
Marine Le Pen, durante el congreso del Frente Nacional en Lille. Marzo 2018.
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En estos últimos años asistimos a una “gran confusión bajo el cielo”, como se supone que dijo el camarada Mao. En este caso sobre quién controla el mundo. No sabemos si eso vuelve a estos tiempos “interesantes”, como sigue la supuesta cita del líder chino, pero sí que están atiborrados de zozobra. Estamos inmersos en una suerte de juego de espejos. Para el progresismo, la extrema derecha es el nuevo fantasma que recorre el mundo, mientras que, para las nuevas derechas radicales, es la izquierda la que viene ganando todas las batallas.
Esto está generando una ansiedad cruzada que impide un debate político racional y termina por construir realidades paralelas, “alternativas”. E incluso, cierta esquizofrenia.
Nos reímos del nuevo anticomunismo zombie de la derecha. Pero, ¿hasta dónde nuestro antifascismo también lo es? Precisando mejor: no es que los avances de las extremas derechas no sean inquietantes (de hecho, escribí un pequeño libro sobre rebeldías de derechas, tema que me parece central en el mundo en que vivimos) pero, ¿actuamos verdaderamente como si el fascismo fuese un peligro en el corto o mediano plazo? Dicho más brutalmente, ¿nos creemos nuestros propios discursos sobre la “amenaza fascista”?
En Francia, donde la extrema derecha acaricia electoralmente el poder, los votantes de izquierdas han concentrado el voto en la Francia Insumisa, mediante el llamado “voto estratégico” y poco más. Es cierto que esto casi alcanzó para desplazar a la extrema derecha de la segunda vuelta, pero también lo es que Marine Le Pen –una vez en el balotaje– obtendrá el apoyo de casi la mitad del electorado francés (si hubiera pasado Mélenchon, de hecho, habría debido hacer una campaña para seducir a parte del 30% que votó por las fuerzas de la derecha radical). También en España parece haber un gran hiato entre el “viene el lobo” –un lobo que ya entró al Gobierno en Castilla y León– y las acciones concretas del mundo progresista para hacerle frente.
Hay algo de zombi en el antifascismo en la medida en que estamos ante el desafío de una extrema derecha que no es el fascismo. La dinámica de tensionamiento del sistema democrático-liberal por las fuerzas de extrema derecha convive con su propia adaptación a él. Una suerte de síntesis orbanista, de guerra de guerrillas ideológica y cultural de tipo reaccionario con la Unión Europea (un “exit” soft) junto con regresiones institucionales “iliberales”. Algunos de estos efectos ya están “descontados” en Francia más allá de quién gobierne: la teoría conspiranoica del “gran reemplazo” –del pueblo y la civilización franceses por no blancos– ya es parte del discurso público, así como las condenas al supuesto “islamoizquierdismo” y la histeria sobre el separatismo islámico, además de diversas declinaciones del “suicidio francés”. El propio Gobierno de Macron tomó algunas de estas banderas y el ministro del Interior llegó a acusar de “demasiado blanda” a Le Pen sobre el islam.
La extrema derecha, por su parte, insiste en que el progresismo controla el mundo. Allí está Rosa Díez “organizando-la-resistencia”, desde las catacumbas del programa de Jiménez Losantos, contra la nueva inquisición. En Francia, hay una verdadera obsesión con la cultura woke, un término estadounidense para dar cuenta de la conciencia sobre las injusticias raciales y sociales importado claramente sin su contexto.
Y no se trata solo de la cultura. También la izquierda controlaría ya las grandes empresas, las únicas instituciones “no izquierdistas” que quedaban. “Las grandes empresas ya no son nuestras aliadas”, dijo el senador Marco Rubio en la última Convención de los nacional-conservadores estadounidenses. Se refería sobre todo al apoyo, al menos formal, de muchas grandes corporaciones al movimiento Black Lives Matter (las vidas negras importan), así como a las protestas de esas empresas contra la manipulación de los distritos electorales y la discriminación de los electores negros en los estados gobernados por los republicanos.
Incluso las petroleras estarían ya cooptadas por la cultura progre. “Evidencias” a la carta: Shell Oil patrocinó en Houston una charla sobre la experiencia afroamericana de la periodista negra Nikole Hannah-Jones, autora y promotora del controvertido Proyecto 1619, una empresa historiográfica y periodística que llama a reconocer la centralidad de la esclavitud y del racismo en la historia de Estados Unidos. Hasta la emblemática Halliburton organiza charlas de directores generales sobre diversidad, respeto e igualdad. “Dick Cheney se va a poner enfermo cuando se entere de lo izquierdista que se ha vuelto la cultura corporativa de su antigua empresa”, escribe un columnista de The American Conservative.
