Lo que queda por contar (II)
El libro de siempre
Bocetos para lo que algún día podría ser una novela
Helios F. Garcés 28/05/2021

'La pasión de la creación'. Leonid Pasternak, 1899.
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«Cuánto dinero te queda
en la cuenta, escribidor.
Y, más importante aún,
qué prefieres, ser explotado
boca arriba o ser explotado boca abajo».
Susurros de la consciencia de clase.
(Editorial Desde que tengo Memoria, 2020)
Ya que hasta el limitado contacto que ese ambiguo arquetipo patriarcal llamado ‘el escritor’ es capaz de establecer con su propia vida: su cuerpo, sus creencias, sus sueños, sus traumas, sus deseos siempre fallidos de representar lo Otro, su forma de posponer ilusoriamente la muerte; hasta la pobre consciencia que podrá desarrollar sobre su situación en los conflictos materiales del momento histórico; hasta su relación con la imaginación y su precaria inmersión en el mal llamado y aún peor comprendido mundo mágico; todo ello se filtra al plano de la escritura mediante elementos inusualmente elevados a la categoría de ‘asuntos poéticos’ y mucho menos tenidos por ‘temas literarios’.
El verdadero personaje de la obra literaria es siempre quien escribe. Y la verdadera historia de la obra literaria es siempre la lucha de quien escribe por transmutar el mundo que es capaz de abarcar en un nuevo libro que nunca es nuevo porque es el libro que tienes ante ti, El Libro de Siempre. Pero la literatura es también una excusa para huir de la propia historia. A pesar de que es imposible huir de la propia historia, porque todos respiramos el mismo oxígeno. Y eso significa que la propia historia está a la vista, iluminada por la luz del día desde el principio de los tiempos. Por lo que la historia ni siquiera es propia, sino que es tan común como lo es el cuerpo. Por eso no existen nuevos personajes. Ni existen nuevos lenguajes. Ni tan siquiera es nuevo eso de que «en literatura no hay nada nuevo», responde Vargas. De hecho, escribir algo así resulta tan previsible, está tan manoseado que, al leerlo, Vargas no puede evitar poner cara de asco y sentir cierta vergüenza.
—Llegas tarde—. Dice, mientras se levanta del sofá y se acerca a la ventana del salón para quedarse observando el paisaje de la que podría ser la historia de la que algún día podría ser esta novela.
Escribe un borrador y descubrirás que alguien la escribió antes. Crea un personaje, y verás que alguien lo creó antes. Inventa una nueva forma de jugar con el lenguaje, y, tarde o temprano, sabrás que no hay invento que valga, que alguien jugó con él antes que tú de manera similar. Hay que leer mucho, leerlo todo, dicen sin embargo los escritores. Léelo y reléelo todo. Ensayos científicos sobre semiótica, artículos de opinión sobre actualidad política, crónicas periodísticas, recopilaciones de cuentos surrealistas, las citas New Age que hay en el dorso de los azucarillos del café, novelas barrocas de 1.200 páginas, poemas místicos, recetas de cocina, tickets de compra, hasta las entrevistas de Pérez Reverte; léelo y reléelo todo, grita Vargas.
Y, al mismo tiempo, mucho cuidado con lo que se lee mientras se escribe. Cuidado con el cine que se ve, con la música que se escucha, con quién se frecuenta, con qué se viste («cuánto hace que no tienes dinero para comprarte ropa, escribidor»), cuidado hasta con lo que se come mientras se escribe. Ya sea porque el proceso de escritura de un futuro libro (El Libro de Siempre) se vea demasiado contaminado o porque el escritor (síntoma) se tope con alguien que ya hizo o se propone hacer lo que él cree una novedad (otro síntoma) y eso le haga polvo antes de tiempo (síntoma + síntoma= escritor deprimido con cara de gato de escayola): mucho cuidado con cómo se vive mientras se escribe.
