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DERRIBAR EL PATRIARCADO

Feminismo y movimientos LGTBIQA+, juntos contra los poderes fascistas

No es el momento de dispersarnos en nuestros propios rincones identitarios aferrándonos a una agenda a expensas de otras. Tenemos que unirnos en un movimiento más contundente y poderoso

Judith Butler 22/03/2023

<p>Manifestación del 8-M en Valencia.</p>

Manifestación del 8-M en Valencia.

Nicolas Vigier

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¿Qué feminismo podemos hacer juntas?

Para responder a esta pregunta necesitamos saber qué feminismo hemos hecho hasta ahora, y quizás también quiénes integramos ese “nosotras”. Yo diría que en los últimos años, y a pesar de algunas derrotas, hemos hecho un feminismo inteligente y feroz, representado por muchos colectivos feministas que se distinguen porque leen, se conectan con mujeres y aliados de toda la sociedad, salen a la calle, cambian leyes e ingresan en las instituciones democráticas mientras tratan de hacerlas más democráticas. Pero también actúan en la sociedad civil, e incluso más allá de ella para alertar sobre los límites de la política parlamentaria y exigir una transformación radical de la sociedad.

El feminismo en el que me reconozco es uno que pertenece tanto a la calle como al parlamento, que busca proporcionar infraestructuras de cuidado a quienes son pobres, apátridas, sin hogar o marginados, y lo hacen sin condescendencia. El feminismo actual también está representado por lideresas que tratan de usar el poder de otra manera, que están dispuestas a utilizar su poder, pero al servicio de una justicia que no es vengativa, de una justicia que es más colectiva que individual y que no se distancian de los movimientos que las han llevado al poder. Así, frente a un ataque masivo de la derecha, global en su alcance y fuerza, veo a las feministas sublevarse en el espacio público, en las instituciones religiosas y educativas, en los campos del derecho y la política, pero también en las instituciones culturales y los servicios públicos, para insistir en la libertad y la igualdad.

El feminismo en el que me reconozco es uno que busca proporcionar infraestructuras de cuidado a los marginados

Lo que parece más esperanzador son las alianzas inteligentes y cuidadosas que se establecen entre mujeres y aliados, que quizás no sabían que eran feministas, pero que se han dado cuenta de que pueden sumarse a un movimiento que los invita. Entonces, el movimiento feminista poderoso es el que es inteligente, feroz, abierto y expansivo. Es expansivo no como un poder imperial; no está conquistando territorio, sino expandiendo su territorio, sin fronteras y contra ellas. Es un feminismo poderoso, pero no como el poder patriarcal o aquellos que buscan ocupar posiciones de poder para dominar. No, en su pensamiento y en su acción distingue la violencia del ejercicio del poder. Es poderoso, no solo porque está dispuesto a tomar el poder, sino porque puede pensar y actuar aliándose y llevando adelante acciones a través de un proceso colaborativo y pensando a través de una deliberación colectiva. Recordemos cuán importantes han sido los parlamentos fuera de los parlamentos –los no oficiales– para aquellos países que están saliendo de una dictadura. En esos momentos de transición, cuando los dictadores y los autócratas fracasan, la gente se encuentra en la calle afirmando la libertad, debatiendo cómo podrían ser sus vidas futuras. Estos son los parlamentos que surgieron en toda Argentina cuando cayeron las dictaduras o las concentraciones de personas frente a los edificios del gobierno en Chile, las multitudes que se reúnen cuando la libertad de repente es posible. En esos momentos, la política está sucediendo. Es un acontecimiento, e incluso si comienza sin una estructura, empieza a construir una estructura. Y entonces la pregunta es si el espíritu de libertad se puede preservar en las instituciones que se construyen, si las instituciones pueden pertenecer a la gente, si todavía es posible la deliberación abierta y si las fronteras pueden abrirse para aquellos que necesitan cuidados básicos, refugio y sentido de pertenencia. Pero eso también significa luchar al lado de todos aquellos que han sufrido desalojos, cuyas posibilidades de conseguir y mantener un hogar, atención médica y educación, están limitadas por los poderes explotadores y extractivos del capitalismo –y de todos aquellos gobiernos y municipios que a sirven a los propósitos de este sistema–.