Esto es curioso, porque en estos tiempos cualquier reunión o cónclave de izquierdas suele dar lugar a escenas de lamentación catártica y autoflagelaciones cuasimonásticas. Al clásico discurso de la derrota se le suman a menudo las quejas por lo poco que “se puede” cuando se ganan las elecciones. Los discursos de izquierdas no transmiten precisamente la convicción de tener el viento de la historia en las velas. “Nos gustaría, pero ya no podemos”, se titula uno de los artículos centrales de Le Monde Diplomatique de enero pasado. Más allá de los buenos resultados urbano-populares de Mélenchon el pasado 10 de abril, la izquierda siente que no pudo; y que quedó obligada a elegir entre “neoliberalismo autoritario” y “neofascismo”. Incluso no hay garantías de que el capital electoral acumulado por la France Insoumise, con su modelo de organización anarco-cesarista, no se disperse en las legislativas de junio.
Se podría decir que esto es comprensible en Francia, donde la izquierda tradicional viene en un largo proceso de declive (el Partido Socialista obtuvo 1,7% en la última elección y el Partido Comunista el 2,3%). Pero incluso en Chile, donde una ola de impresionantes movilizaciones sociales auparon a un presidente de izquierdas treintañero con una masa histórica de votos, la certeza es que se va a poder “poco”. Y la sensación es que no se pudo con las nuevas fuerzas, ubicadas a la izquierda de la socialdemocracia y leídas en clave populista, como Syriza, Podemos o el corbynismo.
En general, predomina la impresión de que las derechas “no convencionales” están ganando la batalla por el sentido común en un Occidente otra vez en “decadencia” y que el capitalismo globalizado es indomesticable. La izquierda parece cada vez más amargada. Ahora trata de extraer del “antifascismo” una épica imposible. Si lo que hay enfrente no es un nazi-fascismo del siglo XXI, sino una suerte de “orbanización” de Europa junto con la “normalización” de la extrema derecha, ¿por dónde pasa el rearme político-ideológico de la izquierda?
Quizás estemos en un momento en el que ni la izquierda ni la derecha entienden (ni aceptan) el capitalismo realmente existente y presenciemos un nuevo tipo de indignación, diferente de la de 2011. El escritor conservador Ross Douthat habla de una “decadencia sostenible”, producto de la combinación de grandes riquezas y dominio tecnológico, estancamiento económico, parálisis política, agotamiento cultural y declive demográfico.
Puede ser que exista algo como un “neoliberalismo progresista” (Nancy Fraser) que tensiona a ambos lados de la frontera ideológica y genera cruces y “confusionismo”, pero esa etiqueta parece quedarse corta. El discurso progre crece, en efecto, en espacios de elite globalizada mientras la desigualdad –y la precariedad– aumentan; quienes están arriba se enriquecen más gracias a las rentas que a la innovación y quienes están abajo no pueden escalar más allá de sus posiciones. Es visible también una suerte de hipsterización del progresismo (incluidas las nuevas identidades LGBTI y parte de las ambientalistas) y un alejamiento de los “de abajo”. La rebelión de los chalecos amarillos en Francia evidenció muchas de estas tensiones, que volvieron a emerger en el crecimiento electoral de Marine Le Pen.
En ese sentido, más que ante una “reacción conservadora” quizás estemos, como intenté argumentar en un artículo reciente, ante una disputa por el inconformismo social.
Es curioso que estos días salgan varios artículos y consignas del tipo: “No, el programa económico de Marine Le Pen no es de izquierda”, “No, Marine Le Pen no es gay friendly”; “No, Marine Le Pen no es aliada de los sectores populares”, “No, Marine Le Pen no es feminista”… no es difícil dejar eso en evidencia (¿o sí?), pero que los críticos de Marine tengan que hacer el esfuerzo de demostrarlo ya es una gran victoria ideológica para la extrema derecha desdemonizada. Nadie escribía este tipo de cosas sobre su papá Jean-Marie Le Pen; él era un facha y punto. Pero Marine (ahora a menudo solo usa su nombre de pila en la campaña) entendió el juego y recuperó la consigna esgrimida contra la extrema derecha y llama a “faire barrage” (barrera, cordón) a “otros cinco años de desolación social y desestructuración nacional” de Emmanuel Macron… habla también del pueblo contra la casta y lo megarricos. Y algunas de estas cosas suenan en esta península, aunque de manera más incipiente.
De manera provisoria, podríamos desagregar la corriente social que lleva a un crecimiento de las extremas derechas –en el plano electoral, pero sobre todo de las sensibilidades– en cuatro “tipos ideales” de tendencias que se interrelacionan y a veces chocan entre sí (como la cuestión del estatismo/antiestatismo):
– Antiprogresismo: rechazo a un progresismo declinado como buenismo y denunciado como hipócrita porque sus impulsores supuestamente “no viven como predican” y buscan cercenar libertades mediante nuevas inquisiciones (“No nos dejan decir nada, comer nada, hacer nada….”) y en líneas generales “desordena” la sociedad más de lo que ya está (por ej. con la “ideología de género”). Hoy la élite progre le estaría haciendo la vida imposible a las “personas comunes” y todo podría leerse bajo ese prisma. (A veces, hay que decirlo, las formas autoparódicas que asume el progresismo, les ayudan bastante a las derechas).
