartheid de los vulnerables, se encuentran expertos vinculados a la derecha más extrema. Algunos de ellos reconocidos por su reiterada promoción de una agenda neoliberal de bajos impuestos, nacionalismo ultraconservador, lucha antitabáquica y negacionismo medioambiental. Todo en aras de priorizar la libertad individual sobre la solidaridad social y de las suculentas ganancias fruto del entramado de intereses privados de las grandes corporaciones que moldean la política pública de las administraciones de Trump y de Boris Johnson, entre otros. Lo más inquietante de todo es que esta declaración fue publicada en octubre, cinco meses después de haber mantenido sus redactores una reunión a puerta cerrada con el secretario de Salud y Servicios Humanos, Alex Azar, y Scott Atlas, el principal asesor de Trump conocido por su abierto respaldo a la inmunidad colectiva y rechazo al uso generalizado de las mascarillas anti-covid.

Autorización de Uso de Urgencia (EUA)

Donald Trump, hábil conocedor de los entresijos del mundo de los negocios, eligió la vía rápida: las autorizaciones de uso de urgencia por encima de las aprobaciones normales. El 31 de enero de 2020, el secretario de Salud y Servicios Humanos (HHS), Alex Azar, declaró una emergencia de salud pública debido a “casos confirmados del nuevo coronavirus 2019 (2019-nCoV)”. Esa declaración desencadenó una orden separada para permitir a la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) emitir autorizaciones de uso de urgencia “Emergency Use Authorization” (EUA), siempre que se cumplieran otros requisitos legales. Este procedimiento fue diseñado por Donald Trump para dar respuesta ágil a los intereses privados de empresas, industria y laboratorios y al suyo propio personal: ser nuevamente reelegido como presidente de EE.UU. Lo que disparó un vertiginoso proceso de validación de pruebas rápidas, inusualmente veloz sin necesidad de disponer de evidencia científica sólida. Es aquí cuando, por primera vez, los estándares de calidad de la FDA se situaron en el punto de mira.  Un proceso normal de aprobación de la FDA para una prueba de diagnóstico, por ejemplo, requiere un procedimiento complejo que incluye informar sobre la precisión diagnóstica de su prueba; medir su calidad contra la prueba estándar (en este caso la ‘RT-PCR’); realizar ensayos con muestras poblacionales representativas de diferente situación patológica y agrupación demográfica; y en contextos reales, fuera del laboratorio. Lo llamativo es que un EUA solo puede ser autorizado cuando no existe un test alternativo adecuado, aprobado y disponible. Por lo que se refiere a la ‘exactitud’ es mucho menos estricta en la autorización de urgencia (el estándar es ‘puede ser eficaz’) que en la aprobación normal (‘eficacia’ habitual). Los datos enviados para respaldar el uso del producto pueden ser “informes de casos publicados, ensayos no controlados”, etc. Las aprobaciones de EUA se basan en muchos factores, incluida la forma en que el producto satisface una necesidad importante no satisfecha, la urgencia de esa necesidad, la gravedad y la incidencia de la enfermedad clínica y la capacidad de fabricación. La Ley de Preparación para Emergencias y preparación del Público que rige la EUA también permitió que Alex Azar, el secretario de Salud y Servicios Humanos, brindara inmunidad frente a reclamaciones de responsabilidad. En resumen: los test autorizados por esta vía así como los fármacos anteriormente mencionados no tuvieron nunca la necesidad de cumplir con los estrictos procesos de aprobación habituales de la FDA; lo que los convierte en el escueto condicional –“pueden ser eficaces”.

A 5 de noviembre Joe Biden contaba con 71,9 millones de votos. Esperemos que los demócratas ganen y que se pueda pasar página al mandato más tenebroso de la historia de los EE.UU. porque lo que está en juego es la supervivencia de la democracia, tal y como la hemos conocido hasta ahora. La victoria de Donald Trump supondría el funesto presagio de un futuro abandonado a una “noche polar de gélida oscuridad”, en palabras del sociólogo alemán Max Weber. 

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Casandra Greco es investigadora científico-social, filósofa, bioeticista y experta en salud pública y medicina preventiva.

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Casandra Greco

Filósofa, bioeticista e investigadora científico social en salud pública. Defendí derechos en salud en el edificio Berlaymont de la UE, entre otros organismos. Aquí me mueve la protesta ardiente por su derecho a ser felices.

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