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Caballa/Verat/Sgombro

El único acierto de la segunda parte del ‘Lazarillo’ es comprender la complejidad del pescado azul. Esa locura. Más, en primavera

Guillem Martínez 29/04/2023

<p>Sgombri fríos con, entre otras cosas, tomate, y más calientes que el asfalto en Palermo.<strong> / G. M.</strong></p>

Sgombri fríos con, entre otras cosas, tomate, y más calientes que el asfalto en Palermo. / G. M.

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-AZUL. El Lazarillo de Tormes es una explosión. Consiste en que un pollo se inventa un género, la novela, que estaba por ahí, flotando, a punto de formularse, en obras como el Amadís, el Tirant lo Blanc, L’espill, L’Orlando... El autor fue, por eso mismo, sin duda y por necesidad, un genio, solo comparable a Musil, el pollo que, en el siglo XX, mató a la novela, otra posibilidad que estaba por ahí flotando, a punto de formularse. Sobre el genio fundador de la novela: no había muchas personas con esa cabeza. Lo más probable es que fuera Alfonso Valdés, un señor de Cuenca, secretario del Emperador, amigo de Erasmo –Erasmo era, en aquel tiempo, Elvis, el centro de un mundo abierto, tolerante y con un ritmo gamberro, que iba ya corriendo a toda leche hacia el muro del catolicismo; Erasmo, por cierto, fue invitado a España por el Emperador; de haber aceptado, eso hubiera convertido a España en el centro del Humanismo, y a Erasmo, en breve, en un cadáver quemado en una hoguera, como se vio tras lo de Trento–. Alfonso fue una persona que vivió desplazándose por todo el continente, que se escribía con la docena de intelectuales europeos que, en ese momento, eran la época. Próximo al protestantismo –como su hermano Juan, que fundó un grupo protestante en el centro de, exactamente, Roma–, con constantes problemas con la Inquisición, Alfonso, cercano al punto de partida del protestantismo, negoció entre luteranos y católicos para evitar el cisma y, con él, varias docenas de guerras en varios siglos, y un plan de austeridad en el XXI. No fue posible. El Lazarillo fue, en todo caso, un éxito apoteósico, a pesar de ser un libro prohibido. Aprovechando el filón, apareció en Amberes, al poco, una segunda parte, igualmente anónima. Era una birria, escrita, obviamente, por otra persona, que no entendía el género, pues no entendía, tan siquiera, la época. Otra persona que intuía, claro, que El Lazarillo era una rareza: no explicaba cosas reales, pero lo parecía. Pero que no adoptó como modelo El Lazarillo, que no llegó a entender, sino un referente lejano, de otra época, absurdo, y que le sonaba más, al pobre: las novelas latinas. Como el Asno de Oro –la historia de un señor que se transforma, zas, en asno–. Por lo que escribió una ¿novela? en la que Lázaro cae al mar, se hunde en él. Y se convierte en atún. Entra al servicio del rey de los atunes, medra en la guerra y en la corte atunera y, finalmente, como en el Asno de oro, vuelve a su forma humana. Zzzzzzz. Hola. Martínez. Como los Griegos, una sección que les invita, ya saben, a comer cosas sencillas y cocinadas con sus manos, y que hoy empieza por todo lo alto, sin escatimar en gastos, con El Lazarillo. Por dos razones: a) porque su autor comprendió su época, algo tan sencillo y, a la vez, improbable, que su plagiador no consiguió en ningún momento. Es importante comprender la época. Nos va la vida en ello. No comprender la época nos hace tontos del bote, nos hace escribir o leer novelas sobre atunes. La razón b), y no menos importante: el único acierto de la segunda parte del Lazarillo es comprender la complejidad del pescado azul. Esa locura. Más, en primavera. Vamos que nos vamos.

