configuraciones políticas
La invasión reaccionaria
Críticas feministas al abordaje de las violencias de género
Laura Macaya Andrés 26/03/2022
Manifestación del 8M de 2020 en Madrid.
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La política y los métodos que hoy elegimos para combatir la violencia patriarcal, la forma en que proponemos castigar, controlar, punir o resolver los hechos de los que las mujeres son víctimas en esta sociedad capitalista-patriarcal, no pueden estar en oposición a la sociedad futura que anhelamos y por la que estamos peleando.
Andrea d’Atri
De las mejores cosas que ha hecho el feminismo ha sido evidenciar el carácter estructural de las violencias de género sufridas, no solo por las mujeres, sino también por las personas disidentes en cuanto al género. El feminismo ha desarrollado la idea de que la misma existencia de dos géneros normativos responde a las necesidades de la reproducción social que, en el marco de la división sexual del trabajo, resulta imprescindible para el mantenimiento de la economía política capitalista. Además, determinados feminismos han señalado que el incumplimiento de las normativas de género asignadas a hombres y mujeres favorece los castigos hacia las personas infractoras en forma de discriminación, explotación, privaciones o violencias de género. Todo ello ha contribuido a señalar las estructuras patriarcales, capitalistas y racistas como cómplices de estas violencias. Teniendo en cuenta los marcos teóricos y políticos que nos han aportado tanta complejidad, me pregunto: ¿por qué conformarnos con reproducir configuraciones políticas que no se corresponden con esta potencia feminista que ha servido para desnaturalizar y arrojar luz sobre las causas estructurales que nos generan precariedad y sufrimiento?
En el presente artículo me propongo aportar algunas reflexiones en torno a lo que Wendy Brown ha denominado como “determinados proyectos políticos bienintencionados y posiciones teóricas contemporáneas que redibujan inadvertidamente las mismas configuraciones y efectos del poder que pretenden derrotar”. En concreto, cómo algunas propuestas y análisis feministas no sólo resultan poco eficientes para acabar con el heterosexismo y la violencia de género, sino que reproducen lógicas y prácticas punitivas y, con ello, favorecen la pervivencia de los sistemas de control neoliberales y las subjetividades normativas en cuanto al género.
Este uso extensivo del concepto de violencia ha desplazado a otras expresiones de desigualdad, y también ha supuesto que se nombren como violencia actos de reproducción del sexismo
El aumento del punitivismo ha sido un elemento indispensable en el desarrollo de las políticas neoliberales con el fin de compensar la inseguridad producida por la precariedad social y económica y la destrucción de los vínculos comunitarios tras el desmantelamiento de los Estados del bienestar occidentales. (Aunque los principales estudios al respecto hacen referencia a los Estados del bienestar más o menos desarrollados, algunas autoras como Lucía Núñez apuntan a una dinámica casi global al analizar procesos similares en países latinoamericanos.) Para evitar nuestra complicidad con ello, se hace urgente analizar qué rasgos comparten algunas de las propuestas feministas con el punitivismo de los actuales sistemas de control con el fin de poder reflexionar sobre todo ello y aportar herramientas para la mejora de nuestras estrategias colectivas de pensamiento y acción política. Con este fin se realiza este análisis, como una base sobre la que pensar políticas más eficientes y coherentes y no tanto como crítica destructiva de la que la autora se desresponsabiliza.
La declaración antipunitivista, que nos esforzamos en hacer, se volatiliza entre la urgencia, el show tanatocrático, el pánico sexual y nuestras propias estrategias “caseras” de militancia.
(Catalina Trebisacce)
Diversos análisis feministas señalan que, sobre todo a partir de los años ochenta, se produce una tendencia a centrar gran parte de las reivindicaciones de las mujeres en la lucha contra las violencias que se perpetran contra ellas. En relación con ello, el feminismo tiende, tal y como explica la filósofa Paloma Uría (2009), a una identificación entre opresión, discriminación y violencia, de manera que llegan a entrar en el campo de la violencia toda manifestación de desigualdad hacia las mujeres. Como apunta también la jurista Tamar Pitch, “violencia” y “femicidio” han suplantado cualquier otro término en el lenguaje feminista, lo que conlleva la consabida tendencia a la intervención penal y punitiva y a la casi desaparición de otros términos como dominación o explotación y sus estrategias específicas para combatirlos.
