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JUSTICIA SOCIAL

El género en debate (y el reconocimiento debido a las personas trans)

Cuando la descalificación de la “Ley Trans” acarrea una vuelta a las categorías binarias de sexo, el feminismo adquiere a su pesar un perfil conservador

José Antonio Pérez Tapias 10/02/2021

<p>Pancarta en favor de los derechos trans en el Orgullo de 2018. / <strong>Barcex (Wikimedia Commons)</strong></p>

Pancarta en favor de los derechos trans en el Orgullo de 2018. / Barcex (Wikimedia Commons)

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Está en los medios, en las redes, en las conversaciones, en el ámbito académico, en el mismo Gobierno y partiendo en dos al mismísimo movimiento feminista: es el debate en torno a los derechos de las personas trans. Éstas, por su parte, se hacen presentes en el debate exigiendo el reconocimiento de derechos que se les debe, como corresponde a esa condición de ciudadanía que implica para todas las personas el incondicional respeto a su dignidad. Ello supone, de partida, que las personas trans (lo sean desde su condición transexual o transgénero, según el proceso que hayan vivido o en cuyo devenir estén) se han arrogado, con toda razón, el “derecho a aparecer” –expresión utilizada en sus escritos por la filósofa Judith Butler, de cuyo título en castellano de unos de sus libros, El género en disputa, es paráfrasis el de este artículo, en busca de fórmulas tendentes al diálogo entre quienes en el ámbito de la opinión pública participan de una “conversación” al respecto, con frecuencia cargada de altas dosis de vehemencia–. 

El “derecho a aparecer” bien puede verse como forma de disponerse a plantear con todas las de la ley lo que Hannah Arendt formuló como “el derecho a tener derechos”. En esa onda se sitúa el enfoque político de Butler, la cual, por lo demás, dialoga con Arendt aun desde posiciones distintas. Para aquélla, ese “aparecer” de las personas trans no se reduce a lo que coloquialmente se menciona cuando se utiliza la expresión “salir del armario”, sino que, desde su materialismo antropológico, implica un hacerse presente en el espacio público con sus propios cuerpos. En ellos se encarna una subjetividad que se autorreconoce en la lucha por el reconocimiento jurídico-político que le corresponde, habiéndose enfrentado para ello a la humillación, a la marginación y al sufrimiento que muchas veces ha acompañado el recorrido vital de quienes han tenido que conducir su existencia hacia la búsqueda de su propia identidad personal, partiendo de la falta de encaje entre el sexo asignado en función de la genitalidad biológica manifiesta desde su nacimiento y la vivencia personal según una construcción progresiva de identidad sexual que, como identidad de género, señalaba en otra dirección distinta de la aparentemente marcada por su anatomía, con la meta de la sintonía entre el cuerpo socialmente reconocido y el cuerpo vivido según la propia autopercepción y, es más, su más profunda autocomprensión. 

Los seres humanos, reconocidos al nacer bajo los parámetros del diformismo sexual, no nos limitamos a ser machos o hembras según una determinismo biológico

Dado que la identidad de las personas, en su proceso de subjetivación, gravita sobre la experiencia dinámica de su mismidad, es obvio que, cuando el punto de partida se sitúa en el mencionado desajuste –lo que se ha llamado disforia de género–, la anhelada sintonía entre su vector manifiesto y su vector íntimo ha de implicar los cambios necesarios para que el primero responda al segundo. De ahí la complejidad de un proceso de tránsito en aras de una construcción de identidad que requiere una indispensable sintonía corporal, máxime cuando no meramente tenemos cuerpo, sino que somos cuerpo. Dicha complejidad atañe a lo que todos los individuos hemos de resolver, especialmente en las primeras etapas de nuestra trayectoria biográfica: la construcción de la ya aludida identidad personal, habida cuenta de que para ella es una clave fundamental la experiencia vivida de nuestra condición sexuada. Ésta arranca de lo que entraña el sexo biológico de nuestro cuerpo, a lo cual se suma la modulación de la sexualidad a través de múltiples mediaciones psicológicas, sociales y culturales, de forma que, partiendo del sexo biológico, nuestra personalidad se conforma según una identidad de género resultante de las mediaciones a través de las cuales nuestra sexualidad se configura personalmente. Así es en todos los seres humanos, que siendo reconocidos al nacer bajo los parámetros del diformismo sexual propio de una especie mamífera, sin embargo no nos limitamos a ser machos o hembras según una especie de determinismo biológico. 

