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MEMORIA DEMOCRÁTICA

Justicia y verdad histórica: una relación conflictiva

Una reciente sentencia del TS descarta cualquier vía para investigar los crímenes del franquismo, aunque sea una afrenta para los familiares de las víctimas y un desprecio de los tratados de justicia internacional

Luis Castro Berrojo 22/03/2021

<p>Miembros de la Fundación Aranzadi trabajan en una fosa en 2011 en la provincia de Burgos.</p>

Miembros de la Fundación Aranzadi trabajan en una fosa en 2011 en la provincia de Burgos.

Álvaro Minguito

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Una sentencia reciente del Tribunal Supremo (de 16 de febrero) declara que “la búsqueda de la verdad es una pretensión tan legítima como necesaria”, pero añade que no corresponde a la justicia su satisfacción, sino al Estado, mediante otros organismos y profesiones, especialmente la de los historiadores. E insiste: “El derecho a conocer la verdad histórica no forma parte del proceso penal y (…) no es posible en nuestro sistema penal una actividad jurisdiccional de mera indagación sin una finalidad de imposición de una pena”. El TS responde así en última instancia a la Asociación Soriana “Recuerdo y dignidad” (ASRD),  que pedía abrir una investigación judicial sobre el hallazgo de restos de siete personas en dos fosas comunes de la Guerra Civil sitas en Cobertelada (Soria). La exhumación se realizó en 2017 con el equipo de la Fundación Aranzadi dirigido por el forense Francisco Etxeberría.

Pero no se trata de saber, o no solo. En 1983 un libro pionero de Gregorio Herrero y Antonio Hernández sobre la represión franquista en Soria avanzaba ya los hechos esenciales del caso: el 25 de agosto de 1936 fueron asesinados cuatro maestros de pueblo, “un catedrático cuyo nombre no se recuerda (…) y un mendigo”. Todos ellos fueron sacados de la cárcel de Almazán (Soria) y tiroteados “como si fuera una cacería, uno a uno”, en el paraje de Los Tomillares, cerca de una cuneta. Gracias a su investigación, la ASRD –modélica en su rigor y tenacidad– ha puesto nombres a los cinco docentes, aunque en una fosa adyacente se encontraron restos de otras dos víctimas aún no identificadas. La primera fosa es recordada ahora como la de “los maestros” y ello indica la especial inquina que el fascismo español tenía contra los profesores que simpatizaban con los valores republicanos y la libertad de enseñanza.

Así pues, la ASRD es la que ha completado una investigación que hubiera debido llevar a cabo el Estado –los tribunales, más exactamente– y la que solicitaba, partiendo de los datos obtenidos, una actuación judicial que, una vez más, se niega. El TS considera impropio pedirle peras al olmo: no se puede esperar que un tribunal investigue y explique la historia y tampoco cree procedente que en España exista algo parecido a las “comisiones de la verdad” que existen en otros países con pasado traumático. El problema –el vergonzoso problema– es que tampoco se le pueden pedir peras al peral, esto es, justicia a un tribunal. El TS repite su doctrina anterior y descarta cualquier vía para investigar los crímenes del franquismo, por más que ello sea una afrenta para los familiares de las víctimas, una deficiencia, una más, de la democracia española y un desprecio de los tratados de justicia internacional que España ha suscrito y su Constitución recoge en el artículo 10. En síntesis, esa doctrina alega que con la Ley de amnistía habrían prescrito las responsabilidades por esos crímenes y que, además, la distancia temporal obra en el mismo sentido. La competencia de los tribunales quedaría limitada a autorizar la apertura de las fosas, nada más. Si algún juez va más allá los fiscales y la Audiencia Nacional se le echarían encima, como ocurrió en el caso de Baltasar Garzón.

Dos juzgados españoles tienen abiertas sendas causas contra dos historiadores precisamente por investigar y dar a conocer esa verdad que el TS reconoce como un derecho ciudadano

Al menos, el TS reconoce que el derecho a saber la verdad sobre las circunstancias de un crimen es razonable, aunque limita a eso el alcance de la demanda y cierra el expediente sin aclarar nada. Ahora bien, por otro lado, ocurre que dos juzgados españoles tienen abiertas sendas causas contra dos historiadores precisamente por investigar y dar a conocer esa verdad que el TS reconoce como un derecho ciudadano. Así, un juez de Jerez de la Frontera lleva adelante un expediente contra el profesor Juan Ríos Carratalá por señalar en un libro de historia al alférez Antonio Baena Tocón como participante en el consejo de guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández, pena luego conmutada por cadena perpetua. (Nos vemos en Chicote: imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista. Ed. Renacimiento, 2015). Aunque ha trascendido más el nombre de Ríos Carratalá, la demanda va dirigida también contra otros investigadores, universidades, periodistas, canales de televisión y radio, partidos, sindicatos, activistas  de las redes e incluso el buscador Google, donde ha aparecido esa información.

