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Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre / Poetas y traductores

“La condición de extranjería es inherente a todo poeta”

Esther Peñas 11/04/2021

<p>Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre.</p>

Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre.

Cedida por los entrevistados

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En su poesía hay una tendencia al absoluto, una capacidad de mirar la nervadura de las hojas como quien descifra la alquimia exacta, una cadencia de la dignidad y lo auténtico, un fruncido irrefutable de antropólogo, de ilustrado discípulo de cuanto está a punto de abrir el misterio, un maestro esteta. Fue todo eso. Saint John Perse (nacido como Marie René Alexis Saint-Leger Leger, en Pointe-à-Pitre, Guadalupe, en 1887 y muerto en Hyères, Francia, en 1975). También obtuvo el Premio Nobel en 1960, el mismo año en que murió Boris Pasternak, quien había renunciado a este galardón dos años antes. Galaxia Gutenberg acaba de editar su Obra poética (1904-1974), traducida por otros dos luminosos y fascinantes poetas: Alexandra Domínguez (Concepción, Chile, 1956) y Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, León, 1957).

En 1954 otro inmenso poeta (por otros medios), Callois, publica una poética de Perse obviando al hombre y centrándose en su poesía. Es posible hacer esto, pero ¿merece la pena leer a un autor en general y a Perse en particular sin atender a su experiencia vital?

Robert Callois, sin duda uno de los grandes cómplices de la perspectiva perseana,  consideraba la escritura poética consecuencia de una múltiple interacción de “campos magnéticos”, tanto los provenientes del inconsciente y su imaginaria movilización en el ámbito de la lógica realista, como de la inevitable fusión y toma de conciencia de la experiencia del mundo, lo que él llegó a denominar una “fenomenología de la imaginación”, una nueva gramática poética donde, siguiendo la hipótesis de su admirado Bachelart, “la imprudencia es un método”. Es decir, más allá de todo racionalismo, la obra poética sería deudora de las grandes analogías del saber y el enigma de la existencia, ciencia e intuición, verdad espiritual y palabras de la historia como vínculo esencial con el mundo. En Perse, su poesía es el espejo sin reflejo de su vida, pero su vida es la convergencia, y también la disimetría, con la tarea del saber ante las formas secretas de la coherencia del mundo; la búsqueda incesante de las vinculaciones entre el enigma espiritual y la ciencia de la naturaleza, que otorgan relato a las civilizaciones y a la intuida lógica del universo. 

Leer a Perse es como leer las rayas de la mano del mundo, una quiromancia que, inversa a la profecía, muestra con evidencia el pasado de la cultura, las huellas de los antecesores en la imaginación, la senda por la que seres de toda condición avanzaron, con dignidad ante el fracaso, con la lámpara de la creación hacia el sueño que deposita toda su confianza en la conciencia, la naturaleza y la mente humana. 

“Si se parte de la realidad, se llega a lo anárquico pintarrajeado”, escribió Lezama Lima en el prólogo a su traducción de Lluvias. No es, sin duda, la aparente andanza del poeta la que deja en su obra rastros de encantamiento o la cifra de sus vicisitudes personales, sino la  sustantividad transcendida a categoría de un sistema de habla, acaso el verdadero sentido de todas las profecías de la imaginación,  la fuerza liberadora de los vientos que mueven las grandes aspas de la historia del porvenir y las piedras molares de los oscuros centenos del olvido. 

¿Es el hermetismo la ética de la transgresión en Perse?

En ningún caso. Perse no es, en absoluto, un poeta hermético, nada hay de impenetrable o incomprensible en su obra, ni uno solo de sus versículos alude a proposiciones que no sean analógicas con el pensamiento racional y accesible en una semiótica de la cultura. El tópico de la oscuridad echa raíces allí donde lo resplandeciente ciega las visiones que abren hacia lo más comprensible el entendimiento de la realidad. La confusión, a veces, es semántica y radicalmente obvia, Perse no es esotérico, ni un poeta para iniciados, sino exotérico, con x, es decir, accesible para cualquiera mínimamente atento a la lectura de poesía contemporánea. Su diálogo no se establece con las sacralidades de Hermes Trimegisto y las mitologías de lo ficticio, sino con Baruch de Spinoza, el pulidor de lentes, el racionalista que identifica la realidad única de la sustancia del universo por encima de la dualidad del alma y el cuerpo, y para quien todo lo real, incluido lo desconocido, piedra y galaxia, lluvias y pájaro, están relacionados en una suerte de infinita interconexión que es la realidad misma. 