Ser varones o mujeres es resultante de un proceso complejo en el que se entrevera lo biológico y lo psíquico, lo individual y lo social, hasta resultar ser individuos sexuados con una identidad de género. En el caso de personas cisgénero, dada la norma dominante culturalmente, el comentado proceso suele fluir de manera más fácil, sobre todo en individuos heterosexuales, aunque no siempre se produzca exento de problemas. Las dificultades se incrementan en el caso de personas homosexuales, se trate de un hombre gay o de una mujer lesbiana, pero los obstáculos en la construcción de la identidad y en la trayectoria vital en que se produce vienen por la represión de una sociedad cuya cultura patriarcal traba la manifestación abierta de la homosexualidad, lo que ya da lugar a situaciones traumáticas en muchos casos aunque no haya desajuste entre sexo asignado y sexualidad vivida. 

No estamos ante demandas de consumidores, sino ante una cuestión de derechos humanos, como se ha subrayado desde organismos internacionales

En el caso de las personas trans, la complejidad del proceso identitario es mayor, pues el recorrido personal ha de hacerse –así ha venido siendo en culturas heteropatriarcales– en contextos sociales hostiles a quienes viven su sexualidad fuera de los patrones dominantes según los roles de hombres y mujeres establecidos como de obligado cumplimiento a partir de la asignación de sexo –macho o hembra–. Y más aún, si cabe, cuando se acometen de manera ostensible los cambios necesarios para hacer posible una configuración de identidad en la que el sujeto pueda reconocerse a sí mismo sin traumas. Ello se da mediante todo lo que cabe hacer anatómica o fisiológicamente para el tránsito posible de  mujer a hombre o de hombre  a mujer hasta resultar hombre transexual o mujer transexual, o mediante lo que supone el cambio identidad de género aunque el tránsito se dé sin intervenciones médicas que modifiquen el sexo biológico. Si a ello se añade el caso de personas intersexuales que, por particulares causas, quedan en una situación no definida sexualmente y tampoco con una identidad de género estable –punto sobre el que llama la atención la tan traída y llevada teoría queer, la cual hay quien ve como un fantasma cuya sombra echa a perder todo lo que supuestamente cubre–, entonces tenemos más elementos para decir que, efectivamente, desde el dimorfismo sexual los humanos venimos a parar a una amplia gama de identidades en las que la sexualidad se plasma y expresa bajo diversos modos de género, es decir, de despliegue mediado de la condición sexual. Tal es la realidad que hoy, por fortuna, no eludimos, entre otras cosas gracias a la altura ética socialmente alcanzada y a la madurez política de sociedades empeñadas en una democracia consecuente cuyo núcleo moral estriba en el reconocimiento igualitario de derechos para toda la ciudadanía, pretensión extensiva a quienes conviven con nosotros habiendo sido inmigrantes. No se trata, por tanto, de moda alguna que se deba a un relativismo posmoderno según el cual la problemática abordada no es más que una más de las dinámicas consumistas (de identidades en este caso) alentadas desde el neoliberalismo dominante. No estamos ante demandas de consumidores, sino ante una cuestión de derechos humanos, como se ha subrayado desde organismos internacionales e instancias europeas que consideramos dignos de crédito.  