Este uso extensivo del concepto de violencia no solo ha desplazado a otras expresiones de desigualdad hacia las mujeres, sino que también ha supuesto que se nombren como violencia actos de reproducción del sexismo, comportamientos molestos con sesgo de género e incluso insinuaciones, miradas u ofrecimientos sexuales no deseados.
Puede observarse esta tendencia en el marco de los movimientos feministas de base en el extremo protagonismo que tiene la denuncia de la violencia contra las mujeres y los lemas y consignas que apuntan a la categoría general de los hombres como enemigos del feminismo, sospechosos habituales cuando no, potenciales agresores. En contraposición, movilizaciones en defensa de los derechos laborales de las trabajadoras sexuales o las trabajadoras domésticas, las luchas contra la explotación laboral, la brecha salarial, la dificultad de acceso a la vivienda de mujeres pobres, racializadas o trans o la represión policial de personas activistas o colectivos estigmatizados reciben mucha menos atención y esfuerzos, y no se tienen tan en cuenta por parte de los medios de comunicación, e incluso de los propios movimientos.
Esta extensión del concepto de violencia de género ha servido para aumentar la sensación de riesgo y peligro en las mujeres, tanto en su vida cotidiana como, especialmente, en su relación con los hombres y el uso del espacio público. Se produce una especie de pánico moral, el pánico sexual, que supone una sobredimensión de los riesgos sexuales atribuidos a las acciones de individuos o grupos concretos que conduce de forma irremediable al irracionalismo y el conservadurismo.
Ante análisis que apelan a la emotividad, como el “nos matan”, se activa la cultura de la excepcionalidad que avala la aceptación de las normativas en busca de una supuesta seguridad perdida
La emergencia de una nueva cultura de control del delito en el neoliberalismo se ha caracterizado por la lógica preventiva, el encarcelamiento masivo y la estigmatización de determinados grupos sociales considerados potencialmente productores de riesgo en contraposición con el sujeto paradigmático neoliberal, el “homo empresario de si mismo” (Garland). Estos individuos o grupos supuestamente productores de riesgo (de Giorgi) se establecen en base a criterios racistas y clasistas y, al ser señalados como los causantes de la creciente inseguridad de la población, se aplica sobre ellos una política de tolerancia cero hacia sus conductas, que serán más perseguidas y más penadas. Por otra parte, las proclamas derechistas de tolerancia cero ante el delito actúan en menor medida contra individuos “exitosos” o contra empresas contaminadoras o explotadoras. Esto pone en marcha la consabida tendencia altamente selectiva del sistema punitivo estatal, que actúa prioritariamente persiguiendo y castigando con más dureza los delitos que más cometen las personas pobres o de clases estigmatizadas. Todo ello oculta que las verdaderas causas de la creciente inseguridad individual y social se derivan más bien de las privaciones, el desempleo, la falta de acceso a la vivienda, la disminución de derechos laborales, sociales y civiles, la violencia institucional, el racismo estructural, etc., fruto de un consolidado capitalismo especulativo y extractivista, que de las acciones de individuos o grupos aislados.
Cuando determinadas estrategias feministas olvidan el carácter estructural de las violencias de género y centran sus intervenciones en individuos concretos que son, muchas veces, parte de las comunidades políticas y afectivas de la propia víctima, o establecen al grupo total de los hombres como potencialmente productores de riesgo, están reproduciendo las formas en las que se desarrolla el control punitivo en los marcos estatales del neoliberalismo. Esta particularización del riesgo, típica del sistema penal, extrae el conflicto de su marco comunitario, contrapone los intereses de la víctima a los de la persona que agrede, e incluso los ensalza por encima de los intereses de la comunidad de la que forma parte. Se despliega entonces el carácter atomizador de los sistemas neoliberales que no hace más que acrecentar la sensación de soledad, desarraigo y, por tanto, de riesgo.
