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Escribir lo íntimo, II

En estos dos últimos años, me he dado cuenta de que la escritura íntima es un espacio único para aceptar la vulnerabilidad, la fragilidad y compartirla

Carmen G. de la Cueva 17/07/2021

<p>Mujer en su baño (Berthe Morisot, 1875).</p>

Mujer en su baño (Berthe Morisot, 1875).

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“Empiezas a escribir en tus diarios con más honestidad que nunca”.
Adrienne Rich

Antes, algunos años antes de que Adrienne Rich comenzara a escribir con su voz los poemas que leemos ahora y que hablan de nosotras, escribía arrastrada por las voces de aquellos autores que había leído desde niña, siempre autores varones, negando así la posibilidad de dar nombre a sus propias experiencias, describir su propio mundo, como si todo le fuera dado, descrito y definido, inamovible. Ella misma dijo que le asustaba ese sentido de estar a la deriva, de ser arrastrada por una corriente que parecía ser su destino, pero en la cual ella creía estar perdiendo el contacto con quienquiera que había sido, con la muchacha que había experimentado por momentos su propia voluntad y energía. Rich tiene un poema que se llama “Cuando los muertos despertamos” –aunque a mí me gusta nombrarlo como “Cuando las muertas despertamos”– que dice “Poco a poco empiezas a añadir ⁄ cosas de tu cosecha. / […] / Desistes de estar al tanto de aniversarios, / empiezas a escribir en tus diarios / con más honestidad que nunca”. Me repito esos dos últimos versos como un mantra: y entonces, empiezas a escribir con más honestidad que nunca.

*

He repasado estos días algunos libros que se ocupan íntimamente de la vida de una, con cuidado, con mimo, de temas aparentemente íntimos e individuales que se vuelven colectivos de nuestro género como la salud mental, el cáncer de pecho, la maternidad o los cuidados de familiares enfermos o dependientes. Desde que leí el ensayo Mujeres y locura de Phyllis Chesler, hay una frase que no me quito de la cabeza: “Ninguno de mis profesores dijo nunca que las mujeres sufrieran opresión o que la opresión provoca traumas”. Y entonces, un día empiezas a escribir con más honestidad que nunca, como lo hizo Alda Merini en La otra verdad (Mármara, 2019, traducción de Carlos Skliar) cuando describía la vida en el psiquiátrico en el que estuvo ingresada durante diez años. Escribe Merini que, cuando la ingresaron por primera vez, no era más que una niña y que, aun así, ya era madre de dos hijas. Era poeta en los ratos que le dejaba la crianza de sus hijas y las clases de apoyo para ganar algún dinero. “Era una esposa y una madre feliz, aunque a veces mostraba signos de cansancio y mi mente se entumecía. Intenté hablar de todo aquello con mi marido, pero él no dio señales de comprensión y mi agotamiento se agravó. Mi madre, con la que yo contaba tanto, murió y las cosas fueron de mal en peor; tanto que un día desesperada por el inmenso trabajo y la repetida pobreza de entonces, quizá sumida por los humos del mal, me di a la fuga”. Merini abandonó el hogar y su marido pidió a la policía que la buscara y ella acabó encerrada en un manicomio. Vuelvo a las palabras de Chesler: “La opresión provoca traumas”. Merini fue ingresada sin su consentimiento como tantas otras mujeres, sujeta su vida a la voluntad de su marido, y allí confesó haber enloquecido ante la idea de no poder estar junto a sus hijas. “Por la noche se cerraron las rejas de protección y se produjo un caos infernal. De mis vísceras partió un aullido lacerante, una invocación espasmódica dirigida a mis hijas y me puse a gritar y a patalear con todas las fuerzas que tenía en mi interior. Como resultado fui atada y acribillada a inyecciones. Pero, ¿no era quizá la mía una rebelión humana? ¿No estaba pidiendo entrar en el mundo que me pertenecía? ¿Por qué aquella rebelión fue interpretada como un acto de insubordinación?”.