– Antiglobalización: el antiglobalismo como repliegue nacional, incluso en clave étnico-racial y organicista, con los sospechosos de siempre detrás de la supuesta expansión globalista, con Soros a la cabeza. (El movimiento alterglobalización progresista casi ha desaparecido y toda la crítica a “Bruselas” viene de la derecha).
– Libertarismo: rechazo al Estado, defensa de la “libertad”, “ideología” de las criptomonedas/economía de plataformas, el rechazo a los impuestos; todo eso condimentado con algo de capitalismo heroico randiano estilo Rebelión del Atlas. (La izquierda perdió/cedió en gran medida la bandera de la libertad).
– Inconformismo social: rechazo a la casta política, cuestionamientos a la precarización de la vida social pero sin “principio de esperanza”, lo que aumenta el resentimiento y sus efectos, incluida la conspiranoia. (Indignación desacoplada de la idea de emancipación).
El problema, en mi opinión, es dónde pararse para resistir estas tendencias. Y, vinculado con esto, un problema de coherencia política: ¿qué hacemos con nuestros propios “iliberales”?
Si el problema es la democracia y los derechos humanos, el régimen bolivariano en Venezuela –ni hablar del nicaragüense– ha avanzado mucho más que el húngaro de Viktor Orbán en su degradación, lo que se suma a una profunda regresión económica y social. Más soft, el intento de reelección de Evo Morales, tras un referéndum que le dijo “no”, casi no fue cuestionado en la izquierda global. Más tarde, su derrocamiento reaccionario pareció cancelar toda discusión, aunque, como presidente del MAS, Evo siga insistiendo en que el poder una vez conseguido no se devuelve. “No estamos en la Casa Grande del Pueblo [palacio de gobierno] de inquilinos, no estamos de paso, nos vamos a quedar para toda la vida” –dijo el 29/3/2022, en ocasión del 27 aniversario del MAS, que preside desde su fundación, mientras prepara su postulación para 2025–. Durante una visita a Bolivia en la que recibió la máxima condecoración del país, Morales pidió al “hermano Teodoro Obiang” la receta para ganar elecciones con el 90% de los votos. Como si esa receta fuera un secreto.
La invasión de Ucrania ha reactualizado estas cuestiones. Maduro organizó recientemente la Cumbre Internacional contra el Fascismo (para conmemorar el vigésimo aniversario del golpe de Estado contra Hugo Chávez), de marcado carácter pro-Putin.
El dirigente comunista chileno Daniel Jadue, derrotado por Boric en las primarias, hizo acto de presencia: desde Caracas, elogió a las FF.AA. bolivarianas y denunció la violación de los derechos humanos… en Chile. Nicaragua envió una delegación portadora de un mensaje de la “vicepresidenta compañera Rosario Murillo”, encabezada por el expolicía Francisco Javier Bautista Lara, quien habló de Rubén Darío y Gabriele D’Annunzio pero no, obviamente, sobre los presos políticos en su país: entre los encarcelados por el régimen de Ortega-Murillo está la excomandante sandinista Dora María Téllez, condenada a ocho años de prisión por “conspiración” para menoscabar la integridad nacional. Evo Morales, por su parte, habla de Rusia como aliada de los pueblos incluso –o más aún– después de la invasión. Juan Carlos Monedero, según el diario El Mundo, habría dicho en Caracas que “Putin en Europa financia las fuerzas de extrema derecha, como Vox, Trump, Le Pen... Pero en América Latina la posición de Rusia es favorable al pueblo soberano. Estamos en un mundo muy confuso”.
Se podría despachar rápidamente estas cuestiones, de manera normativa, señalando que tales y cuales “no son de izquierdas”. Pero eso no nos llevará muy lejos. En todos los espacios donde interactuamos hay diversas posiciones sobre estos problemas y no escasea nuestro propio “iliberalismo”, si vale el término para caracterizar los retrocesos democráticos (debemos hacernos cargo de nuestra familia). De las respuestas que encontremos a estas tensiones dependerá, posiblemente, parte de nuestra eficacia para contrarrestar –en lugar de potenciar– el “confusionismo” actual. Pero también para salir de este estado de ánimo melancólico y de la sensación de que la izquierda es más pasado que futuro.
Como sostuvo el politólogo Rémi Lefebvre, la crisis de la izquierda parece tener más que ver con un problema de oferta que de demanda… y eso sin duda nos interpela como comunidad comprometida de lectura y escritura compartidas.
Pablo Stefanoni
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En estos últimos años asistimos a una “gran confusión bajo el cielo”, como se supone que dijo el camarada Mao. En este caso sobre quién controla el mundo. No sabemos si eso vuelve a estos tiempos “interesantes”, como sigue la supuesta cita del líder chino, pero sí que están...
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Pablo Stefanoni
Periodista e historiador. Investigador asociado de la Fundación Carolina. Autor de '¿La rebeldía se volvió de derechas?' (Clave Intelectual/Siglo Veintiuno, Madrid, 2021).
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