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Lectura

La línea

Primer capítulo del tercero de los relatos de ‘¿Dónde está nuestro pan?’, obra que homenajea a las mujeres de las cuencas mineras de León

Abel Aparicio 13/01/2021

<p>Libertad Aurora, minera de Almagarinos, junto a tres compañeras, en la foto que sirve de portada al libro.</p>

Libertad Aurora, minera de Almagarinos, junto a tres compañeras, en la foto que sirve de portada al libro.

Cedida por la editorial

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Es la hora de la valentía, que no es la ausencia de miedo,
sino la decisión de actuar a pesar de tenerlo.
Chimamanda Ngozi

Aquella mañana Libertad estaba reunida, como cada lunes, con varias compañeras del movimiento de pensionistas de Bizkaia. En la bilbaína avenida del Ferrocarril, cerca del nuevo San Mamés, tenían su cuartel general. Desde junio, tal y como habían decidido el año anterior, no convocarían más movilizaciones hasta bien avanzado el mes de septiembre. Sin embargo, las labores que no se veían, tales como tejer redes asociativas, buscar contactos, cerrar acuerdos, encontrar apoyos y un largo etcétera, había que seguir haciéndolas. Llevaban así dos años. “Jubiladas sí, pero no inmóviles, y menos burladas. Eso jamás”, se repetían de vez en cuando para recordar por qué estaban allí. Una subida irrisoria de las pensiones anunciada por el anterior Gobierno y una tibieza que, lamentablemente, veían venir del actual provocaron una de las mayores movilizaciones de una ciudad que destacaba por la lucha social. Una inicial e insignificante locura en un diminuto local había dado paso a reunir a más de cien mil personas frente al ayuntamiento de la ciudad. A Libertad, después de varias sesiones informativas y de atender a un buen número de personas que se les acercaban, le tocaba recoger el material distribuido en las diferentes mesas. Sobre la una de la tarde, mientras observaba la pancarta que presidía el recinto y que cada lunes sacaban a la calle —en la que se podía leer: “PENSIONES PÚBLICAS DIGNAS – NO 0’25 % / PENTSIO PUBLIKO DUINAK – 0’25 % EZ”—, recibió una llamada. Le extrañó que en el bolso vibrara su teléfono, ya que no miraba mucho el móvil y solía tenerlo en casa al lado del fijo. 

Amama, ¿dónde estás?

—En el mismo lugar que todos los lunes.

—Creo que esta noche debemos vernos, quiero comentarte algo.

—¿Buenas o malas noticias?

—Entiendo que buenas.

—Está bien. Mira, pásate por casa sobre las diez y así cenamos juntas.

—Allí nos vemos, pues. ¡Agur!

—¡Hasta la noche!

Pocos minutos antes de la hora acordada, Guiana entró en casa de su abuela. Llegaba de trabajar de la Delegación Especial de la Agencia Estatal de Administración Tributaria en el País Vasco. Llevaba dos meses teniendo una fuerte carga de trabajo, lo que provocaba que la jornada laboral se ampliara hasta más allá de la media tarde. Estaba cansada, su pesaroso caminar lo revelaba. Debido a varias montañas de papeles que ocupaban prácticamente la totalidad de su mesa, no pudo ni siquiera detenerse a comer. Un pequeño bocadillo y una botella de agua mientras miraba la tablet fueron su único descanso. Antes de sentarse a cenar, le dijo a su abuela que necesitaba una ducha y que, si no cambiaba de opinión, esa noche se quedaba a dormir.

Después de desprenderse del sudor acumulado durante todo el día y enviar al sumidero el cansancio de interminables horas laborales, Guiana se sentó en frente de su abuela. La cena estaba lista. Las ganas de escuchar de una y las de hablar de otra no merecían más espera.

—Amama, esta mañana, mientras desayunaba, vi en las redes sociales del pueblo que iban a celebrar el centenario de la línea que llevaba el carbón desde Almagarinos a la estación de Brañuelas.

En ese momento, Libertad, una mujer que pensaba varias veces lo que iba a decir antes de hablar, masticó durante unos segundos la pequeña tajada de pescado que tenía en la boca, posó lentamente el tenedor en el plato, bebió un poco de agua y se dispuso a responder.

—Bueno, me parece bien, pero ¿por qué no me lo dijiste por teléfono?

—Porque, según leí, quieren que tú seas clave en esos actos.

—No me hagas reír, Guiana, por favor.

