JUAN VICO / ENSAYISTA
“Cuantas más horas vivimos como espectadores, menos significa este término”
Esther Peñas 28/05/2022

Juan Vico.
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El cine como lugar simbólico donde los fantasmas, miedos, ilusiones y deseos de los espectadores danzan en un ritual que participa tanto de lo onírico como de la vigilia; el cine como el regreso a la mágica trinchera que nace en las cuevas de Chauvet, Altamira o Lascaux para rescatar la caverna platónica, los espectáculos de sombras chinescas, las linternas mágicas, los dioramas decimonónicos. Juan Vico (Badalona, 1975) reflexiona en La fábrica de espectros (Wunderkammer) a propósito del papel del cine hoy en día, asediado por un consumo bulímico de series y otros productos audiovisuales. ¿Cómo nos interpela el medio en el que se expresaron Buñuel, Fellini, Tarkovski?
El cine, a su juicio, siempre se ha bandeado entre lo fabril y lo febril. ¿Que se inclinara de uno u otro lado –sabiendo que nada hay en estado puro– dependía de la personalidad del director, de la necesidad económica de los productores, del gusto del público…?
Dependía de un cúmulo de factores entre los que el económico ha sido el predominante. El cine, más que ninguna otra forma de expresión, se desarrolló a partir de dinámicas industriales. Hacer una película siempre ha sido muy caro, y toda inversión busca beneficios, claro está. Al mismo tiempo, el cine no ha dejado de ofrecernos miradas originales sobre el mundo. Lo creativo y lo lucrativo han mantenido una tensión apasionante durante un siglo y cuarto, que ha puesto en juego no solo la tozudez de empresarios y artistas, sino también las necesidades y los gustos de cada época. Pero no son siempre excluyentes: incluso lo revolucionario ha sido, en ocasiones, comercial.
“La historia del cine se sostiene en una búsqueda constante del asombro”. ¿Somos, a día de hoy, menos impresionables que antes? ¿Podemos fascinarnos como se fascina Ana Torrent en El espíritu de la colmena al contemplar la pantalla?
Antes de las pantallas domésticas, el contacto del público con la imagen filmada era ocasional, de modo que la fascinación estaba garantizada casi al margen del contenido de esa filmación. Hoy es imposible lograr un asombro de ese tipo, nuestra exposición a lo audiovisual es constante, así que tenemos que buscar otras formas de deslumbramiento. Hay una reserva de asombro, creo, en la constatación de que no todas las imágenes son iguales. Si ya no es posible la fascinación ingenua, infantil, nos queda al menos la fascinación crítica: hay un placer indiscutible en constatar que, a pesar del hartazgo, ciertos planos, ciertas escenas, ciertas historias siguen asombrándonos.
En relación a esto, ¿qué se necesita para fomentar “una mirada dispuesta a fascinarse más allá del omnipresente utilitarismo”?
Se necesita reflexión, diría yo, darnos cuenta de que toda imagen es muchas cosas al mismo tiempo; entre ellas, la heredera de una tradición que comienza en 1895. Nuestra mirada está empachada de imágenes, pero ese empacho se debe tanto a la cantidad de estímulos audiovisuales como a su uniformidad. Ocurre lo mismo con la música: tenemos acceso a casi toda la música del planeta, y en cambio seguimos escuchando masivamente una parte muy reducida de ella, como en épocas donde no había más prescriptores que la radio o la televisión. No es una cuestión de militancia ni de filias, sino de curiosidad.
¿Hay margen para soñar en esta sociedad hiperrealista sobresaturada de estímulos?
Y tanto. Cuanto más hiperrealista es la imagen audiovisual, más nos convencemos de que la línea entre el mundo y nuestra idea del mundo es muy difusa, una región inestable. Será apasionante ver cómo la tan postergada realidad virtual pasa por fin a formar parte de nuestra vida cotidiana. En este sentido, tengo la impresión de que por muy útiles y divertidas que sean las experiencias inmersivas que nos esperan, vamos a seguir necesitando también la distancia que ha existido siempre entre el contador de historias y su oyente, entre el espectador y la pantalla.
