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PENSADORES ESPAÑOLES (IV)

El estilo de Javier Gomá

Sorprendido por no haber escuchado hablar en el extranjero de filósofos con renombre en España, Ramón Mistral propone una serie de lecturas. Hoy, la Tetralogía de la ejemplaridad

Ramón Mistral 17/12/2021

<p>Javier Gomá</p>

Javier Gomá

Wikimmedia Commons

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Nace en Bilbao. Luego hace cosas. Le nombran director de la Fundación Juan March. Y escribe la Tetralogía de la ejemplaridad (2003-2013). ¡Pum! Cuatro volúmenes. No se sabe muy bien por qué no dos, siete o veintitrés: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible. La idea se le ocurrió una tarde mientras dormitaba a la sombra de un árbol tropical. De pronto, sacudió la cabeza, se quitó las legañas y exclamó:   ¡Claro!  “¿Qué es lo justo, lo bueno, lo útil, lo santo, lo noble, lo bello, en definitiva, lo humano? Pues lo que hacen y dicen los héroes ejemplares. ¿Qué es el ser? El ejemplo personal. ¿Qué es la verdad? Su imitación”. Parece una parida. ¿Pero quién le dedicaría mil quinientas páginas a una parida? No puede ser. Javier Gomá fue en 2012 uno de los cincuenta intelectuales iberoamericanos más influyentes según la prestigiosa revista Foreign Policy (en español), ya desaparecida. De todas formas, el diagnóstico que sustenta la Tetralogía es controvertido. En los últimos cuarenta años, sostiene Gomá, los filósofos han renunciado a su “misión histórica, que siempre consiste en proponer un ideal: “De conocimiento exacto de la realidad, de sociedad justa, de belleza, de individuo”. Hoy en día ya no proponen nada y se dedican exclusivamente a tareas menores (¡doxógrafos!) que serían “estimables y aun encomiables” si vinieran acompañadas de auténtica filosofía, pero que resultan insuficientes separadas de “la gran teoría humanista, integradora y universal”. Por alguna razón, casi nadie aspira hoy a un relato de sentido “unitario, intemporal, universal y normativo” que pretenda tener “validez para todos los casos y todos los momentos”. Y lo que es peor, muchos se sonríen con cinismo (“la manifestación más clara de la miseria”, según nuestro autor) cuando alguien intenta formular un relato semejante. Esto no solo ha privado a nuestras sociedades de un sistema de pensamiento verdaderamente prescriptivo, sino que, además, ha tenido consecuencias catastróficas para la filosofía desde el punto de vista estilístico. Los libros escritos por filósofos se han vuelto literariamente pobres: “Extremadamente pobres, extremadamente aburridos, tediosos, mal escritos, sin ningún talento para lo literario. Y la gran filosofía nunca ha sido así, todos los grandes filósofos han sido creadores de un estilo literario”. Gomá es contundente. El verdadero filósofo tiene que emplear una retórica pomposa, expresarse con lenguaje elevado, inteligente y refinado, estar formalmente a la altura de los grandes temas de su disciplina. Para responder a preguntas trascendentales, hay que ser pedantón, como Ortega y Gasset. E, inversamente, si la filosofía huye de sí misma y renuncia a comunicar, mediante un sistema ordenado de conceptos, una determinada visión del mundo, su estilo se vuelve pobre y aburrido. C’est comme ça. Ambas cosas, estilo y discurso significativo, están intensamente conectadas. Esto es esencial para comprender el pensamiento gomaniano. 

