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Crónicas de un Estado que ya no funciona (II)

La contratación administrativa

En España, el legislador es un gran creador de inseguridad jurídica

Anxelo Estévez Torres 8/02/2021

<p>Sede del Ministerio de Hacienda en Madrid.</p>

Sede del Ministerio de Hacienda en Madrid.

Luis García

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El 25 de enero de 2021 Iñaki Gabilondo dijo en el programa Hoy por Hoy de la Cadena SER: “Hay muchas señales que indican que tenemos problemas de estructura. (…) Se oye que los bomberos no pueden salir porque no tienen cadenas para las ruedas; que el problema de la vacunación se agrava porque no teníamos las jeringuillas necesarias. Tenemos un problema que tenemos que reconocer: ¡España no funciona! (…) España es un Estado moderno, pero tiene problemas de estructura, engranajes que no engarzan bien, problemas de desajustes claros, desorden, y una sensación de ineficacia porque parece que las palabras mandan más que los hechos. En los hechos estamos fallando, pero parece que no importa con tal de que luego tengamos palabras. Parece que la política se ha convertido en el oficio para explicar por qué no se pueden hacer las cosas.”

En el primero de los artículos de esta serie expusimos la tesis de que España tiene un problema de perfeccionismo legislativo. Se cree que exigiendo en la ley que la Administración sea perfecta esta lo será. Pero lleva sin ocurrir más de un siglo. La Administración española es pequeña y tiene pocos medios. Mas de un siglo de perfeccionismo legislativo no ha arreglado el problema de la corrupción. El instrumento utilizado no es el adecuado. Pero este mecanismo sí ha provocado otro problema: el Estado es ineficaz.

En 2017 se aprobó una nueva Ley de Contratos públicos1 con un amplio consenso. Es la ley que transpone la nueva directiva europea de contratación administrativa.

La directiva sólo es un marco común para asegurar un mercado único de la contratación administrativa. Y sólo es obligatoria a partir de unos umbrales. Por encima de 200.000 euros, grosso modo, para los contratos de servicios y suministros, y de los 5 millones de euros, para los contratos de obras.

La directiva se transpuso de manera maximalista. No se aprovecharon las oportunidades de simplificación que ofrece la norma europea ni se flexibilizaron los contratos de cuantía inferior a los umbrales citados. España es un país del sur, pero legisla como si dispusiera de los medios de los países del norte de Europa.

En los años anteriores se identificaron dos procedimientos como un “coladero” de corrupción: los contratos menores (los de cuantía inferior a 15.000 euros) y el procedimiento negociado. Era una corrupción menor, si se me permite. La verdadera corrupción, como recientemente hemos asimilado, se hizo a lo grande.

Pero eran dos procedimientos muy eficaces y ágiles. El primero permitía atender de manera inmediata, sin burocracia, los pequeños gastos del día a día (ej. comprar las cadenas para las ruedas de los camiones de bomberos). El segundo posibilitaba la negociación con los licitadores para concretar las características de un producto o servicio del que la Administración no tenía a priori la información suficiente. Era, de alguna manera, como el proceso de búsqueda del mejor producto que hacemos en nuestra vida privada.

A partir de 2018 el procedimiento negociado está, en la práctica, prohibido. Mientras que el contrato menor se ha convertido en un procedimiento farragoso lleno de papeles y de regulación imprecisa. Al inicio de la vigencia de la Ley, las Juntas Consultivas de Contratación de distintas Comunidades Autónomas nos confundieron con interpretaciones completamente divergentes. En España, el legislador es un gran creador de inseguridad jurídica.

No se aprovecharon las oportunidades de simplificación que ofrece la norma europea ni se flexibilizaron los contratos de cuantía inferior a los umbrales citados

El principal objetivo de la nueva Ley de Contratos es presionar para que la máxima cantidad de gasto público se licite a través del procedimiento abierto. Es decir, una licitación a la que se le da publicidad, a la que se puede presentar cualquier empresario y que se adjudica atendiendo a criterios objetivos.

Sin embargo, en lugar de poner medios para llegar a ese resultado, el proceso se ha llenado de dificultades. Los medios humanos y materiales dedicados a la contratación administrativa son los mismos que los que se empleaban para anteriores leyes menos exigentes.

La contratación menor –que sigue existiendo, a pesar de ser denostada, porque de otro modo no funcionaría nada– consume muchos más recursos que antes. Lo que habitualmente solo llevaba un “papel”, la factura, ahora es un expediente formal –electrónico– que integra al menos cuatro informes y puede llegar a requerir la firma de cinco personas. Recursos que no pueden ser dedicados a incrementar la contratación por procedimiento abierto.