La cultura del castigo permea en muchas de las propuestas políticas feministas al reproducir sus lógicas en cuanto a la individualización de un problema social
Las causas del riesgo son derivadas hacia aquello que no cuestiona el funcionamiento de una determinada economía política, es decir hacia los hombres particulares en lugar de hacia las condiciones de vida precaria en la que nos hace vivir el régimen neoliberal, alimentando, con todo ello, la cultura de la urgencia y la emergencia. De la misma forma que el populismo punitivo se deriva del irracionalismo que provoca el miedo al delito y justifica políticas punitivas como el aumento desmesurado de penas, las medidas de seguridad o el control preventivo, las proclamas de “emergencia feminista” justifican cualquier medida individual o colectiva sin valorar el coste, la eficiencia o la conveniencia de la misma. Ante análisis poco rigurosos que apelan a la emotividad mediante lemas como el “nos matan” se activa la cultura de la emergencia y la excepcionalidad que avala la aceptación y reiteración de las normativas en busca de una supuesta seguridad perdida y, por tanto, la aceptación del punitivismo como mal menor conocido y de más rápida aplicación. A pesar de que tanto la sociedad civil como los responsables políticos son conscientes de la ineficiencia de las instituciones punitivas estatales para controlar el delito, como bien ha explicado David Garland (2012), en los actuales sistemas de control neoliberales se tiende a negar la evidencia o a aceptarla a través de un giro simbólico, en el cual se abandona la posibilidad de ir a las causas del delito y se enfoca en expresar la rabia, la angustia y el odio que el delito provoca. De la misma forma, el abordaje de las violencias de género por parte de algunos feminismos pivota entre esos dos extremos: o bien, se acepta el castigo como un “algo hay que hacer” con el consiguiente refuerzo de la cultura punitiva, o bien, se abandona la búsqueda y el análisis racional y sosegado de las causas de la violencia en pos de una política expresiva en la que las muestras de rabia y venganza se convierten en el eje central de la propuesta. Esto tiene efectos devastadores no solo sobre la salud emocional de las activistas y las víctimas, sino también sobre la capacidad emancipadora y liberadora del feminismo, que acaba instaurándose en la impotencia ante la transformación social y el cambio.
La tendencia punitiva al particularismo y la destrucción comunitaria es fruto de un feminismo esencialista e identitario que exige unidad y fidelidad a los axiomas internos
Es desde ese lugar de impotencia desde el que muchas veces el feminismo acaba centrando sus estrategias políticas o bien en la demanda de la protección estatal y el refuerzo del sistema penal, o bien en la reproducción de la cultura del castigo. El refuerzo del punitivismo por parte de algunos feminismos no se limita únicamente a las propuestas de un feminismo carcelario y demandante de protección por parte del sistema coercitivo estatal. La cultura del castigo permea en muchas de las propuestas políticas feministas al reproducir sus lógicas en cuanto a la individualización de un problema social, la simplificación del objetivo, la radicalización y el bloqueo del conflicto o la lógica amigo-enemigo, como explica Lucía Nuñez. De esta forma, nos encontramos propuestas políticas que apelan al endurecimiento de los delitos de odio, las demandas de más penas o más delitos ante los agravios cometidos contra las mujeres o personas disidentes en cuanto al género con el consecuente refuerzo del sistema penal, ejecutor de las principales violencias hacia las partes más vulnerables y transgresoras de los colectivos a los que pretendemos proteger. Pero también nos encontramos con propuestas políticas que, apelando a la autogestión de los conflictos, desarrollan estrategias para combatir la violencia de género como los exilios, las expulsiones, las extorsiones para reconocerse como agresores, las denuncias públicas sin garantías o las “terapias reparativas” supervisadas. Sin entrar en aquellos lemas o campañas que promueven la eliminación física o la amputación a las personas que agreden. Creo que es importante evaluar de forma crítica y rigurosa estas estrategias que, no solo reproducen las técnicas de represión de los sistemas penales, sino que además no logran acabar con las violencias, empeoran la calidad ética de nuestras propuestas, renuncian a la transformación, destruyen las comunidades y acaban afectando de forma más negativa a las partes más marginadas y con menos recursos de las mismas. No quiero decir con ello que algunas de estas propuestas no puedan ser necesarias bajo determinadas circunstancias, como por ejemplo cuando quien ha agredido reitera en la conducta, se ha producido una agresión grave y no se tiene intención de reparación y cuando con todo ello se pone en riesgo grave a la víctima o a la comunidad. Ahora bien, no todo vale y en los casos en los que colectivamente se estime necesaria una acción de corte punitivo debe ajustarse a los valores de lo mínimo necesario, no renunciar a acompañar a quien agrede y partir de la idea de que se está actuando contra los efectos de la violencia, pero no contra sus causas.