Para el autor de la Tetralogía, la filosofía consiste en hacer afirmaciones categóricas sobre temas muy importantes, aunque resulte imposible demostrarlas. “¿Ha sido sometido Platón a un experimento científico que advere la exactitud de sus proposiciones filosóficas? No”. A diferencia de las ciencias empíricas, la filosofía no puede verificar sus proposiciones. Por eso se ve, en todo momento, obligada a producir textos convincentes, persuasivos, seductores. “Y de ahí que, en la abrumadora mayoría de los casos, la gran filosofía, pensadora del ideal en cuanto al contenido, suele ir aparejada a un gran estilo en cuanto a la forma”. Gomá tiene toda la razón, o por lo menos es coherente: sus libros están repletos de afirmaciones que no hay manera de probar. ¿Cómo podría demostrarse que el ser es el ejemplo personal? ¿Qué argumento corroboraría que la filosofía deba ser ciencia del ideal? Son ocurrencias. Definiciones arbitrarias. “Una sociedad sin ideal está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse y a la postre a retroceder”. ¿Cómo podría probarse semejante declaración? ¿Y una prescripción como las de Aquiles en el gineceo? ¿Cómo probar que aprender a ser mortal es superar el estadio estético e integrarse de lleno en el estadio ético, asumir sus dos instituciones esenciales: la familia y el trabajo al servicio de la felicidad colectiva? ¿Qué argumentación podría demostrarlo? Ninguna. No se puede. Pero no importa. Se trata de una virtud de su pensamiento y no de un defecto. La ejemplaridad es una propuesta de perfección y, por tanto, no describe lo que es, sino lo que, con toda evidencia, debe ser. Imagínense al autor levantando el puñito: “La ejemplaridad muestra una perfección que, por la propia excelencia de un deber-ser hecho en él evidente, ilumina una dirección y moviliza fuerzas latentes”. Se trata de una visión ocurrencial de la filosofía. El pensador vislumbra una verdad, la transforma en concepción del mundo y la transmite a la sociedad para, de este modo, alimentarla con emociones nobles y grandes pensamientos. Así se entiende mejor que, para Gomá, la auténtica filosofía deba adornar con estilo rimbombante sus intuiciones y ocurrencias: a falta de pruebas empíricas y argumentos que las sostengan, la reflexión tiene que hundir sus raíces en una poética. Un estilo rico hará más fácil la tarea de convencer al lector de que esto es virtuoso y ejemplar y aquello no. Como el papá que hace de la cuchara un avión a punto de aterrizar en lugar de metérsela por el gaznate a la pobre criaturita, el gran filósofo ha de idealizar sus convicciones por medio de un lenguaje colorido: solo así podrá presentar “un ideal –la ejemplaridad– dotado de fuerza innovadora que mueva al ciudadano de hoy, por convicción y sin coacción, a reformar su vulgaridad de origen y a elegir formas superiores de libertad”. 

El verdadero filósofo tiene que emplear una retórica pomposa, expresarse con lenguaje elevado, inteligente y refinado

Esta concepción de la filosofía como dispositivo generador/decorador de ideales tiene incluso un alcance hermenéutico. Gomá se sirve de ella para interpretar la tradición. Un pensamiento filosófico se define, no tanto por el tipo de preguntas que plantea, ni la clase de razonamientos que utiliza, como por los ideales que defiende. Por eso, a los grandes pensadores siempre vale la pena preguntarles: ¿Y usted qué propone? “Aristóteles introduce el hombre prudente; Epicuro, el sabio feliz; Agustín, el santo cristiano; Kant, el hombre autónomo; Nietzsche, el superhombre; Heidegger, el Dasein originario […] Los filósofos citados, y otros que podrían traerse, son pensadores del ideal y justamente eso hace grande su pensamiento”. Ahora bien, Javier Gomá es un hombre de su tiempo y, como hemos dicho, sabe que los filósofos de hoy no suelen proponer sistemas normativos. Lo que hacen, por ejemplo, Richard Rorty, Charles Taylor, Hans Blumenberg es filosofía, incluso buena filosofía, sostiene, “pero no gran filosofía porque carece de intención propositiva, abarcadora y normativa, de una imagen del mundo completa y unitaria”. Y lo mismo se podría decir de Derrida, de Foucault –pésimo escritor que no merece el puesto que ocupa en la Biblioteca de la Pléiade–, de Lyotard y de Deleuze: cretinos posmodernos empeñados en sospechar de la metafísica y los grandes relatos. De toda la escuela de Frankfurt, de Peter Sloterdijk, de Slavoj Žižek y de la “polígrafa Martha Nussbaum, quien asimismo ha contribuido a los estudios feministas y postfeministas que filósofas como Nancy Fraser, Seyla Benhabib o Judith Butler han llevado a una segunda madurez”. En fin. Ninguno propone nada. Pero lo importante es que no hace falta saber por qué. Basta con interpretarlo como una ocurrencia errónea de signo opuesto. O lo que es lo mismo, atribuirlo a causas accidentales. Los filósofos contemporáneos han decidido renunciar al ideal porque a veces en su nombre se han perpetrado crímenes muy graves, porque la complejidad de la democracia lo exige, o por alguna cosa así, pero en realidad podrían no haberlo hecho. “¿Y si la inveracidad de lo sublime a los oídos contemporáneos respondiera a causas accidentales, adventicias? Ojalá sea así porque sin ese anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio”. Desde hace más de cien años, la filosofía analítica denuncia la falta de sentido del discurso metafísico, el hecho de que sus enunciados pretendan rebasar el dominio de la experiencia, que sus proposiciones carezcan de sentido y sus términos, de referencia, o, desde el punto de vista pragmático, que resulte imposible restituir sus proposiciones a sus contextos de uso. Desde antes incluso, los filósofos continentales ven en la totalización, el privilegio de la presencia y los modelos unilaterales de conducta contradicciones esenciales a partir de las cuales es posible cuestionar las pretensiones de la metafísica: la totalización siempre excluye, la presencia nunca está dada sin más y la libertad exige que no pueda determinarse a priori su contenido. A todos ellos el gomanismo responde: ¡qué cosas tienen estos filósofos!; ¿no saben que la gran filosofía es ciencia del ideal? Ojalá vuelvan pronto a pensar correctamente, porque si no, qué movida. “La hipercrítica es paralizante si seca las fuentes del entusiasmo y fosiliza aquellas fuerzas que nos elevan a lo mejor” –que es lo que digo yo–. Leyendo a Javier Gomá, uno acaba por comprender que no hace falta examinar las razones que los buenos filósofos puedan tener para no proponer una imagen del mundo completa y unitaria y sublime –pues por mucho que se empeñen no podrán demostrarlo–, sino que basta con oponerles testarudamente y con estilo un verdadero ideal. 