—Por lo que estuve investigando, fuiste parte importante de esa línea de baldes. Creo que deberías ir y yo te voy a acompañar.

Guiana sacó de uno de los bolsillos de su pijama dos billetes de tren. El destino era Brañuelas, la fecha, 21 de junio, ese mismo viernes.

—Pero ¿tú estás loca? —preguntó Libertad señalando su sien con el dedo índice.

—Bueno, eso llevas diciéndomelo desde que era pequeña y creo que ya sabes la respuesta.

—Pero ¿y mis compañeras?, ¿y mi café de los miércoles y la gimnasia de los jueves? No, hasta julio no pienso ir al pueblo —sentenció negando continuamente con la cabeza.

—Pues resulta que sí vas a ir. No me he metido un atracón de horas en el trabajo en balde. Además, solo adelantas nueve días el viaje. No pongas excusas baratas —argumentó Guiana, mostrando cierto enfado para convencerla.

—Deja que lo piense, necesito asimilarlo.

Libertad pasó los días siguientes deambulando por la ría. Demasiados recuerdos retornaban a su cabeza. Fueron aquellos años duros, muy duros. El calor que esos días asolaba Bilbao era nimio en comparación con lo que ella tuvo que sufrir durante trece veranos. El miércoles decidió consultar el asunto que le inquietaba con sus amigas. Las citó en la sede de la asociación para que todas juntas fueran dando un paseo hasta el Casco Viejo. Mientras recorrían de punta a punta el paseo del Nervión, divisando en sus aguas varias traineras que pasaban a gran velocidad, Libertad por fin decidió exponerles el caso.

No las quiso hacer partícipes de las miles de imágenes, instantes o anécdotas que bombardeaban su cabeza. Solo les habló de un centenario muy especial para ella del que no sabía si le causaba más dolor u orgullo. Sus compañeras veían un tanto temerosa a esa mujer de cara afilada, sonrisa eterna y melena rubia. Era la primera vez que algo así le ocurría en muchos años. Fue una de sus mejores amigas la que le trasmitió lo que todas pensaban:

—Cuando una puerta está cerrada y no la abres por miedo, te seguirá dando miedo toda la vida. Solo abriéndola te enfrentarás a tus fantasmas.

Sabía que tenía razón, de ahí su mutismo. Era consciente de que hay silencios que lo explican todo. Al llegar a la zona de bares, Libertad les propuso entrar en el Txapela Taberna, uno de sus restaurantes favoritos, para tomar juntas varias tapas y algún zurito. La cocina vasco-leonesa que allí se servía podría ser una buena síntesis de lo que había sido su vida. Mitad en León, mitad en Euskadi y parte de ambas detrás de la barra de un bar.

Después de meditarlo durante toda la noche, de mirarse en el espejo y aguantarse la mirada, erguida como siempre solía hacer ante cada reto, descolgó el teléfono y llamó a Guiana. Antes de que a esta le diera tiempo a saludar, escuchó:

—Mañana les daremos uso a esos billetes. Como sabes, sale a las nueve y cuarenta y dos minutos. ¿Quedamos a las nueve y desayunamos juntas?

—Gracias, amama. Sé que te provocará sentimientos encontrados, pero creo que, al final, te sentirás bien. Tienes muchas cosas que contarme, seguro que el viaje se nos va a hacer corto.

La noche anterior al viaje Guiana salió con su cuadrilla. Del mismo modo que le ocurría a su abuela, necesitaba despejar la cabeza y ordenar, al menos vagamente, sus pensamientos. Pasados algunos minutos de las once, Guiana, apoyada en la barra —mientras bebía una caña y picaba frutos secos—, le detalló a un par de amigas el viaje que emprendería dentro de pocas horas. No era un viaje turístico, era un viaje hacia ella misma redactado con las palabras de su abuela. La historia de su familia, que presagiaba intensa y dura, estaba a punto de presentarse ante ella a sus treinta años. Todo parecía indicar que esas líneas se habían escrito en los márgenes y con letra muy pequeña, en un libro escondido al fondo de las bibliotecas del olvido. En cierto modo, tenía pánico, no sabía qué le deparaba. Mientras conversaban y pedían otra ronda, por los altavoces sonó una canción que hizo que tanto Guiana como sus amigas se miraran y esbozaran una leve sonrisa. The Clash hacía sonar su Spanish bombs (1).