En cine, ¿lo de más, o lo más importante, es el tema, el argumento?
El tema, en cualquier disciplina estética, es solo un punto de partida: no se hacen obras valiosas por el interés intrínseco del tema, sino por su tratamiento. Lo argumental ha primado en el cine, pero comenzó a hacerlo después de muchos devaneos. El narrativo no era el camino que al principio se asoció con las posibilidades del nuevo medio, o no de forma exclusiva. Esta cuestión, como comento en el libro, me parece hoy de especial relevancia, ya que el material audiovisual que consumimos en redes sociales como Instagram o TikTok y en plataformas como YouTube es con frecuencia muy poco narrativo, y recuerda en ciertos sentidos a las primitivas grabaciones de los pioneros del cine.
El material audiovisual que consumimos en redes sociales como Instagram o TikTok y en plataformas como YouTube recuerda a las primitivas grabaciones de los pioneros del cine
Si los Lumière constatan el paso del tiempo y Méliès lo manipula, ¿no queda otra que escoger entre lo positivista y lo idealista?
La distancia entre ambas concepciones es bastante caprichosa, un lugar común de la literatura sobre cine, empeñada en asociar a Méliès con la ficción y a los Lumière con el documental. Pero no hay nada más positivista que las ciencias aplicadas, es decir, lo que hacía Méliès con sus fantásticos trucajes, ni nada más idealista que querer atrapar el tiempo como los Lumière.
¿Hay modos diferentes de hacer cine dependiendo de si se trata de ellos o ellas?
Por fortuna, los historiadores están destapando la historia oculta del cine hecho por mujeres, y demostrando que, a pesar de las dificultades con las que se encontraban, son mucho más numerosas de lo que cualquiera podría suponer. No sé si una mujer o un hombre hacen películas diferentes solo por el hecho de serlo… Lo importante es que la condición de cada uno no sea nunca un impedimento para expresarse como cineasta o como cualquier otra cosa.
¿Hasta qué punto ha sido el cine definitivo para entender al hombre moderno?
El cine es la forma de expresión propia del siglo XX, y sus herederos, el resto de formatos audiovisuales, se han adueñado por completo de las preferencias del público en lo que llevamos del XXI. Es imposible entender el mundo sin su correlato audiovisual, y más hoy en día, cuando gran parte de nuestra actividad cotidiana se desarrolla dentro de una pantalla.
El cine ha sido prescriptor de casi todos los órdenes de la vida. ¿Quién lo ha sustituido a día de hoy?
El cine ha sido integrado a la fuerza en eso que llamamos “el audiovisual”, un ecosistema superpoblado en donde ya no ocupa el centro. Sigue ofreciéndonos posibilidades que otros medios audiovisuales no atienden, pero como prescriptor tiene las de perder. Los influencers han llevado al extremo la fantasía de que podemos estar al otro lado de la pantalla, así que son los prescriptores ideales, pues revisten sus estrategias comunicativas de un falso barniz democrático.
“Si las fronteras entre lo ocurrido y su glosa resultan más inciertas que nunca”, ¿cómo detectar el engaño? ¿Es posible escapar de él?
Es placentero ser engañado, siempre que uno lo quiera. El problema es que la dimensión publicitaria de la imagen se ha extendido mucho más allá del mundo de la publicidad. Respecto a los vídeos protagonizados por influencers, por ejemplo, ya se está regulando legalmente la abundante publicidad que encubren; pero este es un caso extremo y literal, lo publicitario, en un sentido más metafórico, atraviesa nuestro mundo de imágenes uniformes y efímeras. Consumimos películas, series y vídeos de forma compulsiva, sin permitirnos el lujo de que nos permeen, de que nos hagan crecer como individuos. Ese es el engaño más cuestionable, el que nos lleva a pensar que todas las imágenes merecen un mismo mísero grado de atención; que ya no hay, en definitiva, imágenes relevantes porque todas pretenden serlo o dejar de serlo por igual.
¿Cómo es posible esta necrofilia postmoderna, este “suministro inacabable de lo mismo” que no cesamos de consumir? ¿Puede el cine escapar de la narcosis audiovisual?