La estética de Gomá se basa en dos preceptos: imitación de los mejores temas del arte y sometimiento a sus reglas

En una entrevista recogida en Conversaciones, Gilles Deleuze afirma que los grandes filósofos son también grandes estilistas. “En filosofía ocurre como en las novelas: hay que preguntarse qué es lo que va a suceder o qué ha pasado, sólo que los personajes son los conceptos, y los ambientes, los paisajes, son espacio-tiempos”. Deleuze parece coincidir con Gomá. “Resulta curioso”, sostiene el filósofo francés, “que a veces se diga que los filósofos no tienen estilo, que escriben mal. Debe de ser que nadie los lee. Sin salir de Francia, Descartes, Malebranche, Maine de Biran, Bergson, e incluso Auguste Comte, con todo lo que tuvo de Balzac, son grandes estilistas”. Pero es solo una apariencia: las suyas son concepciones del estilo completamente opuestas. Y la de Deleuze es delirante, pues no está al servicio de ningún ideal. Para el autor de Diferencia y repetición, el lenguaje no es un sistema homogéneo. Ningún idioma, dice, está en equilibrio, sino que consiste en una cierta heterogeneidad. Esta posibilita que, mediante la escritura, algunos pensadores habilidosos produzcan en él “diferencias de potencial” que nos permitan ver y pensar algo que, hasta entonces, había pasado desapercibido. Según Deleuze, la búsqueda de una sintaxis original, el esfuerzo por llevar el lenguaje hasta sus límites puede tener como resultado una mejor comprensión de la realidad, de un problema filosófico o de la propia actividad intelectual. Javier Gomá es mucho más sensato, menos romántico, más ejemplar. En Dignidad, afirma: “Una filosofía de la dignidad, para ser completa, debe comprender también una poética. Ésta habría de indicar, en primer lugar, qué temas, de entre todos los posibles, son los más aptos para responder a la pregunta literaria trascendental: cómo reavivar el sentimiento de la grandeza de la dignidad humana en el actual estadio de la cultura”. La poética gomaniana está, espero que ya nadie se sorprenda, al servicio del ideal. Los temas que deben abordar la literatura y la filosofía los decide esta última en función de si son o no capaces de reavivar el sentimiento de la grandeza de la dignidad humana. ¿Qué es eso de hablar de los aspectos turbios de la vida? ¿Devenir animal? ¿El ano solar? ¿Toda vida es, naturalmente, un proceso de demolición? ¡Tonterías! La modernidad, dice Gomá, siente una atracción obscena y voluptuosa por estos temas y presume de exhibir una y otra vez la miseria de la condición humana. Pero esto tiene que acabar. “La vulgaridad triunfa por todas partes y acaba constituyéndose, como es conocido, en el estado normal de la democracia de masas”. A diferencia de Deleuze, Gomá piensa que escribir con estilo tiene 1) que tener un objetivo y 2) que este debe ser desarrollar un “programa de dignificación moral y estética” de la ciudadanía. Para esto no hace falta un tratamiento sintáctico de la lengua que sea original, sino todo lo contrario: “El sometimiento de la lengua natural a las reglas del arte”. La estética de Gomá se basa, por tanto, en dos preceptos: imitación de los mejores temas del arte y sometimiento a sus reglas. Alguien podría preguntarse a qué arte se refiere. Pues, obviamente, al arte canónico, es decir, al de aquellos autores que la tradición considera ejemplares. Gomá lo explicaba ya en el primer volumen de su Tetralogía: “La imitación del canon es la forma obligatoria para quien