En ese afán de perfeccionismo también se ha dificultado la propia contratación abierta. Además de los documentos reguladores del contrato –los conocidos como “pliegos”– ahora se exige uno nuevo llamado memoria justificativa. Para los ideólogos de esta ley, este documento es “imprescindible”. Esta memoria es un documento trabajoso donde debe argumentarse cuáles de los criterios de adjudicación que esboza la ley se van a utilizar y, lo más complicado de todo, en el que debe justificarse que el precio de licitación es un precio de mercado desglosando todos los costes del contrato. En la práctica, se producen sesudos estudios de mercado de varias decenas de páginas o se utilizan otros métodos, indirectos, que no dejan de ser la conversión pícara de la exigencia idealista de la ley a la realidad precaria de la administración española.

El tiempo de redacción de esta documentación preparatoria se ha duplicado respecto de la anterior legislación.

Otro de los objetivos de la ley, es facilitar el acceso de las pymes a la contratación administrativa. Objetivo muy loable pero que quizás habría que haber moderado. Para ello el legislador exige que todos los contratos se liciten por lotes. Un lote es una subdivisión del objeto del contrato, de modo que varias empresas puedan ser adjudicatarias simultáneamente. Pero no le ha fijado ningún tamaño mínimo o máximo a esos lotes de manera que se produce el disparate de que contratos de escasa cuantía, perfectamente accesibles para una pyme, también se tengan que licitar por lotes. Cada lote en que se divide un contrato duplica la complejidad de su tramitación.

Uno de los aciertos de la ley es imponer la licitación electrónica como obligatoria. Esta se realiza a través de la plataforma de contratación del sector público. Pero no se ha invertido suficiente dinero en ella y tiene asignado poco personal. El resultado es una aplicación web farragosa y lenta en sus tiempos de carga. Acusa la saturación conforme va avanzando la mañana. Se cuelga no pocas veces y tiene un diseño rígido que no facilita la gestión. Aporta muy poco en términos de automatización: en realidad es un formulario extremadamente riguroso en el que hay que volver a “picar” toda la información que ya figura en los pliegos de la contratación. En esta fase de la licitación se vuelve a duplicar el tiempo de trabajo requerido.

La contratación administrativa representa el 20 % del PIB, unos 200.000 millones de euros, ¿sería razonable invertir un 1% de esa cantidad, en una herramienta informática revolucionaria?

También hay funcionarios, en cada administración, que se pasan meses rellenando estadísticas para el registro de contratos del Ministerio de Hacienda y para el Tribunal de Cuentas triplicando la información que ya consta en la Plataforma de Contratación por falta de conexión entre ellas, a pesar de que la Ley lo prevé. 

La contratación administrativa representa el 20 % del PIB, alrededor de 200.000 millones de euros, ¿sería razonable invertir 2.000 millones, un 1% de esa cantidad, en una herramienta informática verdaderamente revolucionaria? Por comparación, el presupuesto total de la Dirección General del Patrimonio del Estado, del que la plataforma de contratación es sólo una de sus actividades, es de “únicamente” 182 millones de euros.

Los defensores de esta Ley han promovido los “sistemas de racionalización de la contratación” como alternativa al recurso desmesurado a los contratos menores. Son los conocidos acuerdos-marco pero generan mucha burocracia, tanto en la primera adjudicación como en los contratos derivados, y su eficacia es bastante discutible. La tramitación de uno de estos acuerdos-marco puede alargarse un año y medio sin demasiado problema.

Otro de los aciertos de la Ley, que ya venía de los últimos años de la anterior legislación, es el recurso administrativo ante el Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales (en algunas autonomías hay un Tribunal propio). Permite que en unos tres meses se resuelva de manera ágil cualquier tipo de conflicto alrededor de la licitación. Pero han surgido dos efectos indeseados. Su carácter gratuito está produciendo que en casi cualquier contrato haya algún licitador que lo interponga, con razón o sin ella, generando la saturación del TACRC y el alargamiento de la licitación. Por otro lado, la Administración tiene un incentivo muy alto para no recurrir la resolución del Tribunal Administrativo contraria a sus intereses ante la jurisdicción contencioso-administrativa: el contrato quedaría paralizado durante años. 

Esto ha producido que se hayan consolidado interpretaciones del TACRC que son contrarias a la literalidad de la ley. Uno de los objetivos de la Ley de Contratos es que entre los criterios de adjudicación no se recurra únicamente al precio. Se fomenta el establecimiento de criterios medioambientales y sociales, como por ejemplo “la mejora de las condiciones laborales y salariales” (cito literalmente a la Ley). Pues bien, este tribunal administrativo anula sistemáticamente los pliegos que valoran el aumento del salario del personal adscrito al contrato aduciendo que es una cuestión que no está relacionada directamente con su objeto.