Me parece muy llamativo que en tantos ámbitos de la sociedad aboguemos por la diversidad, la disensión, la diferencia y que, en cambio, nos prestemos a un consumo indiferenciado de productos audiovisuales. No se trata de ser elitistas, ni mucho menos, sino de no bajar la guardia crítica. Estamos muy pendientes de la agenda temática, pero se nos olvida que los modos y formatos en que nos llegan esos contenidos forman también parte del mensaje, son puro posicionamiento ideológico. La multiplicación de las posibilidades de acceso a la información conduce a menudo a su uniformidad, y esto es lo triste, perderse tantas posibilidades, tantas formas diferentes de mirar y de ser mirado. Diría que cuantas más horas vivimos como espectadores, menos significa este término. Pero tampoco se trata de hacer recaer en el cine misión alguna.
La multiplicación de las posibilidades de acceso a la información conduce a menudo a su uniformidad, y esto es lo triste
Hay, me parece, un extraño sinsentido en el hecho de que a la gente le cueste mantener su atención dos horas en algo –una película–, pero, en cambio, sea capaz de tragarse (el verbo es intencionado) cuatro episodios seguidos de la serie de moda. ¿De qué manera han cambiado nuestros hábitos audiovisuales?
Lo hay, sin duda. La división en episodios no muy extensos otorga al espectador una evidente sensación de poder: uno es quien decide cuántos capítulos va a ver en cada sesión, mientras que una película estamos “obligados” a verla en su solo bloque. Un poder falso, pues el objetivo primordial de la mayoría de series es lograr que al final de cada episodio no podamos resistirnos a consumir el siguiente. Y funciona. Narrativamente hablando, es un atavismo que procede de la novela por entregas del siglo XIX. ¿Para qué se dividían los folletines en capítulos no cerrados argumentalmente? Para que los lectores compraran el siguiente número del periódico, claro. Es una estrategia que busca ante todo la adicción. Así que, en efecto, nuestros hábitos han cambiado, pero las herramientas que nos inducen al consumo son viejas conocidas.
¿Las series acabarán fagocitando el cine?
No lo creo, del mismo modo que ni la televisión ni los videojuegos acabaron con él. De hecho, muchos espectadores y críticos te dirían que la distinción entre cine y series no tiene mucho sentido… Las series, salvo excepciones, son las herederas de la narración más clásica. Además, han devuelto al primer plano un modelo creativo donde el equipo de producción tiene un peso específico muy similar al de la industria cinematográfica tradicional. Lo bueno es que, al ser un negocio lucrativo, da trabajo a muchos profesionales del sector. Pero es en cierto cine donde seguimos encontrando más riesgos formales, mayor atrevimiento, al menos por el momento. Quizás la producción masiva de series ha resuelto también una vieja frustración del cine: la de poder contar argumentos extensos, llenos de subtramas y meandros narrativos; las adaptaciones de novelas al formato estándar de largometraje siempre han tenido muchas limitaciones, en este sentido.
En general, ¿qué tal nos llevamos con los espectros que pueblan las pantallas, tan conocidos para nosotros?
Somos nosotros, así que tenemos que llevarnos bien por necesidad. Un fantasma es el rastro de algo que existió, un tiempo fuera del tiempo. Una grabación es una serie de imágenes y de sonidos atravesados por la misma paradoja. El cine siempre ocurre en pasado, es un pasado disfrazado de presente. Los primeros espectadores se percataron enseguida de que lo que aparecía en la pantalla era y no era su mundo, una especie de sombra desgajada del objeto que la había provocado. Seguir buscando esa grieta en las imágenes que nos rodean nos permitirá seguir viéndolas como algo más que un simple reclamo.
El cine como lugar simbólico donde los fantasmas, miedos, ilusiones y deseos de los espectadores danzan en un ritual que participa tanto de lo onírico como de la vigilia; el cine como el regreso a la mágica trinchera que nace en las cuevas de Chauvet, Altamira o Lascaux para rescatar la caverna platónica, los...
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