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En la escuela ya no nos hablaban de Dios. Bueno, un poco. Lo intentaban. Pero era un discurso vacío. Un mero formalismo. Había muchos más. Consistían en palabras y tonos, que aludían a las reglas de la vida, la política, la honestidad. En general, cuando emitían esas palabras, las veías venir, y te daba tiempo de apartarte. O de disimular. La escuela es, de hecho, el primer y más dilatado punto de contacto con los formalismos. No son la época. Son, básicamente, el Estado. El Estado no es la vida. Es otro sitio. Inhóspito, inhumano, la locura. Como la locura, posee palabras que no significan lo que aparentan. Visto así, todo este esfuerzo lingüístico de las escuelas parece poco y desorganizado. Y, en efecto, es algo desorganizado. Pero no es poco. Es algo que sucede cada día y durante años. En la escuela, de hecho, aprendes a hacer oídos sordos y esquivar todos esos formalismos huecos con cierto virtuosismo. Si no lo haces, estás perdido. Había compañeros que no se escabulleron, y creyeron que todo aquello que nos decían era cierto, realidad, las reglas del juego. No lo eran. Eran atrezzo, normas para ser pronunciadas, pero no para ser cumplidas. Hubo otros que, todo lo contrario, plantaron cara a todo aquel absurdo. De una forma u otra, fueron aplastados. A mí, concretamente, me resultó facilísimo zafarme de todas aquellas palabras inútiles. Tenía cierta habilidad. Aún la tengo. En ese sentido, recibí una gran educación. La educación del quiebro, del recorte. Del absentismo denso y profundo. Sobre todas aquellas palabras gastadas formé las mías. Las mías eran reales. Aludían a cosas útiles. Hablaban, básicamente, de igualdad. Creaban mecanismos discretos para que el mundo no fuera una selva. Y, si lo era, para reconocernos en ella, y cambiar la herida de la fiera por –aún no sabía que era otra herida– el beso. Funcionó. O, mayormente, funcionó. Las creadas fueron palabras útiles. Las pronunciabas en el trabajo, en la mesa, o en otra boca, y brillaban y explicaban un sentido secreto, de pronto revelado. Esas palabras eran explosiones. Tras cada una de esas explosiones, que nadie veía, nuestros ojos se cruzaban y, por fin, hablábamos, y creábamos sentido donde no lo había. Por eso mi desesperación es absoluta, mi cerebro y pecho se quiebran, cuando comprendo que en las escuelas, hoy, se explican esas palabras secretas, tan costosamente creadas, y que nos hicieron libres. Si las explican, si incluso castigan por ellas, es que esas palabras ya no significan nada. Son formalismos. Lo inexistente. Normas para ser declaradas, pero no para ser cumplidas. Atrezzo. Lo inhóspito. El Estado. Ha descubierto esas palabras. Nos las ha quitado. Las está quemando. Los niños aprenderán a evitarlas. No tardarán. O estarán perdidos. Tal vez ya han aprendido. Tal vez ya lo hacen.
En la escuela ya no nos hablaban de Dios. Bueno, un poco. Lo intentaban. Pero era un discurso vacío. Un mero formalismo. Había muchos más. Consistían en palabras y tonos, que aludían a las reglas de la vida, la política, la honestidad. En general, cuando emitían esas palabras, las veías venir, y te daba tiempo de...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo) y de 'Caja de brujas', de la misma colección. Su último libro es 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama).
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