El género se dice de muchas maneras 

Así llegamos al punto crucial de la cuestión: el género se dice de muchas maneras –cabe afirmar parafraseando a Aristóteles, aunque bien lo podía haber pensado Diótima–. Y siendo de esta forma la cuestión jurídico-política que nos ocupa, con indudable base ética, los derechos de las personas no deben verse menoscabados en ningún caso por razón de discriminación alguna a causa de su sexo o su género –después de lo expuesto, no hay que pasar nunca por alto que en nuestra realidad antropológica no hay sexo sin construcción simbólica en términos de género–. Es de esto de lo que trata justamente la llamada “Ley Trans”, cuyo borrador, tal como ha salido como proyecto del Ministerio de Igualdad del Gobierno de España, ha desencadenado el debate en el que estamos, hasta el punto de vernos en una tormenta política en la que voces a favor y voces en contra se entrecruzan, sin que falten palabras que vuelan como dardos envenenados. Lo asombroso del caso es que, como anticipamos en las primeras líneas, la discusión se enerva en el seno mismo de la izquierda, en el interior del movimiento feminista y en el seno del mismo Gobierno del que esa ley sale como propuesta, tratándose en todos los casos de sujetos políticos tradicionalmente comprometidos con las reivindicaciones del colectivo LGTBI y ahora, más concretamente, de los colectivos trans. ¿Tan difícil es entenderse en torno a un proyecto que aspira a dotar de cauces legales para un reconocimiento social a las personas trans que, como todos los demás ciudadanos y ciudadanas, tienen derecho a vivir conforme a su identidad, con todas las consecuencias? La pregunta reclama, como ya se viene haciendo por quienes reflexionan en público sobre todo ello, poner claridad en un enmarañamiento de argumentos, no todos con la misma consistencia.

El borrador de la “Ley Trans” que conocemos sin duda es mejorable, y eso requiere intercambio de argumentos en la plaza pública y deliberación en sede parlamentaria. Ahora bien, dicho eso, escribiendo estas líneas desde una posición favorable a la ley, el enunciado del interrogante expuesto da paso a otro como éste: debiéndose a una noble intención emancipatoria y solidaria, ¿qué decir acerca de las objeciones de quienes no sólo exponen opiniones divergentes relativas a puntos concretos, sino que hacen una oposición frontal a esta propuesta de ley, comportamiento que sorprende cuando se viene de haber compartido desde movilizaciones hasta discurso en torno a las reivindicaciones que están en juego?

Lo asombroso del caso es que la discusión se enerva en el seno mismo de la izquierda, en el interior del movimiento feminista y del Gobierno del que esa ley sale como propuesta   

La mentada sorpresa se incrementa al reparar en que la propuesta se plantea como culminación de lo que ya ha sido legislado por una decena de Comunidades Autónomas de España, lo cual siempre se ha promovido como concreción y avance en los respectivos ámbitos de lo que quedó establecido por la Ley 3/2007, impulsada bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero en su primera legislatura, reguladora de la rectificación registral relativa al sexo de las personas. Así, por ejemplo, en Andalucía y según da cuenta de ello la parlamentaria andaluza Alba Doblas en artículo reciente publicado bajo el título “Una ley para vivir: la experiencia de la ley trans andaluza”, en 2012 se aprobó tal norma andaluza a iniciativa de IU, con apoyo del PSOE e incluso contando con el voto del PP. En dicha norma se enuncia la “autodeterminación de la identidad de género”, dando pasos hacia la consolidación de dicha práctica más allá de requisitos otrora exigidos para el cambio registral, los cuales implicaban una visión patologizante de la realidad trans y una merma respecto a la autonomía de las personas trans en cuanto a la expresión de la propia identidad. 

El mismo PSOE defendió en 2017 la despatologización de lo trans y la autodeterminación de género de cara a la inscripción registral

