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Libertad de expresión

Coto privado de caza o el derecho a réplica

Sobre cuando la réplica en redes sociales se considera una “cancelación” y los intentos de reprimirla

Paquita Aparicio 1/08/2021

<p>Pasajeros usan el móvil en el metro. </p>

Pasajeros usan el móvil en el metro. 

José María Andrés

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“The simple narrative taught in every history class

is demonstrably false and pedagogically classist”

Bo Burnham

De pequeña, recuerdo que tenía miedo a la oscuridad. Era meterme en la cama, apagar la luz y caer en el abandono, un limbo habitado por bichos grandes, peludos, con cuernos y varias cabezas, que conocían mi nombre y mis pasiones, que estaban atentos al primer descuido. A que se saliera un brazo o una pierna de aquella balsa viscoelástica. Preparados para tragarse mi lengua. Las noches eran una batalla, un aguantar la respiración para que el orangután de la silla de la ropa me creyera dormida, muerta. Así él no se movería nunca.

El otro día lo estuve pensando, hace mucho que las viejas quimeras no me visitan, desde que tuve la certeza de que una lamparita bastaba para deshacerse del monstruo. La certeza de que los peores engendros atacan a plena luz del día. La certeza de que podemos ser nosotros.

Según un informe publicado por Statista en 2018, las redes sociales se han convertido en la principal plataforma de acoso en Europa. Por otro lado, una encuesta del Pew Research Center publicada este año señala que, en septiembre de 2020, al menos el 41% de los americanos habían sufrido algún tipo de acoso online. 

En España, la revista Pikara Magazine, en colaboración con la abogada Laia Serra, desplegaba un estudio sobre la violencia online y cómo se vierte, en especial, sobre las mujeres que tienen relevancia pública: comunicadoras, periodistas, activistas, etc. Esto constituye un ataque directo contra la visibilidad de las mujeres, su plena participación en la vida pública y cómo se construye el relato online, que no deja de ser parte de la crónica social de nuestro tiempo. Porque las redes sociales son ya un pedazo de la vida e identidad de, al menos, la sociedad occidental. 

Somos adictos. Y se nota. Se nota en la búsqueda del zasca, en el provocar, en el querer conseguir interacciones a toda costa

Y el relato lo es todo. En buena medida vivimos de narrativas. La historia universal, grosso modo, no deja de ser un cuento de lo que fue. La memoria de unos pocos. Una perspectiva, un punto de vista que se transmite de generación en generación hasta que alguien protesta. Hasta que, poco a poco, historias que estaban en los márgenes empiezan a ser recordadas y reconocidas. En otras palabras, no se quiere quitar importancia a Lorca, Cervantes o Lope de Vega. Se la quiere dar a Martín Gaite, Concha Espina o Rosalía de Castro. Por poner un ejemplo literario. 

Y es que el tema que nos ocupa es el más leve de todas las capas de fango que ahondan las relaciones entre internautas: el acoso que no es consciente de su propia cualidad, el que sin pretender serlo lo es. Y no lo reconoce, aunque se lo pongan delante, porque sus lentes están deformadas.

Cuenta la periodista y escritora Marta Peirano en El enemigo conoce el sistema (Debate, 2019) que las redes sociales son las máquinas tragaperras de nuestro tiempo: una amalgama de colores y sonidos que nos pega a la pantalla, nos tuerce el cuello, nos seca el ojo. Y nos suministra breves subidones de dopamina. Es decir, activa el sistema de recompensas del cerebro con muy poco. Solo tienes que deslizar el dedo por la pantalla, como si fuera una palanca, y un mundo de contenidos infinitos se abrirá ante ti. Y siempre querremos más. Somos adictos. Yo soy adicta.

Y se nota. Se nota en la búsqueda del zasca, en el provocar, en el querer conseguir interacciones a toda costa. En el burlarse de gente normal con la creencia de que el mundo de internet no es parte de la vida, no afecta. Cuando sí lo hace porque todo es físico. La angustia, la ansiedad y el miedo son reacciones físicas: ¿cuánta gente se ha ido de Twitter en los últimos meses? ¿Cuántos y cuántas se han sentido abrumados, sobrepasados, cuando el ‘debate’ ha saltado al ámbito de lo personal?