Los derechos por los que lucha el feminismo también son poderes. Pero cuando luchamos por el poder, no luchamos por el derecho a ser violentas. No, el poder que queremos y el poder en el que nos convertimos depende de las alianzas que establecemos con aquellos conocidos y desconocidos, aquellos cuyas vidas nos son familiares y aquellos que están aún por conocer. Nuestras alianzas no crean familias, sino colectividades emergentes que recuerdan que están luchando contra la violencia, ya sea la violencia doméstica, la violencia policial, y sus violaciones y asesinatos, o la violencia que producen instituciones como las cárceles y las estructuras securitarias de las fronteras.

Los derechos por los que luchamos no son solo derechos individuales, aunque a veces lo parezca, como cuando decido qué hacer con mi cuerpo. Pero incluso el derecho al aborto, por personal que sea, es ejercido por quien decide pero también en nombre de todas aquellas que no pueden decidir y en solidaridad con ellas. Los derechos deben entenderse como poderes compartidos. Los antifeministas creen que nos preocupamos solo por problemas individuales o cuestiones identitarias, porque no escuchan con suficiente atención. Pero estamos redefiniendo y rehaciendo los fundamentos de la democracia de manera radical: libertad, igualdad y justicia.

El feminismo es una filosofía y una política de la libertad: esa libertad incluye, por supuesto, el derecho a participar en las estructuras de poder existentes, pero también el impulso de transformarlas, especialmente si reproducen privilegios raciales y de clase. El feminismo es una filosofía y una política de la igualdad, pero no de una igualdad abstracta, porque para luchar por la verdadera igualdad primero tenemos que entender todas las maneras –tanto evidentes como sutiles– en que se materializa la desigualdad y la subordinación; y de la justicia, nadie lucha nunca solo por la justicia. Luchar por la justicia significa llegar a ser más de uno. Implicarse en la lucha por la justicia ya es haberse unido a otros, estar actuando para uno mismo y para los demás, y construir esos lazos por encima de nuestras diferencias y, a veces, de nuestros antagonismos. Se trata de una lucha permanente, perpetuamente renovada, que implica tomar partido, incluso teniendo que soportar la cólera de los patriarcas, o la indiferencia y el desdén de los centristas. Así, solo podemos continuar con esta lucha si encontramos formas de revitalizarnos, dándonos vida unos a otros en el curso de la acción, fortaleciendo nuestro sentido de la libertad al acompañarnos y actuar libremente juntos. El mundo que queremos construir es el que ya estamos construyendo. Está ahí, en lo que hacemos, porque no cometemos injusticias en nombre de un mundo justo. En nuestras acciones, en el presente, encarnamos el mundo en el que queremos vivir; juntas, estamos dando lugar a ese mundo.

Para que la solidaridad feminista sea lo más fuerte posible no puede imponer una agenda desde los centros urbanos del norte

Por esta razón, tenemos que permitir que nuestras ideas actuales de solidaridad sean radicalmente trastocadas. Para que la solidaridad feminista sea lo más fuerte posible, tiene que ser transnacional y transregional y eso significa que no puede imponer una agenda desde los centros globales urbanos del norte. El feminismo no viaja de norte a sur, ni se inicia en los centros urbanos para alcanzar después los extrarradios de las metrópolis. Tenemos que llevar a cabo nuestras deliberaciones en todos los idiomas, pero también a través de marcos diversos. Eso significa dislocarnos de nuestras posiciones establecidas, de nuestros lenguajes, y abrirnos a un complejo proceso de aprendizaje: cómo se está haciendo feminismo fuera de mi tiempo y lugar, y qué tenemos que aprender de un encuentro transhistórico y transnacional con otros feminismos. La solidaridad no es amor. No siempre conlleva intimidad. Pero sí requiere del reconocimiento de que la opresión propia no es la única opresión, y que podemos –incluso como personas oprimidas– dar lugar a su vez a opresiones que nos vuelven injustas. El feminismo no necesita muros más fuertes para afianzar su soberanía. No, necesita ser desestabilizado por esas solidaridades que teme, pero que necesita. Porque no podemos discriminar a los demás mientras luchamos contra la discriminación que sufrimos. Por eso, el feminismo tiene que renovarse.