Prolongando la onda impulsada en los parlamentos autonómicos, así como la que ha cuajado en diversos países europeos y americanos en legislaciones en ese sentido favorables a las personas trans, el mismo PSOE, como ha recordado Carla Antonelli, diputada socialista en la Asamblea de Madrid, defendió en 2017, con una brillante intervención desde la tribuna del Congreso de la jueza Lola Galovart, entonces diputada también del Grupo Parlamentario Socialista, la despatologización de lo trans y la autodeterminación de género de cara a la inscripción registral como pasos imprescindibles para atender al reconocimiento de derechos debido a las personas trans. Es más, tales planteamientos, como se viene recordando estos días, pasaron a formar parte de la exposición de motivos y propuesta de articulado recogidas en el informe de la ponencia de la Comisión de Justicia relativo a proposición de ley para modificar en ese sentido la aludida ley 3/2007. La pena fue que este informe, del 12 de marzo de 2020, dos días antes del estado de alarma decretado por el Gobierno para hacer frente a la pandemia de covid-19 que ya azotaba también a España, parece que quedó aparcado. ¿Qué ha pasado desde entonces para que en especial un sector mayoritario del feminismo de la órbita del PSOE, situándose a la cabeza del mismo Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno y secretaria de Igualdad en la Ejecutiva del PSOE, acompañada por mujeres ciertamente relevantes en la lucha feminista durante décadas, ahora exprese una disconformidad total con el borrador de la “Ley Trans” promovida por el ministerio de Igualdad del mismo Gobierno, y que recoge lo incluido en las proposiciones de ley socialistas de 2017 y 2019? Es de suponer que estará atónita la entonces diputada Lola Galovart, como están los colectivos trans, una parte del movimiento feminista y  una opinión pública que llega a ver cómo la propuesta de ley ahora presentada es calificada incluso como “reaccionaria” y “anticonstitucional”, epítetos tan excesivos que a toda luz resultan insostenibles. 

¿Borrado de mujeres? No parece que sea el caso

No vamos a entrar en las interpretaciones de tan sonada divergencia que ponen su causa en una lucha de poder entre el feminismo mayoritario en el campo socialista y otros feminismos, incluyendo los que se articulan con colectivos trans, que en el seno del gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos se traduce en el malestar de parte socialista por la cesión de Igualdad a una ministra de Podemos. Sin pretensión alguna de desconocer que existen tensiones de ese tipo, lo importante es abordar los motivos que exponen quienes rechazan de plano la que llamamos “Ley Trans”. Tales motivos tienen su centro de gravedad en lo que se enuncia con la fórmula “borrado de las mujeres”, dando a entender con ella que el reconocimiento de derechos que ahora se propone respecto a personas trans daña logros en cuanto a derechos de las mujeres y perjudica la pretensión de seguir avanzando en esa dirección. Siendo necesario tal avance, lo cual nadie discute –excepción hecha del antifeminismo de las derechas–, lo que no resulta concluyente es el argumento de que reconocer derechos trans va en detrimento de derechos de las mujeres, pues no sólo no es así jurídicamente, sino que tal enfoque de la cuestión es contrario a la práctica de un feminismo que ha enmarcado las reivindicaciones de las mujeres en una perspectiva que no se agota en un horizonte parcial, sino que se abre a un enfoque transversal y universalizable.

Lo que no resulta concluyente es el argumento de que reconocer derechos trans va en detrimento de derechos de las mujeres, pues no es así jurídicamente

Por lo dicho, el feminismo como movimiento se autocomprende como factor, y muy potente, de transformación social con luchas antidiscriminatorias que desde toda la sociedad se pueden apoyar y compartir tras objetivos de justicia. Ampliar las pretensiones con legítimos objetivos trans, contando además que en ellos van los de las mujeres trans, no mengua el alcance de los logros; es más, lo que se plantea como interseccionalidad supone articular reivindicaciones diversas que, interrelacionadas, afectan a distintos colectivos que convergen en ellas o tienen que ver con sujetos que las sostienen a la vez –por ejemplo, mujeres negras cuya lucha es antipatriarcal y antirracista a la vez, demandando que esos componentes sean asumidos por un feminismo inclusivo atento a su propia pluralidad interna–. No se ve por qué se sostiene que los planteamientos que subrayan la necesidad de esa interseccionalidad difuminan a las mujeres como “sujeto político”; parecen más convincentes los argumentos de feministas que sostienen lo contrario, desde luchas en las que se articulan propuestas transversales. De lo contrario, no se mantiene la pretensión de hacer frente a un orden de dominio en el que la tríada patriarcalismo, racismo y capitalismo se refuerza cuando se ven dispersos los esfuerzos de los movimientos que pugnan por la transformación de ese orden de cosas. 