The shooting sites in the days of '39.

Oh, please, leave the vendetta open.

Fredrico Lorca is dead and gone.

Bullet holes in the cemetery walls.

Entre palabras, otra ronda, buena música y varias miradas al reloj, Guiana se levantó del taburete que ocupaba desde hacía un par de horas y se despidió. Estaba convencida de que a la vuelta del viaje sería otra. Solo le faltaba saber quién.

Un ruido insoportable alteró a Guiana. Miró al techo unos segundos y reaccionó. Era el tono de alarma que ponía cuando tenía un evento importante. Con algo de resaca, se dio una ducha rápida, se puso su camiseta negra con la cara estampada de Angela Davis, vaqueros cortos, sandalias, y salió de casa con una pequeña maleta. Antes de ir a la estación, decidió pasar por la oficina y corroborar que no entraría nada nuevo hasta el lunes. La mañana era apacible, ya que las nubes, por fin, cubrían el cielo de Bilbao. Llevaban demasiados días con un calor insoportable y ella, al igual que su abuela, prefería el frío. Casi un cuarto de hora antes de lo acordado, llegó a la cafetería de la estación. Quería elegir mesa y leer el periódico. Hacía tiempo que solo miraba las noticias a través de su teléfono, necesitaba sentir el tacto del papel, pasar las páginas, volver atrás o saltar de golpe a la contraportada. Avanzaba sobre las páginas de política y economía como una autómata, sin prestar apenas atención a los titulares. Sabía que sobre las tres de la tarde todo cambiaría. La operación que se llevaría a cabo dentro de pocas horas provocaría un pequeño terremoto en el ámbito político y económico de las tres provincias que componen la región leonesa. El resultado de muchas horas de trabajo estaba a punto de dar sus frutos. Cuando estaba leyendo en la sección de deportes las novedades sobre la final de la Copa que el Athletic disputaba ese sábado contra la Real Sociedad, le llegó un mensaje al móvil: “Guiana, disculpa, pero no me encuentro con fuerzas para realizar este viaje. Espero que sepas comprenderme. Un beso. Tu abuela”.

Guiana posó el móvil encima de la mesa, cerró el periódico y, dejándose llevar, dio un leve manotazo en la mesa. En ese instante, sintió como le tocaban el hombro. Giró la cabeza con cara de muy pocos amigos y, cuando se disponía a levantarse para hablar con quienquiera que fuese, vio a su abuela soltando una leve carcajada.

—Debí suponerlo. De no venir, me hubieras avisado ayer por la noche.

—Efectivamente, pequeña —indicó Libertad sonriendo.

Un anuncio por megafonía informaba que el tren con destino Vigo-La Coruña haría su entrada en la estación. Guiana se acercó a pagar las consumiciones en una barra que estaba a rebosar y abandonaron la cafetería. A partir de mediados de junio, la gente, si podía permitírselo, solía huir de Bilbao. Las playas, las montañas y, sobre todo, los pueblos de origen de gran parte de las personas que en las décadas de los setenta y ochenta emigraron en busca de un puesto de trabajo a orillas del Nervión estaban esperando a los veraneantes. Mientras ambas conversaban, llegaron a la sala donde se situaba el control de pasajeros. Libertad no se acababa de acostumbrar a todos aquellos registros. Cuando faltaban un par de minutos para salir, depositaron el equipaje encima del compartimento que sobrevolaba sus cabezas y tomaron asiento. Ambas miraban por la ventana. El tren, silencioso, comenzó a moverse. Ninguna de las dos había salido de Bilbao desde Semana Santa, necesitaban hacer ese viaje.

En menos de media hora, mientras observaban el paisaje y hablaban de temas cotidianos, llegaron a una estación que las recibió con el cartel de Llodio/Laudio. La segunda ciudad en número de habitantes de la provincia alavesa les daba la bienvenida. No habían pasado ni cinco minutos y el tren se ponía de nuevo en marcha.

—Bueno, amama, voy a echar una cabezada. Ayer velé y el tren siempre fue mi mejor somnífero, dentro de dos minutos estaré dormida.

—Duerme, yo estaré atenta al revisor.

 

Es la hora de la valentía, que no es la ausencia de miedo,
sino la decisión de actuar a pesar de tenerlo.
Chimamanda Ngozi

Aquella mañana Libertad estaba reunida, como cada lunes, con varias compañeras del movimiento de...

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Autor >

Abel Aparicio

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