¿Cuáles son las principales luchas por la libertad? La lucha contra la violencia sexual. La lucha a favor de la libertad reproductiva. Sí, estas son centrales, pero tenemos que añadir también la explotación del trabajo de las mujeres migrantes; la oposición al racismo y al nacionalismo, ambos buscan mantener la supremacía blanca, la xenofobia y el poder patriarcal en el Estado, la familia y en las instituciones religiosas y educativas. No se puede separar con precisión la lucha contra los poderes patriarcales de la lucha contra los poderes racistas y fascistas y los regímenes autoritarios a los que apoyan. Así que el feminismo no puede convertirse en un grupo de presión entre otros grupos de presión. Forma parte de todo espacio crítico con el capitalismo, las condiciones de trabajo y la pobreza, la destrucción del clima –las políticas del agua, el aire y la contaminación medioambiental–; el racismo y la inmigración, el aumento del autoritarismo (invariablemente patriarcal), la pobreza, la sanidad y la educación.

Creo que el feminismo tiene que trabajar conjuntamente con una serie de movimientos que ahora están en el punto de mira de la derecha y los poderes fascistas y eso incluye a los movimientos LGTBIQA+, que integran, por supuesto, a los movimientos por los derechos y libertades de las personas trans. Los esfuerzos por volver a subordinar a las mujeres, por negar el derecho al aborto y por restringir o impedir la atención sanitaria y el estatus legal a las personas trans están todos conectados y, como feministas, cometeríamos una injusticia si nos separásemos de quienes están oprimidas por los mismos poderes que nos oprimen.

Los argumentos contra el aborto en EEUU, por ejemplo, insisten en que el Estado puede, y debe, limitar el derecho de cualquiera a abortar, dando a entender que las mujeres (reproductivas) han ido demasiado lejos al reclamar libertad para sí. El Tribunal Supremo se ha negado a aceptar que con el tiempo surgen nuevos derechos, y que la organización social de la sexualidad, el género, las relaciones íntimas y la libertad reproductiva deben reflejarse en la ley y en las instituciones sociales.

El marco legal que está surgiendo ataca la propia idea de nuevas formaciones históricas de libertad (e igualdad) y busca una restauración del orden patriarcal respaldado por la fuerza de la ley federal en EEUU. Además, las mujeres que quieren abortar son denigradas como agresoras o asesinas mientras se ataca la educación sexual en estados como Florida, Texas y Oklahoma, donde los profesores que enseñan género o sexualidad son acusados de abusos o adoctrinamiento, o mientras se denuncia por abuso infantil a los padres que buscan atención médica para sus hijos trans.

En Florida se debate la exclusión del propio término “género” de toda enseñanza. Aquí, como en otros lugares –Hungría, Polonia, Italia, el Brasil de Bolsonaro–, el ataque al derecho al aborto está vinculado a la preservación del poder patriarcal. ¿Y qué decir de la negativa a reconocer los derechos de las personas trans, su derecho a la atención sanitaria, incluido el aborto? En cada uno de estos casos, el campo de actuación del Estado se amplía a través de la erradicación de las libertades fundamentales, las que pertenecen a las mujeres, a las personas trans, a las personas LGTBIQA+, a los profesores y académicos, a los responsables políticos y a las legisladoras que trabajan para conseguir mayores libertades sociales y mayor igualdad.

El ataque al derecho al aborto está vinculado a la preservación del poder patriarcal

Recordemos que hace exactamente un año Putin declaró la guerra a Ucrania, y que uno de sus argumentos clave fue que Ucrania iba a importar a Rusia la “ideología de género”, una ideología que no sólo insiste en la igualdad de las mujeres, sino también en los derechos de las personas LGTBIQA+. Esta “gayrope” [de gay y Europa] que teme Putin ataca, según sus palabras, los “valores espirituales rusos”, lo que implica, por tanto, un ataque a la seguridad nacional rusa. No se trata de una traducción meramente cultural de lo que está ocurriendo en esta guerra, implica dar forma al espectro amenazante de una invasión feminista, queer y trans para conseguir movilizar a la gente a favor de la violencia y la expansión imperial. En otras palabras, todas estas cuestiones están vinculadas. Para que el feminismo consiga articular una alianza lo suficientemente fuerte como para contrarrestar estos ataques, tenemos que desarrollar una visión más capaz, más fuerte que la de los fascistas. Nuestra fuerza, nuestro poder está en esa alianza. Esa alianza fortalecedora es lo que somos. Es, si se quiere, nuestra identidad.