Junto a la fórmula relativa al “borrado de las mujeres” se presenta, por quienes critican la “Ley Trans” tal como su propuesta se conoce, la exigencia política de “abolir el género”, formulada como reivindicación contrapuesta a la “autodeterminación de identidad de género” que en la ley se plasma, la cual evidentemente consolida la categoría “género” desde su mismo uso legislativo. Resulta cuando menos chocante tal demanda de abolición, en primer lugar por no quedar claro qué se quiere decir con “abolir” –¿prohibir por decreto su uso?– y, en segundo lugar, por lo que extraña acerca de cómo desde el campo feminista se desecha una categoría de la cual el mismo feminismo ha hecho abundante uso para sostener sus reivindicaciones. Eso es lo que da pie a entender tal demanda inconsistentemente abolicionista como regresiva. Es verdad que la categoría “género” ha servido para promover la “perspectiva de género” desde la cual se ha acometido la crítica de las imposiciones de roles impuesta por el patriarcalismo a las mujeres y, con ellas, la consolidación de una posición subalterna de las mujeres bajo el dominio de varones, en la vida privada y de manera patente en la vida pública, con la violencia estructural que ello supone –marco y semillero de violencias en los comportamientos machistas– y la injusticia que comporta. Desde tal perspectiva, el objetivo claro es acabar con esa imposición patriarcal y su plasmación en una visión de género que, a partir de la diferenciación sexual, impone a quienes tienen asignado el sexo femenino un papel personal y socialmente subordinado, reforzando esa asimetría con un planteamiento muy desigual respecto a las tareas de reproducción y cuidados. 

El objetivo de la igualdad de género incluye a personas trans

Con todo, lo que hay que observar es que el potencial crítico de la categoría “género” no se limita a la negación del orden patriarcal, sino que el uso del concepto, dada la dimensión normativa que entraña como base para su misma función crítica, ha conducido desde hace décadas a hablar de “igualdad de género” como objetivo sociopolítico relativo a exigencias de igualdad de trato y de relaciones ajenas a prácticas de dominio y discriminación entre mujeres y varones. En tal sentido, el género no queda visto sólo como algo a abolir porque esté patriarcalmente marcado, sino que es puesto como realidad a transformar para relaciones igualitarias, habida cuenta de que el género es la construcción de identidad de cada cual a partir de su condición sexual. 

Es decir, no se identifica a fortiori género y género patriarcalmente marcado, y por ello pierde razón de ser la pretensión de abolir el género sin más. Pero, yendo a más, dado que la misma sexualidad siempre está ya socioculturalmente mediada, incluso lingüísticamente mediada, de manera que nuestro cuerpo es “cuerpo social” con su condición sexual culturizada, es ese hecho lo que hace que nos resulte insuficiente entender la sexualidad humana en términos hombre-mujer exclusivamente binarios, como si todo viniera dado por un determinismo biológico según el par macho-hembra. No es así, pues ya desde la misma corporeidad la conformación de la sexualidad es un proceso complejo, con el añadido que esa sexualidad adopta un perfil de género en las vidas individuales que, salvo que se quiere reinstaurar en orden fuertemente represivo, da paso a una diversidad de identidades de género que no se puede encerrar en el estrecho marco del binarismo, por más que los humanos se autoperciban mayoritariamente en su identidad de género en consonancia con su asignación de sexo según uno de los polos del binarismo. Pero eso no es así en muchos casos, lo que obliga ética y políticamente a que esa realidad diversa no se vea aplastada por un trato represivo hacia quienes la encarnan. Es imperativo moral ineludible sacar a nuestra realidad social de los parámetros deshumanizados de lo que el filósofo Axel Honneth llama una “sociedad del desprecio”. Para ello hay que atender a las exigencias de respeto a la dignidad que ya va con la reivindicación de reconocimiento de quien desde su propia identidad no patológica plantea la autodeterminación de género en la que ya está y configura su ser como su carta de presentación para que su legítima demanda sea atendida.