Más recientemente, el historiador Fernando Mikelarena ha sido demandado por publicar que el líder carlista Jaime del Burgo Torres era jefe de requetés cuando se produjo una de las mayores matanzas de republicanos en Navarra durante la Guerra Civil. El demandante es Arturo del Burgo –hijo del exdiputado de UPN-PP Jaime Ignacio del Burgo– y nieto del citado dirigente carlista. El dato aparece en el libro La [des]memoria de los vencedores, Jaime Del Burgo, Rafael García Serrano y la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz. (Ed. Pamiela, 2019) y en un artículo publicado en el diario Noticias de Navarra, el 17 de octubre de 2020, titulado “Saca de Tafalla-Monreal, 21-10-1936”.

Pero podríamos –dadas las circunstancias, deberíamos– ampliar bastante la información que relaciona a del Burgo Torres con la violencia política desatada tras la sublevación militar de julio de 1936. Primero, durante la II República, como líder de la juventud carlista en Navarra y, como tal, implicado en la preparación del golpe del 18 de julio, con las implicaciones de todo tipo que ello conlleva. En relación a esa época, el Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia indica someramente que “en 1932, él y su padre fueron apresados por posesión de armas, resultando absueltos. Recibió adiestramiento militar en Italia” (desde luego, no se precisa el régimen que había entonces en Italia, el cual hizo algo más que adiestrar a milicianos ultras españoles). Más tarde, ya en guerra, del Burgo sirve como capitán del Tercio de Requetés y forma parte de la columna del coronel García Escámez, una de las enviadas por el general Mola a tomar Madrid. Como ocurre con las columnas del Ejército de África que avanzan simultáneamente por las provincias de Huelva, Extremadura y Toledo, la de García Escámez –lo mismo que la otra columna navarra que se dirige a Zaragoza– el avance militar va acompañado de un baño de sangre entre la población civil afín a la República de las provincias de Navarra, Logroño, Soria, Burgos y Guadalajara, de modo que todas pueden ser consideradas “columnas de la muerte”. No es escasa la bibliografía que aporta evidencias de ello, aparte de las obras de Mikelarena; ahí está La nueva Covadonga, de Ugarte Tellería (Ed. Biblioteca Nueva, 1998); las memorias del médico Pedro Uriel, testigo presencial de algunos de esos crímenes, (No se fusila en domingo. Ed. Pretextos, 2005) y la historiografía pionera de Gregorio Herrero, Antonio Hernández García, Jesús Vicente Aguirre y el colectivo Altaffailla. Evidentemente, es imposible vincular directamente a del Burgo Torres en todos estos hechos, del mismo modo que es inconcebible considerarle ajeno a ellos, dado su rango político y militar.

Pero no son los únicos casos en que los investigadores han sido denunciados por hacer su labor. Hace años Francisco Espinosa pudo escribir todo un libro con episodios semejantes: Callar al mensajero. La represión franquista. Entre la libertad de información y el derecho al honor (Ed. Península, 2009). En ellos, el derecho a la investigación y a la libertad de expresión se vieron cuestionados por quienes –por motivos familiares o de otro tipo– ponían el “honor” de los verdugos sobre el derecho a la verdad y a la justicia de sus víctimas e intentaban eliminar los rastros documentales que implicaran a sus antepasados en graves violaciones de derechos humanos. Para ello recurrieron a los tribunales con el propósito de amedrentar y, si era posible, castigar a historiadores, cineastas o periodistas que se atrevieran a exponer la historia documentada. Nos consta que algunos historiadores han preferido guardar silencio por no verse involucrados en procedimientos judiciales que, entre otras cosas, significan incurrir en gastos extraordinarios.

Uno de los casos analizados en el libro de Espinosa es el de la periodista Dolors Genovés, quien, en un documental emitido por TV3, se refería entre otras cosas a la participación del líder falangista Carlos Trías Bertrán como testigo de cargo en el consejo de guerra que condenó a muerte al dirigente catalán Manuel Carrasco i Formiguera por “adhesión a la rebelión”. Los hijos de Trías denunciaron a Genovés por difamación e intromisión en derecho al honor de su padre, dando lugar a un proceso que se desarrolló durante diez años, hasta 2004, y que tuvo como consecuencia inmediata la prohibición de emitir el documental durante ese tiempo. Finalmente, el expediente llegó al Tribunal Constitucional, que negó los cargos y absolvió a Genovés. En los considerandos, el TC argumentaba:

La investigación sobre hechos protagonizados en el pasado por personas fallecidas debe prevalecer, en su difusión pública, sobre el derecho al honor de tales personas cuando efectivamente se ajuste a los usos y métodos característicos de la ciencia historiográfica (…)

El ejercicio de nuestra jurisdicción en la garantía de los derechos fundamentales no sirve para enjuiciar la historia, y menos aún para cambiarla o silenciar sus hechos, por mucho que estos o las interpretaciones (…) resulten molestos y penosos para sus protagonistas o para sus descendientes”.