*

Cheryl Strayed contó en Salvaje (Rocabolsillo, 2015, traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla) su proceso de duelo para aceptar la muerte de su madre que la llevó a atravesar mil ochocientos kilómetros por el Sendero del Macizo del Pacífico sola y con una pesada mochila llena de cosas que nunca utilizaría, de dolor y culpa. Es este un libro muy personal e íntimo no solo sobre la muerte de la madre sino sobre esos profundos agujeros en los que llegamos a caer cuando no sabemos o no podemos lidiar con la pérdida. “Durante el último par de días de su vida, mi madre, más que delirar, estaba en otro mundo. Para entonces le administraban la morfina gota a gota, una bolsa transparente de líquido que fluía lentamente por un tubo fijado con esparadrapo a su muñeca. Cuando despertaba, decía: ‘Ay, ay’. O dejaba escapar una triste bocanada de aire. Me miraba, y a sus ojos asomaba un destello de amor. Otras veces volvía a sumirse en el sueño como si yo no estuviera allí. En ocasiones, cuando mi madre despertaba, no sabía dónde estaba. Pedía enchilada y luego puré de manzana. Creía que todos los animales a los que había querido se hallaban en la habitación con ella, y eran muchos. Decía: “Ese maldito caballo casi me pisa”, y miraba alrededor buscándolo con expresión acusadora, o movía las manos para acariciar un gato invisible tendido en su regazo. Durante ese tiempo quise que mi madre me dijera que había sido la mejor hija del mundo. No deseaba desear eso, pero así era, inexplicablemente, como si tuviera mucha fiebre y solo esas palabras pudieran bajarme la temperatura. Llegué al punto de preguntárselo a las claras: ‘¿He sido la mejor hija del mundo?’”.

*

Me gusta pensar en Annie Ernaux como la autora estrella de lo íntimo: cada libro suyo aborda un tema político desde una perspectiva personal y única. El aborto, la muerte del padre, la muerte de la madre, el deseo. En No he salido de mi noche (Cabaret Voltaire, 2020, traducción de Lydia Vázquez Jiménez), Ernaux cuenta cómo cuidó de su madre durante los últimos días de su vida. Dos años después de un accidente de circulación, su madre empezó a tener problemas de memoria. Al principio, la hija se llevó a la madre a su casa para cuidarla, pero la madre se convirtió en una mujer perdida que recorría la casa de arriba abajo sin descanso o se quedaba sentada durante horas en las escaleras del pasillo. En el tiempo que convivió con su madre, Ernaux apuntaba en trozos de papel algunas frases y comportamientos que la aterrorizaban. Le dedicó un libro a la vida de su madre que se llamó Una mujer. Pero No he salido de mi noche es un libro dedicado a su muerte, a la pérdida de identidad y al dolor que puede llegar a causar la muerte de una madre:

“Me da miedo que se muera. La prefiero loca”.

“Hemos estado esperando dos horas en urgencias, con mi madre en una camilla. Se ha meado. Un muchacho había querido suicidarse con barbitúricos. Hemos entrado en la consulta, han echado a mi madre en la mesa. El interno le ha levantado el camisón hasta el vientre. Sus muslos, su sexo blanco, algunas estrías. De repente es como si fuera yo, así exhibida”.

“La afeito y le corto las uñas de las manos. Estaban sucias. Su lucidez: “Me quedaré aquí hasta que me muera”. Y: “He hecho todo lo posible para que fueras feliz, y no por eso lo has sido más””.

“Todo se va haciendo más difícil, angustioso. Cuento la infancia, la adolescencia de mi madre, la veo en mi cabeza, la fuerza, la belleza, el calor. Y la encuentro como hoy, dormida, con la boca abierta, desencajada. Necesito gritar: ‘¡Soy yo, mamá!’. Las dos imágenes no pueden coincidir. Y ya me he puesto en marcha, en mi escritura, hacia el momento en que estará así en esa silla de ruedas. Pero si ya no estuviera aquí, si la vida fuera más aprisa que la escritura… No sé si es una tarea de vida o muerte la que estoy haciendo”.

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En 1960, Adrienne Rich escribía en su diario: “Mis hijos me causan el sufrimiento más exquisito que haya experimentado alguna vez. Se trata del sufrimiento de la ambivalencia: la alternativa mortal entre el resentimiento amargo y los nervios de punta, y entre la gratificación plena de la felicidad y la ternura. En cuanto a mis sentimientos hacia estos pequeños seres inocentes, a veces me considero un monstruo de egoísmo y de intolerancia. Sus voces consumen mis nervios… Y muchas veces me siento débil por contener mi rabia”. A este texto que, posteriormente, formaría parte de su ensayo Nacemos de mujer, lo tituló “Cólera y ternura” y fue una de las primeras veces que una madre se permitió escribir que la intensidad de la crianza y la exigencia constante de los hijos puede llegar a ahogar a las mujeres, sobre todo si, como Rich y como tantas otras, crían solas, sin pareja o con una pareja ausente, sin tribu, y con toda una historia de opresión sobre los hombros. “Envidio a la mujer estéril”, escribe Rich, “que se da el lujo de arrepentirse, pero vive una vida de intimidad y libertad”.