Ya que las fuerzas en ascenso del autoritarismo y el fascismo, el hipernacionalismo y el imperialismo, nos han agrupado para situarnos en la misma diana –como vemos en las tácticas del movimiento contra la ideología de género que ahora opera a escala mundial–, tenemos la oportunidad de aliarnos a partir de esa composición que elaboran nuestros enemigos. No es el momento de dispersarnos en nuestros propios rincones identitarios aferrándonos a una agenda a expensas de otras. Tenemos que unirnos en un movimiento más contundente y poderoso. Eso implica que las feministas se sumen a las personas trans, que los defensores del matrimonio gay se sumen a los que luchan por los bares y espacios comunitarios queer y trans, que la salud reproductiva esté en todas las agendas para todo tipo de mujeres y hombres y personas no binarias –incluidos los niños queer y trans–, al igual que deberían estar la protección contra el acoso y la violencia de género y sexual. Pero nada de esto será posible si no vemos que los más afectados por estas nuevas formas de privación de derechos son las personas de color pobres de los Estados “no libres” [los antiguos estado esclavistas del sur de EEUU]. Y tampoco podremos formar una coalición efectiva sin abogados inteligentes y radicales que puedan impugnar y detener los ataques legales. Si la derecha nos sitúa a todas en la misma diana y no somos capaces de responder con un movimiento conjunto y eficaz, entonces estaremos perdidas. Así pues, seamos lo bastante astutas como para crear coaliciones poderosas y revisemos y redefinamos nuestras reivindicaciones de libertad e igualdad como conceptos sociales, colectivos, históricos –e imprescindibles–.

¿Cuáles son los retos en este contexto político y social global de crisis múltiple, extrema derecha y guerra?

Puede que las feministas “críticas con el género” –gender critical feminist– [transexcluyentes] no deseen una alianza con los movimientos de derechas contrarios a la ideología de género, pero en muchos de sus textos se alinean claramente con ellos. Por “críticas” quieren decir que están en desacuerdo con una visión o un conjunto de posiciones. Pero en realidad utilizan la palabra “crítica” para desacreditar y destruir otras posturas feministas. El trabajo de las feministas “críticas con el género” pretende deslegitimar los estudios de género de la misma manera que lo hacen los movimientos neofascistas y autoritarios de derechas: expulsando, patologizando y criminalizando a las personas queer y trans, incluidos los jóvenes, cuyas vidas dependen de la evolución del concepto de género, así como de las implicaciones sociales que tiene, incluida el acceso o no a la atención sanitaria. De hecho, vivimos en una época en la que quienes defienden la transfobia están alineados con Putin, con Orban, Meloni y Bolsonaro. Y si no les gustan estas alianzas, tal vez deberían replantearse sus objetivos y su lenguaje. Esto es especialmente importante en un momento en que las luchas feministas contra la desigualdad y la violencia, y por la justicia reproductiva, requieren de una alianza con otras minorías de género y sexuales que sufren violencia, desigualdad y privación de derechos. Recordemos que las mismas personas que se oponen a la justicia reproductiva se oponen a los derechos trans y queer, censuran libros en las escuelas y convierten a los movimientos sociales progresistas en “obra del diablo”.

El “género” es aquí un lugar donde se pueden amalgamar tanto el miedo al extractivismo de las corporaciones y a su destrucción de la selva y de las culturas locales junto con la ansiedad por la inmigración y la pérdida de identidad nacional. El “género” se convierte en un término, un significante vacío, como algunos han argumentado, a través del cual estas ansiedades se funden y se intensifican. Al mismo tiempo, el tipo de llamamiento realizado por Putin, Meloni y Bolsonaro inyecta miedo en los dominios más íntimos de la vida. El mes pasado, tanto Putin como Meloni, con pocos días de diferencia, advirtieron de que las políticas contra la discriminación por razón de género de la Unión Europea acabarían por impedir utilizar los términos madre o padre. Decían que la gente sería obligada a decir “progenitor 1” y “progenitor 2”. Se trata de un ejemplo revelador, porque la fantasía que articula este enunciado es que el género tiene una función policial, que toma la forma de un nuevo totalitarismo. “El Estado se verá obligado a despojarte de tu condición de madre y padre”, dicen, pero también de lo que Meloni llama “identidad sexuada”. Ya no podrás decirte a ti mismo hombre o mujer debido a esta extralimitada función de policía cultural llamada género. Erradicará, pues, el sentido más profundo de lo que son nuestros cuerpos, quiénes son nuestras familias y cuál puede ser nuestro lugar en el mundo.