No es el único caso en que los jueces han dado la razón a los demandados en este tipo de procesos, pero este es el momento en que esa sentencia del TS aún no ha asentado una jurisprudencia incontestable que impida ataques a la libertad de expresión y de investigación como los que venimos comentando. Cuando tal cosa no ocurre, el resultado es que los responsables de la represión franquista no solo consiguen la impunidad, sino también el anonimato. Al parecer, la anunciada nueva ley de memoria histórica abordará esta cuestión.

Por otra parte, hay otro asunto negativo para investigadores y publicistas en el que también tienen que ver los jueces y sus instituciones colegiadas (léase el Consejo General del Poder Judicial, por ejemplo), aunque no solo ellos, también las autoridades archivísticas. Me refiero a la práctica, muy generalizada en los últimos años, de “despersonalizar” los documentos en los que aparecen responsables de la represión franquista o, más en general, ciertas sentencias condenatorias, incluso de la época democrática. Ello consiste en tachar, borrar o permutar los nombres de esos responsables de manera que no puedan ser conocidos ni publicados en modo alguno. Obviamente, si se consolida y generaliza esta práctica será una traba para la investigación histórica y periodística y un gran paso atrás, dado que, desde el citado libro de Gregorio Herrero y Antonio Hernández, de hace casi 40 años, era práctica habitual de mencionar por su nombre, si se consideraba oportuno y se disponía de evidencias bastantes, a los responsables de la represión, tanto más cuanto que en sus documentos oficiales aparecen identificadas las víctimas y no pocas veces con información personal añadida acerca de sus antecedentes políticos y sociales o su vida familiar, cosa que atañe a su intimidad y su honor en muchos casos. Decimos esto porque la supuesta justificación de esos ocultamientos se basa en el derecho a la intimidad, al honor o la buena imagen de las personas.

En ocasiones, esa práctica anonimizadora da resultados absurdos o ridículos. Caso notorio es el del expediente del consejo de guerra del golpe del 23-F. Hasta hace poco solo se conocía la parte dispositiva de la sentencia, no el cuerpo del expediente, al que solo recientemente, 40 años después, han tenido acceso algunos medios. En la condena se sustituyen de oficio los nombres de cuantos aparecen mencionados por otros ficticios y de este modo leemos que “el teniente coronel Luis, penetró en el  Congreso de los Diputados. (...) Como advirtiera que el Presidente en funciones del Gobierno, don Alejandro (...) y el Vicepresidente Primero en funciones, Teniente General del Ejército don Felipe (...) y dijo estar a las órdenes del rey y del Teniente General don Daniel”… Y así sucesivamente, como si a la memoria colectiva le fuera posible olvidar a Tejero, Suárez, Gutiérrez Mellado o Milans del Bosch. Curiosamente, el único que queda identificado en la sentencia es el entonces rey, quizá por aquello de que su persona “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (artº 56.3 de la Constitución).

La justicia española no se digna actuar en casos de violaciones de derechos humanos de la dictadura franquista, aunque admite como legítimo el derecho a la investigación y a la verdad histórica; sin embargo, pone trabas a esa investigación

Si es el derecho al honor y a la propia imagen lo que está en juego, a primera vista parece claro que es el hecho en sí –el pronunciamiento–  el que socava la dignidad de los condenados, ya que las ordenanzas militares vigentes establecen el respeto a ley, la disciplina y un deber de “neutralidad política” como principios básicos de la conducta y del espíritu militar. Siendo el honor “la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo”, según el diccionario de la RAE, no parece que eso encaje en absoluto con un pronunciamiento militar y con el secuestro y trato desconsiderado al gobierno y los representantes de la nación española. Por ello el estudio histórico de ese hecho y la publicación de nombres, empleos militares y responsabilidades de ningún modo influyen en esa valoración negativa del supuesto honor de los golpistas, que va implícita en el hecho delictivo mismo y que se confirma una vez resulta cosa juzgada.

Si se me ha seguido, se verá que estamos ante una contradicción y un círculo vicioso: por un lado, la justicia española no se digna actuar en casos de violaciones de derechos humanos de la dictadura franquista, aunque admite como legítimo el derecho a la investigación y a la verdad histórica; por otro, sin embargo, pone trabas a esa investigación e incluso considera aceptables, abriendo diligencias en algún caso, los intentos de frenar la investigación y la publicación de una historia que saque a la luz esas violaciones.

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Luis Castro Berrojo es historiador.

Una sentencia reciente del Tribunal Supremo (de 16 de febrero) declara que “la búsqueda de la verdad es una pretensión tan legítima como necesaria”, pero añade que no corresponde a la justicia su satisfacción, sino al Estado, mediante otros organismos y profesiones, especialmente la de los historiadores. E...

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Luis Castro Berrojo

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