La crítica, tantas veces indolente, tachó en su día de herméticos los poemas de Saint-John Perse desde una apreciación perezosa que descartaba el desafío con que cada nuevo saber se enfrenta a la esclerosis de las lecturas rutinarias, una etiqueta que representa en cierta forma una condena de pena capital en épocas barridas por la vulgaridad y, para decirlo sin eufemismos, el culto a la simpleza y el prestigio de la basura literaria. La poesía puede ser enigmática en la medida que transcurre en paralelo con la intelección y las antropologías teológicas del pasado, las marcas de lo inédito en la muralla de las antiguas civilizaciones, rosas de arena en la ruta de los camelleros de sal o el astro de la imaginación ante la fascinada mirada del inventor de un astrolabio. Leer a Perse es iniciar un viaje fascinante hacia las fronteras de lo mundano, imposible de realizar para quien no esté dispuesto a abandonar la cicatera inmovilidad de su metro cuadrado en el mundo. Acaso la palabra seducción sea la más apropiada para entender la atractiva imantación que ejerce lo desconocido sobre la impaciente curiosidad del saber, lo que Caillois refiere como un “conducir fuera del camino”, fuera de la ruta trazada y la rutina de lo consabido, el viaje como una ascesis hacia la condición compartida del alma del mundo. Abismarse, interiorizar la exterioridad del universo, es tarea del filósofo y del poeta, no de las efímeras treguas de la información periodística ante la barbarie y el desencanto de las reyertas del mundo. El grado de dificultad de todo trabajo artístico guarda relación directa con el desafío que cada autor se propone, y el de Perse, desde luego, no fue banal, sino una de las más apasionantes empresas de testificación crítica y aserción estética de su época. Fue el propio Perse quien afirmó que “el poeta tiene el perfecto derecho, e incluso el deber, de explorar los más oscuros territorios; pero mientras más se adentra en este dominio más precisa tiene que ser su expresión… Yo pretendo que mi lengua sea precisa y clara”. Así lo expresa, también, en uno de sus memorables versos: “Me han llamado el oscuro pero yo habitaba el resplandor”.

“Pero ¿quién sabría por dónde adentrarse en su corazón?”. Este verso bien podría referirse al suyo propio, al corazón de Perse, cuya vida amorosa es, en buena medida (pienso en Lilita) si no un misterio al menos un terreno nebuloso...

Este verso que citas pertenece a “Recitación en elogio de una reina”, poema escrito en su primera juventud cuando aún no conocía a quien sería una de sus íntimas amigas, Rosalía Sánchez Abreu, Lilita, y a quien algunos años después evocaría en su “Poema a la extranjera”. La mención que refieres probablemente sea alusiva al ámbito de una epifanía simbólica de la pubertad, el acogimiento en el corazón deífico de los mitos de la ancestralidad y cuanto percute en su añoranza tras el desasimiento, pérdida e imposibilidad de regreso al paraíso perdido de su infancia. Es el momento en el que Perse abre su voz hacia más vastos horizontes y varían los equinoccios del lenguaje, la invocación a reina, diosa madre que desde la remota alegoría africana llega a las Antillas, el  canto celebratorio de la negritud, el despertar de la sensualidad en un entorno desbordante para los sentidos, entre las mucamas descendientes de la esclavitud, la fertilidad y la abundancia de los dones terrestres y, también, las imperecederas máculas del transtierro: “¡Se dice que tú nos despojarás del zahiriente recuerdo de los campos de pimenteros y de los arenales donde crece el árbol de ceniza y de las núbiles vainas y de los animales con bolsitas almizcleras!”. 

Leer a Perse es como leer las rayas de la mano del mundo, una quiromancia que, inversa a la profecía, muestra con evidencia el pasado de la cultura

Respecto a la vida amorosa del poeta ningún interés nos ha generado esa hablilla. A lo nebuloso de sus días pertenecen las irradiantes lluvias de su poética, no la intimidad que preservó en el ámbito de lo privado. Perse fue escrupuloso en alejar toda referencia autobiográfica de su obra, vinculada a esa inmanencia de universalidad que otorga cualidad distintiva a toda su poética, radicalmente exenta de lo episódico, intacta de banalidad y libérrima ante el comensalismo de su propia experiencia vital. Saint-John Perse no es el personaje central de su obra, que desplaza hacia el sujeto genérico en que se personifica emblemáticamente el antihéroe sin otra epopeya que la genérica complejidad de destino humano. Intemporal en su origen, indefinido en la proyección oracular del tiempo, la voz, las voces de Perse se proyectan como un eco inverso hacia el reencuentro con la duración y lo infinito, acaso el único espacio donde aún tiene cabida la redentora e inmemorial esperanza de la palabra poética. 