*

Audre Lorde y Anne Boyer han escrito sobre el cáncer de mama desde distintos lugares, ambos políticos, en distintas épocas: Lorde publicó sus Diarios del cáncer (Ginecosofía, 2020)en 1981 y Boyer escribió su Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en el mundo capitalista (Sexto Piso) en 2019. Treinta y ocho años separan sus textos, pero el tema todavía no está resuelto: cómo se aborda políticamente la enfermedad y los cuerpos de las mujeres.

En Los diarios del cáncer, una selección de anotaciones de diario que comienzan seis meses después de la mastectomía que le hicieron a Audre Lorde, la autora defiende la idea de que el cáncer de mama y la mastectomía no son experiencias únicas, sino compartidas por miles de mujeres. Por eso es importante escribir sobre ello, escribir desde lo íntimo porque puede ser un incentivo para que otras mujeres hablen y actúen. “El silencio”, escribe, “nunca nos ha traído nada valioso”.

“Recuerdo que grité y maldije de dolor en la sala de recuperación y recuerdo a una enfermera enojada que me dio una inyección. Recuerdo una voz que me decía que me callara porque ahí había gente enferma, y a mí misma diciendo: ‘Bueno, tengo derecho; yo también estoy enferma’. Hasta las cinco de la mañana siguiente, estar despierta en breves mares de dolor localizado e intenso entre las inyecciones y el sueño. A las cinco, una enfermera me masajeó de nuevo la espalda, me ayudó a levantarme e ir al baño porque no podía usar la bacinilla y después me ayudó a sentarme en una silla. Me hizo una taza de té y un jugo de frutas porque me sentía reseca. El dolor había bajado bastante”.

Anne Boyer retoma la idea de Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas para hacer un interesante y profundo análisis sobre el lugar que ocupan los cuidados y la salud en la sociedad estadounidense. Su testimonio es muy esclarecedor también porque, como mujer joven, escritora y madre soltera, pone el foco en la precariedad emocional y económica y en la soledad en la que puede sumirte un cáncer tan agresivo. “No puedes conducir hasta tu casa el mismo día que has tenido una mastectomía doble, claro está, gimoteando de dolor, incapaz de doblar los brazos, con cuatro bolsas de drenaje colgando del torso, delirando por la anestesia y apenas capaz de caminar. Se supone que tampoco deberías estar sola cuando llegas a casa. Pero nadie se molesta en preguntar cómo te las apañas una vez que te echan del centro quirúrgico: a quién tienes, si es que hay alguien, para cuidarte, qué sacrificios puede que tengan que hacer esos cuidadores o el apoyo que necesitan. No es ninguna sorpresa que el índice de mortalidad de las mujeres solteras con cáncer de mama, incluso corrigiendo el sesgo de edad, raza e ingresos, doble al de las casadas. La tasa se incrementa si eres soltera y pobre”.

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Hace algunos meses se publicó un libro íntimo, intimísimo, superlativo: Tienes que mirar de Anna Starobinets (Impedimenta, 2021, traducción de Viktoria Lefterova y Enrique Maldonado). La autora está embarazada de un bebé que tiene una malformación y en su libro relata el doloroso peregrinaje emocional y médico hasta parir a un hijo que no llegará a vivir. Starobinets reflexiona en el prefacio sobre la pertinencia de escribir su libro: “Es demasiado personal. Es demasiado real. No es literatura. Pero lo único que sé hacer es escribir”. Lo personal siempre es político. La historia de Anna tiene que ver con la de millones de madres que en el mundo tienen que vivir el duelo de parir a sus hijos muertos y ser tratadas con ligereza y frivolidad por un sistema sanitario que precariza nuestros cuerpos e invisibiliza nuestras experiencias. De nuevo, empiezas a escribir con más honestidad que nunca. La escritura como herramienta de lucha: “Estamos sentados, mirando a nuestro hijo muerto. Entre nosotros hay confianza. La máxima confianza e intimidad posibles entre personas. En algún lugar, en otra vida, en otro mundo, quedó aquel hombre obstinado, ajeno y asustado que me intentaba convencer de que ‘esto es solo un embrión’ y ‘un embarazo fallido, como el ectópico’, y confiaba en que sus palabras me consolaran. Este, el mío, es auténtico, honesto y valiente: estuvo a mi lado todo el tiempo”. La autora cree que el sistema se puede corregir, que su libro servirá para conjurar el dolor de otras muchas madres que vendrán detrás de ella.