aspira a elevar su arte hasta el ideal”. Para el filósofo español, estilo no es innovar, estilo es imitar –aunque sin pasarse, sin copiar–. Que el estilo elevado dependa “en último término del conocimiento y aplicación de unas reglas que conducen a un decir artístico” –lo siento, lector, no puedo parar de citar, porque cualquiera pensará si no que me estoy inventando estos hallazgos– tiene como resultado una absoluta confianza en sí mismo por parte de quien lo realiza. Cuando en El Abecedario, Claire Parnet le pregunta a Deleuze si cree haber logrado un estilo propio, este se ríe incomodo, elude la pregunta y exclama: “¡Qué mala leche!”. Unos minutos después, ante la insistencia de su entrevistadora, responde: “Me gustaría. ¿Qué puedo decir? Me gustaría tener un estilo”. Como para Deleuze escribir con estilo no puede reducirse a aplicar las reglas de un sistema homogéneo, nunca estará seguro de haberlo logrado. En cambio, Gomá muestra una absoluta seguridad al respecto. Lo repite sin cesar. “[David Hume] lamenta la separación en su tiempo entre [eruditos] y [conversadores], lo que da lugar a esa filosofía sin placer ni experiencia, cultivada por hombres carentes de modales y de gusto por la vida, de un lado; y de otro, a esa conversación abocada a la cháchara interminable y tediosa. Hume se presenta como un ciudadano del Estado de la erudición enviado como embajador al reino de la conversación. Como Hume, nosotros”. Y en otro lugar: “Indudablemente, a una filosofía sobre la totalidad del mundo y para todo el mundo le sería muy recomendable presentarse ante los demás con un poco de mundo, esto es, con estilo, gusto y buen sentido”. No puede parar. Uno de los rasgos distintivos de su Tetralogía, afirma en el prólogo con el que la presenta, es que “se trata de una obra eminentemente literaria porque responde a la particular visio poética de su autor.

[…] Dibuja una imagen del mundo que aspira a ser atractiva y convincente para el lector, como lo haría un novelista, con la diferencia de que la novela muestra esa imagen y la define mediante conceptos. […] Otro de los rasgos distintivos de esta obra es que la anima en los más profundo y vivo un aliento ontológico que busca comprender el ser y la verdad” (esto del aliento ontológico lo cito porque me hace mucha gracia). Finalmente: “Si, tras este hiato […] la filosofía quiere recuperarse como gran filosofía, debe hallar el modo de proponer un ideal cívico para el hombre democrático… y hacerlo además con buen estilo”. Es todo un proyecto, una declaración de intenciones. Si les ha gustado, si están de acuerdo con Javier Gomá, si quieren ideales normativos a toda costa, ya saben, lean este clásico contemporáneo que es la Tetralogía de la ejemplaridad. O no lo lean, yo qué sé. 

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Ramón Mistral (1990) enseña Filosofía de la religión. Prepara un libro sobre el género autobiográfico y una tesis sobre Jacques Derrida.

Nace en Bilbao. Luego hace cosas. Le nombran director de la Fundación Juan March. Y escribe la Tetralogía de la ejemplaridad (2003-2013). ¡Pum! Cuatro volúmenes. No se sabe muy bien por qué no dos, siete o veintitrés: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo,...

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Ramón Mistral

Ramón Mistral (1990) es doctor en filosofía por la Universidad de Estrasburgo y especialista en filosofía francesa contemporánea.

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