Un feminismo que trabaja para ampliar nuestra capacidad de agencia, nuestro poder de decisión, que apuesta para ampliar los márgenes estructurales e individuales de libertad y seguridad por las mujeres, pero sabiendo que la vida es insegura y que la seguridad total es imposible y puede ser contraria a la libertad.
(Cristina Garaizábal)
La tendencia punitiva al particularismo, la atomización y la destrucción comunitaria es fruto de un feminismo esencialista e identitario que exige unidad y fidelidad a los axiomas internos. Situado en la inmovilidad y en la imposibilidad de crítica interna, este feminismo establece la censura y las acusaciones en complicidad con “el enemigo” como estrategias para neutralizar a las personas que disienten de las posturas más hegemónicas. Todo ello no solo acaba justificando las purgas internas y excluyendo a las partes más vulnerables del grupo de “mujeres” como las trabajadoras del sexo o las mujeres trans, sino que además se acaban sosteniendo mensajes, lemas y análisis poco rigurosos. Esto añadido a los juicios sumarios respecto a las vidas de lxs compañerxs debido al abandono de las luchas estructurales y transversales en pos de un feminismo como “forma de vida” favorece la pérdida de la potencia transformadora de las estrategias feministas.
Cómo dice la filósofa argentina Moyra Pérez, “personalmente me interesa más pensar en cómo sería un sistema de justicia organizado en torno a la equidad y la justicia social para todas las personas, más allá de su género, pero teniendo en cuenta el género como un factor –entre otros– de injusticia y opresión”. Y en eso estamos muchxs de nosotrxs, en pensar cómo sería un modelo de acompañamiento a las víctimas de las violencias que no las someta a los duros escollos de los procesos penales y que no vaya en contra de aquello que es importante para todxs. Escapa al objetivo de este artículo enumerar las estrategias que activistas y profesionales estamos desarrollando para aplicar una perspectiva antipunitiva, compleja e interseccional en nuestra labor de acompañamiento a las violencias de género. Así como justificarnos del supuesto amparo en la teoría, principalmente cuando esta teoría surge de la lucha cotidiana por mitigar el dolor y los efectos negativos que el punitivismo tiene sobre las víctimas. Todo ello escapa a los objetivos de este artículo… quizás en el próximo.
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Laura Macaya es experta en atención directa y diseño de políticas públicas en materia de violencias de género. Forma parte del colectivo “Proyecto X”.
La política y los métodos que hoy elegimos para combatir la violencia patriarcal, la forma en que proponemos castigar, controlar, punir o resolver los hechos de los que las mujeres son víctimas en esta sociedad capitalista-patriarcal, no pueden estar en oposición a la sociedad...
Autora >
Laura Macaya Andrés
Experta en atención directa y diseño de políticas públicas en género y feminismos. Forma parte de Genera, asociación en defensa de los derechos y libertades sexuales y de género.
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