En las últimas dos décadas se ha acelerado la inflación de órganos que emiten doctrina. A los seculares Consejo de Estado y Tribunal de Cuentas se han unido sus homólogos autonómicos, las múltiples juntas consultivas de contratación, los tribunales administrativos de contratación, las intervenciones generales. Y finalmente, la OIRESCON. Detrás de este raro acrónimo está la Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación.

El legislador debe tener muy presente que uno de los principios constitucionales que rigen el funcionamiento de la administración es el de eficacia

Todos estos órganos, con la ayuda del legislador, parecen competir en la construcción del discurso burocrático más alejado del principio de eficacia que, conforme el artículo 103 de la Constitución, rige la actuación de la Administración.

Vamos a poner un ejemplo. Debido a la saturación que sufren los servicios de los órganos de contratación y a que se puede alargar de manera imprevisible el procedimiento de licitación puede ocurrir que al término del plazo de un contrato todavía no esté adjudicado el siguiente. Para no perjudicar la prestación de servicios públicos, el anterior empresario continúa con la ejecución del contrato, aunque no sea conforme a la Ley. Una vez que se adjudica el nuevo contrato, la ilegalidad desaparece.

Pero para pagar al empresario las facturas de los meses en que se alargó indebidamente su contrato hay que hacer un expediente administrativo. El Consejo de Estado dictaminó hace 25 años que para ello debía de utilizarse el procedimiento más sencillo posible. Es un problema que llevaba resuelto ¡25 años! En cambio, recientemente se ha impuesto el criterio legislativo y de esa pléyade de órganos doctrinarios de que lo “perfecto” es utilizar el procedimiento de revisión de oficio, que consume recursos del órgano de contratación que podían ser utilizados para la licitación de nuevos contratos, que dura unos seis meses y que demora el pago de las facturas al contratista que de buena fe no interrumpió la prestación de un servicio público. Así figura en el último informe de la OIRESCON.

El último problema es la sanción que pueden recibir los funcionarios y autoridades para el caso de que cometan una infracción de la normativa que hemos sintetizado. La sanción que recibe un funcionario que utilice indebidamente el procedimiento de contrato menor será la misma independientemente de que su objetivo sea que continúe la prestación de un servicio público o la corrupción: el delito de prevaricación administrativa. Conlleva una pena muy dura: inhabilitación por 7 años y pérdida de la condición de funcionario. No hay nada intermedio. No hay una sanción de 200 euros por saltarse el límite de velocidad. Una sanción tan dura produce dos efectos: la paralización de la mayoría y que sólo actúen los más osados.

En 2009, el Plan E distribuyó 8.000 millones entre los ayuntamientos porque se consideró que serían las únicas administraciones capaces de gestionarlos y ejecutarlos en apenas nueve meses. En muchos casos, representó cuadruplicar el importe de la inversión anual de cada municipio. Con la legislación actual, conseguir esa eficacia ya no sería posible.

Ahora España se enfrenta al reto de gestionar una cantidad de fondos europeos diez veces mayor. Las medidas que introduce el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, son tímidas y decepcionantes. Prácticamente todo se fía a declaraciones de urgencia y reducciones de plazos en la emisión de informes y en la tramitación de los procedimientos de licitación. Si tenemos en cuenta que en la actualidad los plazos ordinarios ya no se pueden cumplir ¿cómo se van a reducir a la mitad por mucho que la ley lo ordene? No se afrontan las dificultades estructurales relatadas en este artículo ni se simplifica, más que cosméticamente, la preparación de los contratos. Debemos felicitarnos por la moderada potenciación del que conocemos como procedimiento supersimplificado que, sin embargo, sigue prohibido para la contratación de proyectos técnicos –paso previo a iniciar cualquier licitación de obras– por la presión de los colegios de arquitectos e ingenieros.

¿Qué se puede hacer para que España vuelva a funcionar en materia de contratación administrativa?

En primer lugar, debe reservarse el perfeccionismo para los grandes contratos, facilitando de manera radical la preparación de la documentación reguladora de la mayoría de las licitaciones y aprovechando las opciones de simplificación que ofrece la directiva europea.

En segundo lugar, debe asumirse por el legislador que el contrato menor, incluso de duración plurianual, es imprescindible para el funcionamiento de la administración, sin perjuicio de que se mantenga la publicación de la adjudicación.

En tercer lugar, es necesario realizar una fuerte inversión en la plataforma de contratación electrónica de manera que automatice la redacción de los pliegos y reduzca la participación manual de los funcionarios.

Finalmente, el legislador y los órganos que emiten doctrina en el sector público deben tener especialmente presente que uno de los principios constitucionales que rigen el funcionamiento de la administración es el de eficacia.

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Anxelo Estévez es secretario de Administración Local.

Notas:

1. Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014


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Autor >

Anxelo Estévez Torres

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