Pero ese desencanto literario es, quizás, como aquello del fin de la historia, del fin del pensamiento: no más que el trágico fin de la apasionada carrera que un pequeño y afanado hámster blanco disputa consigo mismo en la ruedecita de su jaula. Vargas, que está cambiándole el agua y la comida al hámster, gruñe:
Proclamas que apestan a ombliguismo literario propio del llamado primer mundo, que es nombrado así porque es el primero en proclamar las sandeces más desarrolladas. Hay que tener mucha tecnología punta para desarrollar según que formas pretenciosas de declarar el fin del mundo al mismo tiempo que terminas con él en el terreno práctico y escurres el bulto con filosofía barata. Y tener tanta capacidad para la elaboración de gilipolleces de atuendo sofisticado es muy peligroso para la integridad de la que podría ser esta novela. Ándate con cuidado y no repitas cual papagayo todo lo que dicen otros autores, y, sobre todo, deja de escribir como otros autores. Si los lees mucho, si les prestas demasiada atención, comienzas a escribir como ellos ¿Es que no temes a los críticos? Te dije que tuvieras cuidado con lo que lees mientras escribes. La idea de estilo podrá ser una trampa, pero es muy contagiosa. Los escritores siempre andáis espiándoos unos a los otros, aunque apenas os citéis entre vosotros, o solo citéis a los compadres que os citan a vosotros porque vosotros los citáis a ellos.
Y ahí está Vargas, de pie, frente a mi escritorio, pidiéndome cuentas, no por algo que he hecho o he dejado de hacer, sino por algo que soy y nunca he dejado de ser: alguien que escribe. Escribir sobre la tensión entre realidad y narrativa debería ser el objeto de la última novela de un escritor hecho y derecho, no la primera diatriba de alguien que ni siquiera es todavía dueño de su propio lenguaje. ¿Para quién escribes esta retahíla de tonterías? Yo te lo diré. Escribes todo esto para que lo lean los cuatro gatos de siempre, tus amigos freaks, pseudo intelectuales de pueblo, y tu madre, que hará el esfuerzo porque en realidad el cordón umbilical nunca es cortado del todo y cualquier hijo consciente se aprovecha de alguna manera del asunto, podría decir Vargas.
No dijo, ni dice, sino «podría decir». Un futurible. Por eso los guiones aparecen y desaparecen. Porque la que podría ser la historia de la que algún día puede ser esta novela requiere de un pulso constante con el tiempo condicional. Eso es lo que se hace cuando se agota una obra. Girar en torno a por qué se escribe y suspender la expectativa de una narrativa convencional convirtiéndola en una narrativa condicional, que es en realidad la condición de toda narrativa: relato de lo que podría ser. Una narrativa que podría ser. Lo cual es volver de forma indirecta sobre un interrogante desfasado: por qué se escribe. Qué ganas de rizar el rizo. O no. Puede que creas que no hay nada más atrevido, más transgresor que escribir sobre la escritura. Porque no hay ya un afuera. Porque no hay un mundo que merezca ser mirado de nuevo, interpretado, retado, más allá de la verborrea de tu monólogo interior, que es el único mundo que aspiras a plasmar sobre el papel de un texto en el que se intenta contar la que podría ser la historia de la que algún día puede ser esta novela.
Eso indica que, quizá, esto que te traes entre manos es a lo que se dedica quien no tiene una obra propia que agotar y llevar hasta sus últimas consecuencias. Mala cosa. O porque crees que, después de tantos siglos de tradición literaria, es imposible que quien escribe –sea quien sea– mire el mundo de manera renovada y fresca, porque no hay ningún escritor que pueda mirar ese mundo que llamas ‘afuera’ y decir algo sin volver a decir lo que todos los escritores ya han dicho. Así que, en definitiva, es el sujeto ‘escritor’ el que se agota. O te agotas tú y agotas a cualquiera, Escribidor de Tres al Cuarto, con toda esta jerga supuestamente literaria y tus galimatías ininteligibles. «La tradición literaria», dices. ¿Qué tradición literaria en particular? Te agotas tú. Porque en realidad no tienes gran cosa que decir y te escondes detrás de grandes reflexiones que suenan a las cáscaras de las nueces vacías que tu abuela pisaba sin querer en la cocina mientras tú, todavía infante, soñabas con ser escritor. Y ese ruido, que vuelve a ti cada vez que te dispones a escribir, te recuerda la fragilidad de tu voz, que todavía pulula descabezada como los pollos de corral recién sacrificados en el campo que, ya sin cabeza, corren y saltan sin destino, hasta que se agotan y mueren; una voz sin fruto, buscando un libro –El Libro de Siempre– al que asirse, en el que enraizar y crecer para no perderse en el inmenso vacío de una gran ciudad como esta, la metrópolis literaria, en la que es tan fácil que todo se pierda sin ser ni tan siquiera extrañado.
(To be continued).
«Cuánto dinero te queda
en la cuenta, escribidor.
Y, más importante aún,
qué prefieres, ser explotado
boca arriba o ser explotado boca abajo».
Susurros de la consciencia de clase.
(Editorial...
Autor >
Helios F. Garcés
Nacido en Cádiz (1984), es aprendiz de escribano.
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