Quienes defienden la transfobia están alineados con Putin, con Orban, Meloni y Bolsonaro

Por un lado, es irónico y doloroso que los movimientos sociales, incluidos el feminismo y los movimientos LGTBIQA+ por la justicia social, sean caricaturizados como totalitarios cuando, de hecho, luchan por mayores libertades para que las personas de todas las edades encuentren formas de vivir sin los grilletes de la discriminación, la marginación y la patologización; que los movimientos que exigen la libertad de moverse por el mundo sin miedo a la violencia, incluida la violencia estatal, sean transfigurados por la derecha como regímenes totalitarios que quieren despojar al resto del mundo de sus libertades. Al mismo tiempo, la derecha afirma que las feministas que luchan por la libertad reproductiva, las lesbianas y los gays que desean casarse, las personas trans que solo ansían su derecho a vivir libremente y ser reconocidas por su sexo están ejerciendo formas ilegítimas de libertad y formas de creatividad que rivalizan con los actos creativos que, en sus mentes, pertenecen solo a Dios.

Lo que Meloni, Putin, Orban y Bolsonaro han hecho es avivar el miedo en lo que sentimos como más íntimo y necesario de nuestra vida corporal, de nuestro sexo, de la dirección heterosexual de nuestro deseo, del carácter heteronormativo de nuestro matrimonio, todo ello nos será arrebatado, dicen, si estas personas consiguen el derecho a vivir en libertad sin miedo a la violencia... De este modo, han planteado y hecho circular otro fantasma: que los grupos progresistas, trans, feministas, queer, intersexuales, travestis, gays, lesbianas y asexuales impulsan derechos que niegan la especificidad del sexo, su papel dentro de la familia, el matrimonio y la comunidad, su pretensión de universalidad y su legítimo lugar en un orden divino o natural.

Los derechos y libertades de las personas que han sido históricamente marginadas se conciben como un ataque a algo muy personal: el sentido vivido del propio cuerpo, el deseo, las relaciones íntimas que definen la propia vida y le dan sentido. Por eso, cuando dicen “ya no serás un hombre” o “ya no serás una madre” están agitando un temor profundo a que estas formas tan íntimas y básicas de identificación sean desmanteladas y destruidas. Estaría bien que dijésemos: “No te preocupes, puedes continuar con tu matrimonio heterosexual y con tu sentido de la masculinidad y la feminidad, solo tienes que aceptar que tu forma de vida no es la única posible o que tu sentido de la masculinidad no es solo tuyo o de quienes fueron asignados varones al nacer”. Hay otras formas de organizar la intimidad: el parentesco queer, el matrimonio gay y lésbico, pero también madres solteras que se las arreglan muy bien sin un padre para su hijo, o dos hombres que crían a sus hijos sin la progenitora. La sugerencia de que cualquiera de estas formas sociales es equivalente en valor a la familia heteronormativa tradicional es una ofensa precisamente porque el temor no es que se destruya el matrimonio heterosexual, sino que pierda su posición de privilegio como la única forma posible y correcta para la vida íntima y la reproducción. De hecho, la destrucción que se teme es la del privilegio exclusivo. Y es cierto, porque el mundo que estamos creando es uno en el que el matrimonio heterosexual seguramente existirá, pero no se imaginará como la única forma posible o legítima de matrimonio, o incluso como la única forma de vínculo íntimo posible o legítimo. Y esto, a su vez, indica que todo el tiempo, el miedo a perder el sentido de la propia identidad sexuada, el propio deseo y el propio lugar en el mundo era en realidad el miedo a perder ese sentido de que tu deseo equivale al deseo universal, de que el matrimonio es la única forma posible de relación y de que tu sexo es algo que se desprende de la naturaleza y no de un conjunto de asignaciones médicas y sociales que implican que el poder social y la asignación de sexo siempre han ido estrechamente unidos. El orden que se supone que se manifiesta en el sexo, la sexualidad y el parentesco es un orden patriarcal, una forma de dominación, así que ¿qué es exactamente lo que está amenazado? Es la pérdida de la dominación, y eso aparentemente es para algunos insoportable, porque preferirían vivir en un mundo de desigualdad, explotación y exclusión.

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Ponencia en el Encuentro Internacional Feminista organizado por el Ministerio de Igualdad.

Judith Butler es profesora en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de California, Berkeley.

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Judith Butler

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1 comentario(s)

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  1. juan-ab

    ¡Qué ponencia tan lúcida de Judith Butler! Cuánto aprendemos de las intervenciones habidas en el "Encuentro Internacional Feminista" que organizó recientemente el Ministerio de Igualdad. Gracias por hacerlo posible. Y gracias a CTXT por su paulatina publicación.

    Hace 1 año

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