-EL ATÚN-SUTRA. El pescado azul es una rareza. Suele vivir, como señala el Lazarillo Chungo, y como hacen los empleados del Banc de Sabadell, en bancos. Eso lo cambia todo. Es precisa una astucia diferente para pescar la anchoa, la sardina, el arenque, la caballa, el bonito, el atún… Así, por ejemplo, es necesario seguirlo, pues los bancos –los de pescado; y los otros– van a su bola. Eso ha creado una especie rara de pescadores. Los únicos pescadores de bajura que no están obligados a vender su pescado en su puerto, sino que pueden venderlo en otros puertos, pues viven persiguiendo el pescado azul, ese ciudadano del mundo –submarino–. Mi padre esperaba como una fiesta nacional el día en el que llegaba a su pueblo un barco atunero, a vender lo que habían pillado antes de que se pasara. Siempre le pedía a un pescador del atunero un atún mangui, roto, defectuoso. Y el pescador, siempre, le daba un atún inmaculado, tan fresco que, al cogerlo mi padre por la cola, le intentaba mangar la cartera. Era conmovedor ver esas escenas de comercio entre paleolíticos. Los pescadores, cazadores-recolectores al cabo, son lo mejor del mundo. Saben que lo que pescan no es suyo. Por eso mismo saben que lo que pescan se está acabando. Conocen la época, como el autor del Lazarillo Guay. Saben que, más pronto que tarde, se tendrá que hacer con toda la pesca mediterránea –como mínimo, la mediterránea– lo que se hizo en el Cantábrico con la anchoa: una moratoria estricta por años. Me esperaba que se hiciera esa cosa tan costosa con los Fondos Europeos. Parece ser que no se va a hacer. Lo que es un indicio de que los Fondos no siempre tienen que tener un compromiso con la época. Igual –lo sabremos muy tarde y a través de la Historia, no del Periodismo– no lo tienen nunca. Lo que nos lleva a hablar del compromiso con la época del pescado azul, más aún en primavera.

La primavera crea una nueva especie de pescado: todos los tipos de pescado azul, pero con su cuerpo y espíritu primaveral

-EL 7º DE CABALLARÍA. En primavera, como ya sabrán los lectores de estos escritos, el pescado azul se vuelve majara de amor. Dobla o triplica el peso, y se aplica a la reproducción como si no hubiera un mañana, o como si solo escuchara reguetón. La primavera crea una nueva especie de pescado: todos los tipos de pescado azul, pero con su cuerpo y espíritu primaveral. El fenómeno primavera sucede, atraviesa, de manera muy especial, a la caballa –yo nunca he pronunciado esa palabra, por lo que lo hago ahora: caballa, caballa, caballa; en catalán es verat, y en italiano, que hoy las recetas que les paso son italianas o, en todo caso, sicilianas, es sgombro–. La caballa es, en estos entrañables días, otro animal. Es la caballa de siempre, pero pintada por Botticelli. Además, suele estar repleta de huevas, ese bonus track, ese otro regalo del mar, que siempre lo regala todo. Aprovechen el espacio-tiempo y márquense unas caballas. El precio es, en principio, razonable. En La Boquería –un mercado honesto, a punto de ser devorado por el turismo y perder todo lo creado desde el Trienio Liberal, cuando se construyó el actual edificio– iban a 3,50€ el kilo antes de la inflación. Ahora suelen ir a 3,95€ –pas mal–, mientras que en el resto de mercados de mi ciudad suele ir a 9€. Lo que viene a explicar, a su vez, la inflación/la época: es cuando las empresas y la clase media/tenderos/neolíticos deciden ponerse las botas, y no existe ningún mecanismo, legal o moral, que les pare.

-LA SICILIANIDAD. Las recetas de hoy son sicilianas, una cocina diferente. A saber: a) carece de antipasti, b) está llena de manías propias –al contrario que en Nápoles, por ejemplo, sólo se echa la sal al agua de la pasta en el momento que hierve; si la echas en frío, no sé por qué, te cae la del pulpo–, c) es originalísima –y con fósiles propios, pero también griegos, árabes aragoneses, españoles: las arancine, el cous-cous de pescado, el cannolo…–, y d) posee productos originales y de primerísima calidad esculpidos por un sol intenso pero creativo –un tomate siciliano, por ejemplo, no tiene nada que ver con un tomate de Marte, pero tampoco con uno de Calabria, la Puglia, la Basilicata o la Campania–, lo que supone explosiones no previstas en un plato previsto. Es más, El Lazarillo Chungo solo habría tenido un pase si Lázaro se hubiera convertido en un tomate siciliano. Por otra parte, la cocina siciliana está muy atenta al color de las cosas, y a su presentación. Posee una elegancia natural, como toda la cocina italiana, pero orientada y organizada hacia la locura de la carnalidad. Eso lo sella con un postre propio, que es color, presentación y un chute de placer que tira de espaldas, y que, por lo mismo, es el barroco más absoluto y cachondo puesto en la mesa. Solo hubiera podido inventarse algo así en Sicilia o en Andalucía, pero se hizo en Sicilia: la cassata. Bueno. Dos recetas con caballas/verats/sgombri.