“Un principio rector a violencia imponía su voluntad a nuestros modales”. ¿Qué tipo de violencia encontramos en el uso del lenguaje por parte de Perse?

No diríamos que hay violencia en el uso del lenguaje por parte de Perse, sino una extrema delicadeza alejada de toda intimidación discursiva, un devenir paralelo al transcurso de los ciclos naturales, con semejante intensidad y elocuencia. Su obra se activa en una incesante rotación y movimientos tectónicos que renuevan la corteza sensible del lenguaje, un cántico de la renovación presidido por la fe laica en el destino de la especie humana en consonancia con la naturaleza y las alteraciones sucesivas de la historia de la cultura. Su señalamiento de los ciclos, las colisiones civilizatorias, las diásporas, son el correlato de otra similitud que atañe a la épica de las sociedades humanas, de sus cosmogonías y sus fábulas, desde la violencia estructural del colonialismo a los tifones que marcaron su infancia en el Caribe, una experiencia totalizadora de cuantos acontecimientos ha dejado su rastro en su persuasiva toma de conciencia de la condición humana. Perse es un hombre culto, un poeta que cultiva el conocimiento, de una curiosidad rayana al paroxismo, y de ello da cuenta su indagación crítica y estética, la acción del saber que otorga fuerza al raciocinio y da sentido moral al humanismo. En este sentido conviene matizar que el poeta toma un claro partido por la cultura y las artes de civilización contra las fuerzas ominosas y el ideario de lo abominable que arrasa la Europa de su época. La creación poética será para él tanto un acto de resistencia como el único aliento vital que lo sostiene ante la intemperie de los totalitarismos y la destrucción del gran sueño, siempre pendiente de ser soñado, de la libertad. 

¿Podría decirse que su condición de extranjero es el epicentro de su poesía?

La condición de extranjería es inherente a todo poeta, tanto en el sistema de la lengua que habla como un dialecto del éxodo, como en la condición del extraño entre iguales, portador de sus propios signos y alegorías. Sin embargo Perse, más que asumir la índole del extranjero, el foráneo que viene de otro país, representa en su poesía la figura actante del nómada, el que va de paso de un sitio a  otro por la geografía del lenguaje, el errante giróvago que vagabundea como un astro por la noche eterna donde se oye la gran cosa sin nombre. Unas veces el errático Hiperión, otras el expatriado en las orillas de un imaginario Leteo desde donde escucha el pavoroso silencio de las sirenas de Aquiles. El poeta apasionado por los mitos deviene él mismo en leyenda, en oralidad del apólogo, en asombro del hombre solo entre la multitud, el que ama la soledad y la misantropía de la estrella que no claudica. Poeta solar, sí, pero habitante de las zonas crepusculares de la existencia, allí donde se levanta su casa de arcilla la abeja alfarera de Rilke y las nutrias de mar visitan a medianoche los restos del naufragio. Miel y amargura en la solo aparente paradoja de la ventura humana. Acaso la representación del peregrino inmemorial, el remoto andariego por las cosmogonías primordiales, pudiese sobreponerse a la imagen del elemental extranjero hacia el que siempre serán dignos los atributos del elogio. 

La creación poética será para Perse el único aliento vital que lo sostiene ante la intemperie de los totalitarismos y la destrucción del gran sueño de la libertad

Es cierto que Perse hace homenaje a la condición de extranjería, pero su participación en su cualidad de tal es esencialmente poética, una compañía identificativa en la errancia, el viaje por la identidad de lo múltiple y el mestizaje celebratorio de la diferencia. Su hogar reside en la piedra del umbral ante las puertas abiertas al desierto, los páramos fecundados por el enigma y el rastro de las caravanas que parten hacia las intangibles fronteras del cosmos portando la deudora sal de la Tierra. 

Podríamos hablar de la influencia manifiesta en poetas como Blanca Andreu o Jaime Siles pero ¿es Perse un poeta que sintonice con generaciones más jóvenes?