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Hay un libro al que siempre vuelvo, aunque no tenga un ejemplar propio: Cartas a mi madre de Sylvia Plath (Grijalbo, 1989, traducción de Montserrat Abelló y Mireia Bofill). Por eso quería incluirlo en esta pieza, quería poner en valor la intimidad de Plath, su verdadera voz que tantas veces ha sido mitificada y distorsionada. Aquí podemos leerla a ella misma, lo más honesto y doloroso que haya podido escribir, lo más interior y cotidiano. Plath se suicidó el 11 de febrero de 1963 y el 16 de enero le escribió a su madre una carta donde confesaba sus problemas económicos, la dificultad de escribir y cuidar de sus hijos, la precariedad de ser madre soltera en Londres. Reproduzco aquí algunas líneas: “Tengo un encargo para escribir un artículo divertido, pero no he tenido tiempo ni energías para concentrarme en ello.  Todavía tengo que terminar de coser las cortinas para los dormitorios y he mandado hacer unas para los grandes ventanales del salón, y he de comprar una alfombra para la escalera y algunas otras cosas. Pero es tan difícil salir de compras con los niños, que he decidido contratar los servicios de la agencia de «canguros», que tiene chicas muy eficientes, aunque caras, para poder salir un par de noches a la semana. Una pareja muy amable me ha invitado a cenar mañana y a almorzar el domingo con los niños. Parece como si hubiese perdido toda la identidad bajo la avalancha de decisiones y responsabilidades a que me he visto sometida durante estos últimos seis meses, con los niños exigiendo constante atención. Espero ganar lo suficiente escribiendo como para pagar la mitad de mis gastos. Lo duro, este primer año, es tener que empezar de cero. Y si –no paro de pensar–, y si tuviese un golpe de suerte y consiguiese escribir, por ejemplo, una novela de verdadero éxito y pudiese comprar esta casa, entonces terminaría la pesadilla de ver cómo se me va todo en arriendos, año tras año, y casi podría ser autosuficiente”.

Era un invierno frío y húmedo, Sylvia Plath acaba de separarse de su marido, se había mudado a Londres con sus dos hijos, Frieda de veintiún meses y Nicholas de once meses, a una casa cuyo alquiler apenas podía pagar y estaba completamente sola. Sin amigas, sin compañeras, sin su madre que la leía a destiempo al otro lado del océano. Leí estas cartas varias veces antes de ser madre y me parecían duras, pero ahora me lo parecen mucho más. Es como si la entendiera, como si pudiera abrazar su dolor y hacerlo propio. La opresión provoca traumas, decía Phyllis Chesler. ¿Qué dolor, qué abismo oscuro no vería Plath entre ella y el mundo teniéndose que hacer cargo de dos bebés sola, sin dinero, sin tiempo para escribir, sin energía? Si la sociedad se hubiera ocupado de Sylvia Plath, o de Alda Merini o de Anne Sexton o de tantas, tantas mujeres que sufrieron la opresión en sus propias carnes, ¿qué hubiera sido de ellas?

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En estos dos últimos años, me he dado cuenta de que la escritura íntima es un espacio único para aceptar la vulnerabilidad, la fragilidad y compartirla. Y Remedios Zafra me da la razón:

“Cuando el malestar individual que resulta doloroso se comparte y hace de espejo a otros puede surgir una comunidad cohesionada por aquello que oprime y es compartido. Así nace la solidaridad de vernos reconocidos y acompañados en un problema que no es personal ni coyuntural, sino que se extiende y entrelaza como estructura de las formas de vida y trabajo contemporáneas”.

Ahora sí, escribamos con más honestidad que nunca.

“Empiezas a escribir en tus diarios con más honestidad que nunca”.
Adrienne Rich

Antes, algunos años antes de que Adrienne Rich comenzara a escribir con su voz los poemas que leemos ahora y que hablan de nosotras, escribía arrastrada por las voces de aquellos autores que había...

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Autora >

Carmen G. de la Cueva

Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.

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1 comentario(s)

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  1. marcoantonio-mira

    Íntimo y honesto pueden ser términos irreconciliables. Aunque podríamos extender el análisis para interpretar que nunca seremos tan cuidadosos o mendaces para ocultar lo que en realidad significa escribir sobre nuestra intimidad. Podremos intentar falsear nuestras emociones o vestirlas con los ropajes de lo que pensamos son emociones de otros, al final siempre saldrá a relucir nuestra verdadera catadura y la del mundo opresor y alienante que nos rodea. Podemos caer en la tentación de mentir, dibujándonos como un "otro" o dejarnos llevar por ideas obsesivas, alucinaciones y dolores de todo tipo, reales o inventados. Pero al final estamos ahí, reflejados en el lenguaje que desvela cuando pretende ocultar y no pocas veces oculta cuando intenta desvelar. Somos lo que escribimos y lo que los "otros" leen de nosotros. La escritura siempre es íntima aunque no siempre sea honesta.

    Hace 2 años 8 meses

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