El Lazarillo Chungo solo habría tenido un pase si Lázaro se hubiera convertido en un tomate siciliano

-LAS RECETAS. Les ofrezco dos recetas sencillas y, en verdad, sorprendentes. Una para comer en frío y otra para comer en caliente. La fría: caballas/sgombri con tomate. Pillen una caballa por bigote, y pidan en la pescadería que se las desespinen. La fríen abierta, sin llegar a hacerla mucho, por ambas caras. Mientras, o luego, en un mortero, echen sal y un ajo/ajo y medio/dos ajos –modérense, recuerden el lema de Apolo: poco de mucho, pero también recuerden que ni siquiera Apolo siguió ese lema–. Majen la cosa. Y, posteriormente, vayan echándole al asunto pulpa de tomate. Pueden prepararla ustedes: tomates al límite, a punto de explotar, pelados y, posteriormente, triturados/majados. O pueden comprarla hecha. Yo le echo pulpa Mutti, de la que soy yonki. Echen el compendio resultante sobre la caballa, y echen encima orégano. Vuelvan a encender el fuego, si lo han apagado, por unos minutos. Pocos, que la salsa no se cocine. Apaguen. Retiren. Dejen enfriar. Cubran. Metan en la nevera. Saquen en 24 horas. Alucinen.

-LAS RECETAS (BIS). Adquieran caballas, debidamente desespinadas, pónganlas en un plato y observen ese bodegón protestante holandés, que habla sobre la brevedad de la vida, y piensen que también tenían tanta o tan poca razón como cualquiera, y que tanta guerra de religiones fue un pasote. Posteriormente, en otro plato, echen harina de galleta/pan rallado. Yo le pongo de aquella que viene ya con ajo y perejil. Mola. Agreguen sal. Agreguen pimienta –su sentido, como siempre, es duplicar, triplicar, el sabor–. Y, ojo, aquí empieza el pitote, agreguen orégano, olvidando, como Apolo, el lema de Apolo. Remuevan. Impregnen con ello los cuerpos presentes de las caballas. Pónganlos, abiertos como libros abiertos, en una bandeja para horno, previamente pintada con aceite –de oliva, no de ricino–. Y prosigan con la fiesta, que ahora se desmelena definitivamente: echen alcaparras –si Apolo dice algo, sopapo–, cebolla roja en medias lunas, limón exprimido –cuando Apolo diga que ya vale, fulminen a Apolo con la mirada–. Chorritos de aceite divertidos, y horno a 180º, por 20 minutos. Abran el horno. Exclamen. Coman. Rían. Hablen de la época.

-HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO. El Lazarillo es una explosión. Leer los mensajes que emite la época, también. La vida, cuando percibes el derecho a vivirla, esto es, también a entenderla, a protestarla, también son explosiones. Cocinar con las manos para quien amas, es una explosión. Por eso en el Lazarillo, esa explosión, esa primera lectura de una época a través de una novela, un personaje muy sexi emitía este escueto consejo vital: “Come y triunfa”. Triunfen. Vivan, vean, las explosiones.

-AZUL. El Lazarillo de Tormes es una explosión. Consiste en que un pollo se inventa un género, la novela, que estaba por ahí, flotando, a punto de formularse, en obras como el Amadís, el Tirant lo Blanc, L’espill, L’Orlando... El autor fue, por eso mismo, sin...

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Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo) y de 'Caja de brujas', de la misma colección. Su último libro es 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama).

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