Quizá sea un tanto inocente pretender construir una plaza pública en el terreno de una empresa privada. Sin embargo, es posible

Quizá sea un tanto inocente pretender construir una plaza pública en el terreno de una empresa privada cuyo objetivo es el lógico: su rédito, su crecimiento. Sin embargo, es posible. Se puede porque sus moradores somos las personas. Instagram, Facebook, Twitter, no son nada sin nuestra atención. Y ya que la tienen, tratemos de utilizar lo que nuestra época nos da en beneficio propio, beneficio común.

Un buen punto de partida podría ser el limar las luchas por la atención en el debate y el discurso cultural. Que no deja de ser cíclico. Nuestras ideas no son más que ideas sobre las ideas de los demás. Y no se tiene la costumbre de ser respondido, de ser rebatido. Sobre todo por alguien que no tiene otro altavoz más que el propio: sus redes sociales. Que no son nada, que son desdeñadas como si para tener una opinión propia, una voz, un sistema tuviera que validarla. Como si la cualidad de ser humano no fuera suficiente. Como si solo fueran válidas algunas experiencias. Y si nos dejaran contar la historia solo a nosotros, siempre saldríamos guapos.

La libertad de expresión es un derecho fundamental en España. Y no atañe tan solo al columnista o escritor estrella de un medio. También implica que este pueda recibir una réplica igual de legítima. Eso es obvio. Pero no estamos acostumbrados a que nos repliquen en tiempo real, a que nuestra audiencia le saque las costuras a nuestros textos. A que incluso a veces lleven razón.

Es difícil encajar una crítica y más si es descarnada y va sin el cariño con el que alguien que te quiere te dice que te has pasado de frenada. Pero es más difícil todavía ser señalado desde arriba, desde quien tiene el lujo de tener un hueco en un periódico, radio o televisión, porque no se está en igualdad de condiciones.

Sirva como ejemplo un episodio reciente:

En un párrafo de una crónica sobre una ponencia, cuyo contenido no viene al caso, se ponía en el centro la importancia de “la economía, el trabajo, sindicatos y búsqueda de lo que une a la mayoría” en detrimento de “los cuidados”, tarea tradicionalmente femenina que está siendo reivindicada en la actualidad. Y no cayó bien entre el público. Fue largamente afeado en redes.

Ahora bien, se critica la idea, el trabajo, nunca a la persona. Es lícito atacar el trabajo de otros, así como es lícito que te critiquen el tuyo. Y cuando ocurre hay que saber encajarlo. No pasa nada. La vida sigue. 

Sin embargo, lo que ocurrió, lo que lleva ocurriendo de forma habitual en estos intercambios, es que se puso el foco en una persona anónima que expresó su desacuerdo. Y se la sacó del anonimato, se averiguó su correo electrónico y se le exigió una justificación. ¿En qué momento podemos cruzar la barrera de lo íntimo para exigir una explicación a alguien que se ha expresado libremente?

Todo esto se conoce por la propia afectada y porque el autor lo publicó en una columna, molesto, ante el revuelo suscitado por su anterior artículo. Es decir, se parapetó tras la primera persona que encontró. La mejor defensa nunca es un buen ataque. Y menos si es desproporcionado o injusto.

Desvelar la identidad de alguien que ha decidido ser anónimo en internet por disentir intelectualmente es un acto violento. Sobre todo cuando se hace para señalar desde un lugar autorizado como es una tribuna en un medio de comunicación. La palabra importa. Y lo que se dice en internet, también. Detrás de los usuarios, los avatares, hay vidas, hay personas. Y muchas veces no nos damos cuenta. Son despreciadas automáticamente porque la realidad solo está en los medios, lo que no está no es. Y tiene que ser.  

Si desde la élite, desde el púlpito de la esfera cultural, se dan actitudes disciplinarias ante un público que tiene voz y criterio propio, ¿qué no se hará desde otros ámbitos por obtener interacciones?

De pequeña, recuerdo que tenía miedo a la oscuridad. Ahora el miedo es a la luz. Una luz palpitante, azul, encerrada en un rectángulo oscuro de siete pulgadas. Porque los peores monstruos operan a la luz del día. Y te pueden devolver la mirada en el espejo. 

“The simple narrative taught in every history class

is demonstrably false and pedagogically classist”

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