Como toda obra cumbre, y la de Saint-John Perse se encuentra entre las más admirables de la creación artística de todos los tiempos, su influjo no es conmensurable. Hay poetas, filósofos, artistas que con su pensamiento estético han cambiado la mentalidad y el modo de concebir la existencia de toda una época, por imanación, siendo leídos o razonados por otros, ajenos a la influencia de una trasmisión directa pero que generan una incontestable ascendencia en la manera de entender la estética como teoría fundamental de un arte de vida. Nada ha vuelto a ser lo mismo después de Perse en las poéticas de la modernidad, su transgresión, cifrada en la desobediencia a las retóricas de la costumbre, amplió de manera insospechada los horizontes significativos del porvenir, y lo hizo de tal modo que ignorar tal aporte equivaldría, para referirlo sin añadida solemnidad, a convertir a los ignaros de su obra en legos tierraplanistas líricos. Pero no es el caso, la entusiasta recepción de Perse ha sido una constante entre los poetas más destacados, jóvenes y menos jóvenes, todos impacientes y sagrados en la misma edad del mundo.  

¿Por cuál de los libros de Perse tienen querencia tanto Alexandra como Juan Carlos?

Saint-John Perse es un fervor que nos acompaña desde los primeros años de la juventud, han pasado cuarenta años de las iniciales lecturas de Anábasis, de Lluvias, de Nieves… y los meteoros de esa pasión no han dejado de fulgurar en nuestras vidas con la misma luz que siguen llevando hoy los Pájaros de Perse por los espacios cúbicos de Georges Braque… Toda la obra de Perse puede ser leída como una crónica única del mundo, desde el umbral de las casas natales a las epopeyas marinas de la inmensidad. No hay grado de preferencia ante los desbordamientos críticos de una de las más intensas y apasionantes poéticas del pasado siglo. 

Cuando un poeta traduce a otro, ¿qué dificultades y bondades añadidas se encuentran?

Dificultades todas las posibles y las que están más allá de lo posible. Traducirlo fue para nosotros un acto de deuda y amor, acaso un intenso deseo por restituir, de la mejor manera que hemos sido capaces, el maravilloso bien de lo prestado a nuestras vidas por el forastero que puso en nuestras manos las amargas bayas de la poesía.

Como poetas, ¿qué supuso, antes y después de traducirla, la poesía de Perse?

Alexandra Domínguez: Para mí, el descubrimiento de Saint-John Perse, al igual que el de Rimbaud, fue temprano, durante la adolescencia, a través de la sugestiva voz del profesor de literatura en las aulas del Liceo Francés, donde cursé la enseñanza secundaria. Aquella temporada con Rimbaud cambió con algo más que vehemencia mi vida, y Perse supuso algo así como una diafonía, otro tipo de perturbación con el vecino mar, la persuasiva voz de los vientos cordilleranos, contemplativa celebración de las interminables lluvias sobre los espacios sureños de mi pequeño y largo país, Chile, en cuyo paisaje crítico percutía el eco del lejano y subyugante poeta francés, las grandes rutas de las migraciones australes, el canto sideral de sus pájaros que lo emparentaban con los bestiarios de aves nerudianas. Quizá fue el hallazgo de esa conexión universal entre los seres y las cosas en única patria del universo lo que fomentó en mí la reflexión sobre la condición igualitaria de lo humano, la valía del mestizaje, y sobre todo la estimación por el diferente, la discrepante, ante todo lo que pudiera menoscabar el concepto de la emancipación y la idea absoluta de la libertad creativa. El vaticinio, la definitiva mano del poeta que siempre me ha acompañado. No hay un antes ni existió un después, sino el instante de esa toma de conciencia, de acceso a otra forma del pensamiento que se convierte en el vaticinio de lo que ya nunca te abandona, esa estrella tan luminosa como solitaria que es la percepción poética del mundo. 

Juan Carlos Mestre: Yo no tengo nada más que añadir sobre quien “frecuentaba la ciudad de nuestros sueños…”. Agradecerle, sí, la delicadeza de su atención hacia nuestro trabajo.

 

En su poesía hay una tendencia al absoluto, una capacidad de mirar la nervadura de las hojas como quien descifra la alquimia exacta, una cadencia de la dignidad y lo auténtico, un fruncido irrefutable de antropólogo, de ilustrado discípulo de cuanto está a punto de abrir el misterio, un maestro esteta. Fue todo...

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