El género no queda visto sólo como algo a abolir porque esté patriarcalmente marcado, sino que es puesto como realidad a transformar para relaciones igualitarias

Cuando, además de abjurar de la categoría “género”, la descalificación de la “Ley Trans” acarrea una vuelta a las categorías binarias de sexo, en una suerte de reedición anacrónica de un reduccionismo biologicista que juega en sentido contrario a los objetivos de emancipación que se han logrado y que se persiguen, ocurre que el feminismo que se repliega sobre ello, pareciendo olvidar incluso una posición tan de referencia como la significada por Simone de Beauvoir contra la “naturalización” socialmente impuesta de lo que el orden patriarcal fija como condición de mujer, adquiere a su pesar un perfil conservador. Ello no supone decir que quienes se sitúan en tal tesitura no sean feministas, pero sí plantear, al menos como motivo de reflexión, que es una posición en la que ese feminismo se autocontradice respecto a lo que ha sido su trayectoria de lucha y el discurso con que lo ha acompañado. Sabemos, por lo demás, que la categoría “gender” (género en inglés) adquirió impulso desde finales de los años sesenta del pasado siglo también gracias a estudios como los de R. Stoller en su obra sobre sexo y género, que atendía a las cuestiones suscitadas por la transexualidad y se confrontaba con quienes desde el campo psicoanalítico, empezando por el mismo Freud, mantenían en torno a la sexualidad un determinismo biologicista que no sólo es obstáculo para la terapia, sino impedimento para abordar las realidades de las personas trans desde una visión que no las incluya apriorísticamente en el terreno de lo patológico. Y de eso trata la ley que reclama nuestra atención. 

En cuanto a otras objeciones, unas de más calado jurídico y otras relativas a cuestiones de hecho que no han de entorpecer lo que se plantea como exigencias de derecho, hay que decir que si estas últimas son resolubles sin mayores problemas –la verdad es que da un poco de apuro mencionar cuestiones como la de los baños y vestuarios públicos, por ejemplo en instalaciones deportivas, las cuales permiten soluciones fácilmente ejecutables–, las primeras encuentran por su parte respuestas solventes, como las ofrecidas por la profesora Marina Sáenz, mujer trans catedrática de Derecho Mercantil en la Universidad de Valladolid, de todo punto clarificadoras respecto a las reservas desde una óptica jurídica en relación a la “Ley Trans”. A sus argumentos me remito respecto a asuntos tales como la tutela de menores trans o las actuaciones ante posibles casos de abuso de ley en la misma autodeterminación de género, para las cuales se pueden arbitrar vías de la misma manera que para el fraude en otros terrenos. Cabe introducir la analogía de que no se deja de legislar en el terreno fiscal por más que haya defraudadores a Hacienda. Y aquí, en lo que tratamos, lo que está en juego es el reconocimiento de derechos que se debe a las personas trans –adultas a tal efecto a partir de los 16 años, como sucede en cuanto a tomar una decisión por mujeres que ejercen su derecho al aborto–, teniendo en cuenta, como la misma profesora Sáenz hace notar, que es inexcusable hacer lo que debe hacerse para que la transexualidad deje de estar sometida a condiciones sociales de violencia estructural y en desamparo ante conductas violentas que no quedan fuera de la violencia de género. Afrontar todo ello requiere un diálogo sin falsos prejuicios y que no se atasque en argumentaciones falaces, para hacer posible aproximar posiciones como en su día se produjo entre el feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia. No se me olvida aquella apuesta de la filósofa Victoria Camps en la que invitaba a que la revolución feminista, obviamente impulsada por las mujeres como sujeto político, fuera la de una profunda transformación en la que toda la sociedad se involucrara. En momentos recientes así se ha vivido y no hemos de dar pie a ningún retroceso, para lo cual unas y otros, otras y unos estamos convencidos de que el camino es un feminismo inclusivo capaz de conjugar sus reivindicaciones con otras que empujan en la misma dirección.

Está en los medios, en las redes, en las conversaciones, en el ámbito académico, en el mismo Gobierno y partiendo en dos al mismísimo movimiento feminista: es el debate en torno a los derechos de las personas trans. Éstas, por su parte, se hacen presentes en el debate exigiendo el reconocimiento de derechos que...

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Autor >

José Antonio Pérez Tapias

Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).

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